Asuntos Capitales

La sanción de la víctima

“Rearden permaneció inmóvil, oyendo confusamente los aplausos. Estaba de pie, mirando a los jueces. No había en su cara señal alguna de triunfo ni de alegría, sino tan sólo la tranquila intensidad de quien contempla una visión, presa de una sensación muy semejante al miedo. Observaba la tremenda pequeñez del enemigo que estaba destruyendo al mundo. Se sentía como si después de un viaje de años por paisajes devastados, por ruinas de grandes fábricas, restos de potentes motores, cuerpos de hombres invencibles, se enfrentara al responsable de todo eso, esperando ver a un gigante para no encontrar más que una rata deseosa de esconderse a la primera señal humana. "Si esto es lo que nos ha derrotado" -pensó- "la culpa es nuestra."”


Ayn Rand
MIÉRCOLES, 21 DE NOVIEMBRE DE 2007
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Fragmento de la novela "La rebelión de Atlas"

El público que ahora llenaba la sala donde iba a celebrarse el juicio llevaba un mes leyendo en la prensa que allí verían a un hombre egoísta, enemigo de la sociedad, pero, en realidad, todos habían ido para ver al inventor del metal Rearden.

Hank se puso de pie cuando se lo ordenaron los jueces. Llevaba un traje gris, pero no era ese color, ni el de sus claros ojos o pelo rubio, los que hacían helada e implacable a su figura, sino la elegante simpleza de su ropa, propia del lujo austero de una empresa millonaria, y su aspecto educado, en total desacuerdo con cuanto lo rodeaba.

La multitud sabía, por los periódicos, que aquel hombre representaba el mal de la riqueza despiadada, y esa gente estaba allí por la misma razón por la que habría ido a ver una película cuya publicidad mostrara el cuerpo semidesnudo de una mujer. Por lo menos, la maldad no tenía que igualar la rancia impotencia de un cliché en el que nadie creía y que nadie se atrevía a desafiar. No lo miraban con admiración, porque tiempo atrás habían perdido la capacidad para experimentar tal sentimiento: lo hacían en parte por curiosidad, en parte por desafiar a quienes sostenían que era su deber aborrecer a ese hombre.

Años antes se hubieran burlado de su aplomo y su riqueza, pero en esta ocasión los preocupaba otra cosa. Por las ventanas de la Corte podía verse el cielo gris, que pronosticaba la primera tormenta de nieve del que habría de ser un largo y duro invierno, con las últimas reservas de petróleo del país agotándose, y las minas de carbón que no alcanzaban a cumplir con la fuerte demanda de la estación. La muchedumbre que llenaba la sala recordaba que era éste el caso que le había costado el abastecimiento de carbón de Ken Danagger, y circulaba el rumor de que la producción de la Compañía Carbonífera Danagger, ahora a cargo de un primo de Ken, quien se había apropiado de la misma, había caído considerable mente durante el último mes; la prensa afirmaba que era simplemente una cuestión de reestructuración.

La semana anterior, la primera plana de los periódicos había publicado la historia de una catástrofe durante la construcción de una serie de viviendas, debido a que las defectuosas estructuras de acero habían cedido, provocando el derrumbe de lo edificado, con un saldo de cuatro obreros muertos. Los periódicos no lo mencionaban, pero el público sabía que esas estructuras eran de Associated Steel, de Orren Boyle.

Todos estaban sentados en profundo silencio, contemplando a la figura alta y gris, no con esperanza, puesto que estaban perdiendo la capacidad para tener esperanzas, sino con una desapasionada neutralidad débilmente aguijoneada por un interrogante, el mismo que desde hacía años se repetía como un lema.

Los periódicos proclamaban que la causa de la crisis que afligía al país, como quedaba demostrado en este caso, no era otra que el egoísmo y la avaricia de los ricos industriales; que hombres como Hank Rearden eran los responsables del racionamiento de los alimentos, de la temperatura cada vez más fría y de los techos agrietados de los hogares de la nación; que, de no haber sido por quienes habían quebrantado las leyes y dificultado los planes del gobierno, ya se habría re cobrado la prosperidad; que de no haber sido porque se infringían regulaciones y estorbaban los planes del gobierno, hacía mucho tiempo que se habría logrado la prosperidad; y que un hombre como Hank Rearden no actuaba por otro motivo que no fuera el beneficio personal. Esto último era dicho sin explicaciones ni elaboración, como si las palabras "beneficio personal" constituyeran la señal definitoria de una perversidad indiscutible.

La gente recordaba que hacía menos de dos años, aquellos mismos periódicos habían levantado la voz exigiendo que se prohibiera la producción de metal Rearden porque su dueño, conducido sólo por su ambición, ponía en peligro las vidas humanas; recordaba que aquel hombre de gris había viajado en la cabina de la primera locomotora que utilizó una vía hecha de su metal; y veía que ahora era juzgado por el miserable delito de haber negado al público un cargamento de me tal, que había sido ofrecido codiciosamente al mercado.

Según lo establecido, los casos de esta índole no quedaban en manos de un jurado, sino de un grupo de tres jueces designados por la Oficina de Planificación Económica y Recursos Nacionales y el proceso, según las directivas de dicha Oficina, sería informal y democrático. El sillón del juez había sido retirado de la vieja sala del tribunal de Filadelfía, y reemplazado, para esta ocasión, por una mesa sobre un estrado de madera, lo que confería al ambiente una atmósfera similar a la de una reunión en la que se presenta un tema a deficientes mentales.

Uno de los jueces, que actuaba de fiscal, había leído los cargos.

-Ahora puede invocar los argumentos que desee, en su propia defensa -anunció.

De frente al estrado, con voz monótona, pero extraordinariamente clara, Rearden contesto:

-No me defenderé.

-Entonces -el juez titubeó porque no había esperado que esto resultara tan fácil-, ¿se pone usted a merced de este tribunal?

-No reconozco el derecho de este tribunal para juzgarme.

-¿Cómo?

-Que no reconozco el derecho de este tribunal para juzgarme.

-Pero, señor Rearden, este tribunal ha sido legalmente constituido para juzgar este tipo particular de delitos.

-No reconozco que mi acción haya sido delictiva.

-Pero usted admitió haber violado nuestras disposiciones con respecto al control sobre venta de su metal.

-No les reconozco derecho alguno para controlar la venta de mi metal.

-¿Es necesario que le señale que su reconocimiento no le fue solicitado?

-No, me doy plena cuenta de ello y actúo en consecuencia.

Notó que un grave silencio reinaba en la sala. Por las reglas del intrincado principio según el cual todas las personas deben actuar en beneficio del prójimo, su actitud tendría que haber sido considerada una locura incomprensible; deberían haber sonado murmullos de sorpresa e ironía, pero no fue así, se quedaron callados: estaban comprendiendo.

-¿Significa que se niega a obedecer la ley? -preguntó el juez.

-No, cumplo la ley al pie de la letra. Según esa ley, ustedes pueden disponer de mi vida, mi trabajo y mis bienes sin mi consentimiento. Muy bien, entonces háganlo, pero sin que yo participe en ello. No pienso defenderme, puesto que no hay defensa posible y no simularé estar contendiendo con un tribunal de justicia.

-Pero, señor Rearden, la ley señala específicamente que se le concede una oportunidad de presentarnos su versión del caso y de defenderse.

-Un detenido puede defenderse sólo si hay un principio objetivo de justicia reconocido por los jueces participantes, un principio que defienda sus derechos, que él pueda invocar y que nadie esté en condiciones de violar. La ley por la que ustedes me juzgan sostiene que no existen principios, que yo no tengo derechos y que pueden hacer conmigo lo que quieran. Muy bien, háganlo.

-Señor Rearden, la ley que usted acusa se basa en el más alto principio: el del bienestar público.

-¿Quién es el público? ¿Qué considera éste como su bienestar? En una época, las personas creyeron que el "bien" era un concepto capaz de definirse por un código de valores morales, y que nadie podía buscar el bienestar mediante la violación de los derechos ajenos. Ahora se sostiene que mi prójimo puede sacrificarme en beneficio de lo que considera bueno, y apoderarse de mis bienes simple mente porque los necesita, al igual que cualquier ladrón. Hay sólo una diferencia: el ladrón no me pediría que convalide su acto.

Un grupo de asientos, a un lado de la sala, estaba reservado para los visitantes de importancia llegados desde Nueva York para asistir al juicio. Dagny Taggart permanecía inmóvil, solemnemente atenta, convencida de que las palabras de Rearden determinarían el curso de su propia vida. Eddie Willers estaba a su lado y James Taggart no había acudido. Paul Larkin estaba inclinado hacia adelante con su cara puntiaguda agudizada por una expresión de miedo que poco a poco se iba transformando en odio. Mowen, a su lado, era un hombre que evidenciaba mayor inocencia y menor comprensión; su miedo tenía una naturaleza más sencilla, escuchaba preso de una perpleja indignación y murmuró a Larkin:

-¡Cielos! Ahora lo ha logrado, va a convencer al país de que todo empresario es enemigo del bienestar público.

-¿Debemos entender -preguntó el juez- que pone a sus intereses por encima de los intereses públicos?

-Esa pregunta puede formularse sólo en una sociedad de caníbales.

-¿A qué... a qué se refiere?

-No hay conflicto de intereses entre hombres que no demandan lo que no han ganado y que no practican sacrificios humanos.

-¿Hemos de entender que si la sociedad determina necesario restringir sus beneficios, usted no le reconoce el derecho a hacerlo?

-Sí, sí, lo reconozco. El público puede disminuir mis ganancias cuando quiera, simplemente negándose a adquirir mis productos.

-Estamos hablando... de otros métodos.

-Cualquier otro método para reducir los beneficios es el de los saqueadores, y así lo considero.

-Señor Rearden, éste no es modo de defenderse.

-Ya he dicho que no pensaba hacerlo.

-¡Esto es inaudito! ¿Se da cuenta de la gravedad del cargo presentado contra usted?

-No me preocupa en absoluto.

-¿Se da cuenta de las posibles consecuencias de su actitud?

-Por completo.

-Es opinión de este tribunal que los hechos presentados por la fiscalía no permiten benevolencia alguna. Puede imponérsele una condena extremadamente severa.

-Adelante.

-¿Cómo ha dicho?

-Que la impongan.

Los tres jueces se miraron y el que tenía la palabra se volvió hacia Rearden.

-Semejante actitud no tiene precedentes -declaró.

-Es completamente irregular -añadió el segundo juez-. Según la ley, debe usted actuar en su propia defensa. La alternativa consiste en dejar sentado que usted se somete a la misericordia de esta Corte.

-No lo haré.

-Pero tiene que hacerlo.

-¿Quiere decir que esperan que lo haga de manera voluntaria?

-Así es.

-No pienso hacer voluntariamente nada de eso.

-Pero las leyes exigen que la parte acusada quede representada en el expediente.

-¿Significa que necesitan mi ayuda para conferirle legalidad a este proceso?

-No... sí... es decir, para atenernos a las normas.

-Pues no los voy a ayudar.

El tercero y más joven de los jueces, que había actuado como fiscal, exclamó impaciente:

-¡Esto es ridículo e injusto! Pretende hacer creer que un hombre de su importancia será condenado de manera apresurada por cargos falsos sin un... -Se interrumpió bruscamente, porque alguien en el fondo de la sala acababa de emitir un agudo silbido.

-Quiero –dijo Rearden gravemente- que este juicio aparezca exactamente como lo que es. No los ayudaré a enmascararlo.

-Le estamos ofreciendo una posibilidad de defenderse y usted la rechaza.

-No quiero ayudarlos a simular que tengo una oportunidad. No los ayudaré a conservar una apariencia de legalidad, cuando no se reconocen mis derechos, ni a dar una apariencia de racionalidad, cuando se trata de un debate cuyo argumento final es un arma. No los ayudaré a pretender que administran justicia.

-¡La ley lo obliga a defenderse voluntariamente! Se escucharon unas risas en la sala.

-Ahí es donde falla su teoría, caballeros –dijo Rearden gravemente-, y no pienso ayudarlos a reparar su error. Si deciden tratar con la gente por la fuerza, háganlo, pero descubrirán que necesitan la voluntaria cooperación de sus víctimas en muchos más aspectos de los que pueden imaginar por el momento. Y sus víctimas descubrirán que es su propia voluntad, una voluntad que no pueden forzar, la que hace posible la existencia de ustedes. Elijo ser consecuente con lo que manifiesto y haré lo que quieran que haga, como si me apuntaran con una pistola. Si me sentencian a prisión, tendrán que traer hombres armados para que me trasladen, porque yo no haré un solo movimiento por propia iniciativa. Si me imponen una multa, tendrán que apropiarse de mis bienes para cobrarla, porque no pienso pagar voluntariamente. Si creen tener el derecho de obligarme a algo, utilicen abiertamente sus armas, porque no pienso ayudarlos a disimular la naturaleza de sus actos.

El juez de más edad se inclinó sobre la mesa, y con voz suavemente burlona dijo:

-Habla como si luchara por una suerte de principio, señor Rearden, pero en realidad lo que defiende son sus bienes, ¿verdad?

-Desde luego, lucho por mi propiedad. ¿Sabe la clase de principio que eso representa?

-Se muestra como un campeón de la libertad, pero la única libertad que per sigue es la de ganar dinero.

-Desde luego, todo cuanto deseo es libertad para ganar dinero. ¿Sabe lo que implica dicha libertad?

-Seguramente, señor Rearden, no querrá que su actitud sea mal interpretada. No querrá reforzar esa impresión tan difundida de que usted es un hombre sin conciencia social, que jamás se preocupa por el bienestar de su prójimo y a quien sólo le interesa el beneficio propio.

-No trabajo más que en beneficio propio; me lo he ganado. Se oyó un murmullo, no de indignación, sino de asombro entre la multitud a sus espaldas, mientras los jueces guardaban silencio. Con toda calma continuó:

-No, no quiero que mi actitud sea mal interpretada. Al contrario, tendré sumo agrado en declarar para que quede asentado en el expediente de esta causa que estoy totalmente de acuerdo con todo lo que los periódicos han dicho sobre mi persona, con los hechos, pero no con la valoración que se ha hecho de ellos. Sólo trabajo para mi propio beneficio, que obtengo vendiendo un producto que necesitan a quienes pueden pagarlo y están dispuestos a hacerlo. No lo produzco para su beneficio a expensas del mío, y ellos no lo compran para mi beneficio a expensas del de ellos; yo no sacrifico mis intereses a ellos, ni ellos a mí; tratamos de igual a igual por consentimiento y beneficio mutuo, y estoy orgulloso de cada centavo que he ganado de esta forma. Soy rico y me siento satisfecho de cada centavo. He obtenido mi riqueza por mi propio esfuerzo, por intercambio libre, y gracias al con sentimiento voluntario de todos aquellos con quienes he hecho negocios; el de quienes me dieron trabajo en mis comienzos, el de quienes ahora trabajan para mí y el de los que adquieren mis productos. Contestaré a todas las preguntas que temen ustedes formularme. ¿Deseo pagar a mis obreros más de lo que vale para mí su trabajo? No. ¿Deseo vender mis productos a un precio menor del que mis clientes están dispuestos a pagar? No. ¿Deseo venderlos a pérdida o desvalorizándolos? No... Si esto está mal, hagan lo que quieran conmigo, según las normas que prefieran. Las mías son éstas: me gano la vida como toda persona honrada. Me niego a sentirme culpable por existir y trabajar para mantenerme. Me niego a aceptar que ser capaz de trabajar así es algo malo.

"Me niego a considerar detestable el hecho de trabajar mejor que otra gente, realizar un producto de mayor valor que el de mis vecinos y ver que hay personas dispuestas a pagarme más que a ellos. Me niego a pedir perdón por mi idoneidad, por mi éxito, o por el dinero que gano. Si esto es maldad, obren en con secuencia. Si esto es lo que la gente considera perjudicial para sus intereses, dejen que la sociedad me destruya. Éste es mi código y no aceptaré otro. Podría afirmar aquí que he beneficiado a mi prójimo más de lo que puedan imaginarse, pero no lo haré, porque no busco el beneficio de los otros como justificación de mi derecho a existir, ni reconozco el beneficio de los demás como justificación para que se apoderen de mis bienes o destruyan mi vida. No diré que el beneficio ajeno fue el propósito de mi tarea, sino que he trabajado para mi propio beneficio, y desprecio a quien sacrifique el suyo. Podría decirles que ustedes no sirven al bienestar público, que no puede conseguirse el bienestar de nadie por medio de sacrificios humanos, que cuando violan los derechos de un hombre, violan los de todos, y una muchedumbre de criaturas sin derecho alguno queda condenada a la destrucción. Podría decirles que acabarán provocando una devastación universal, como sucede con todo saqueador cuando se queda sin víctimas. Podría decirlo, pero no lo haré. No desafío su política particular, sino sus premisas morales. Si fuera cierto que los seres humanos pueden conseguir su bienestar convirtiendo a otros en chivos expiatorios y se me pidiera que me inmolara en beneficio de aquellas criaturas que desean sobrevivir al precio de mi sangre; si se me rogara servir los intereses de la sociedad cuando esos intereses se sitúen aparte, por encima y en contra de los míos, me negaría por considerarlo el más despreciable de los males, lucharía contra ello con todas mis fuerzas, me opondría a la humanidad entera, aunque fuese lo último que hiciera; combatiría con la plena confianza en la justicia de mi misión y el derecho que tengo, como ser viviente, a la existencia. Que no haya malentendidos acerca de mí. Si mis semejantes, que se hacen llamar sociedad, creen realmente que su bienestar requiere víctimas, puedo decirles: ¡Al demonio con el bienestar público! No seré parte de él."

Los presentes estallaron en aplausos.

Rearden se volvió, más asombrado todavía que los jueces, y vio caras que se reían nerviosas, y otras que suplicaban ayuda; vio cómo la desesperación silenciosa de la gente estallaba abiertamente; notó que una rabia e indignación igual a la suya encontraba alivio en esa risa desafiante; vio miradas de admiración y esperanza. También notó los rostros de los jóvenes mugrientos y de las mujeres desarregladas que solían iniciar los abucheos en los noticieros cinematográficos cuando aparecía un empresario en pantalla; pero ellos no protestaban, sino que estaban en silencio. Cuando Rearden se dio vuelta para mirarla, la gente pudo ver en su cara lo que las amenazas de los jueces no habían podido provocar: la primera señal de emoción.

Transcurrieron unos instantes antes que sonara el furioso golpe del martillo en la mesa, mientras uno de los magistrados gritaba:

-¡... o haré que desalojen la sala!

Al volverse hacia el estrado, la mirada de Rearden se posó en el sector destinado a los visitantes y se detuvo un momento en Dagny, una pausa sólo perceptible para ella, en la que leyó: "Está funcionando". Se veía perfectamente normal, salvo por sus ojos, demasiado grandes en relación con el resto de su cara. Eddie Willers sonreía con esa clase de sonrisa que en un hombre sustituye a las lágrimas. Mowen miraba estupefacto. Paul Larkin tenía la vista clavada en el suelo. La cara de Bertram Scudder estaba impasible, igual que la de Lillian, sentada al extremo de la larga hilera, con las piernas cruzadas y una estola de visón en diagonal desde el hombro derecho hasta la cadera izquierda.

En la compleja confusión de sus sentimientos, Hank Rearden tuvo tiempo para reconocer que anhelaba ver un rostro que había estado buscando desde el principio del juicio, que deseaba que estuviera allí, más que ninguno de los demás. Pero Francisco d’Anconia no había ido.

-Señor Rearden -dijo el juez de más edad, con aire afable, extendiendo los brazos en señal de paz-, es lamentable que nos haya interpretado tan mal. Ahí está el error: los industriales se niegan a vernos con confianza y amistad, y parecen pensar que somos sus enemigos. ¿Por qué habla usted de sacrificios humanos? ¿Qué le hace pensar en tal extremo? No tenemos intención de apoderarnos de sus bienes ni de destruir su vida. No queremos perjudicar sus intereses y somos conscientes de sus brillantes logros. Nuestro único propósito es equilibrar las presiones sociales y hacer justicia para todos. Este proceso, más que un juicio en sí, es una amistosa discusión, encaminada a la cooperación y al entendimiento mutuo.

-No coopero cuando se me apunta con un arma.

-¿Quién habla de armas? Este asunto no es tan grave como para hacer semejantes referencias. Nos damos cuenta de que en este caso, el único culpable es el señor Kenneth Danagger, que instigó esta violación de la ley, ejerciendo presión sobre usted, y que ha confesado su falta al desaparecer con el fin de escapar de la acción de la justicia.

-No es así; lo hicimos por acuerdo recíproco y voluntario.

-Señor Rearden -dijo el segundo juez-, quizás no comparta alguna de nuestras ideas, pero una vez expresado todo lo relativo a ellas, vemos que trabajamos con el mismo objetivo: el beneficio del pueblo. Comprendemos que se vio inclinado a ignorar ciertos tecnicismos legales por la situación crítica de las minas de carbón, y la importancia crucial del combustible para el beneficio público.

-No, me sentí inclinado por mi propio beneficio y por mis intereses. El efecto que haya tenido sobre las minas de carbón y el bienestar público, es cosa que ustedes deben analizar. Pero ése no fue mi motivo.

Mowen miró absorto a su alrededor, y murmuró a Paul Larkin:

-Aquí ocurre algo raro.

-¡Cállese! –exclamó Larkin.

-Señor Rearden -dijo el juez de más edad-, estoy seguro de que usted no cree realmente, ni tampoco el público, que deseemos considerarlo como la víctima de un sacrificio. Si alguien ha caído en semejante error, estamos ansiosos de mostrarle que se equivoca.

Los jueces se retiraron para considerar su veredicto. No tardaron mucho y regresaron al silencio amenazador de la sala para anunciar que se imponía a Henry Rearden una multa de cinco mil dólares, pero que se dejaba la sentencia en suspenso.

Entre los aplausos, en la sala, se oyeron también algunas risas burlonas. Los primeros iban dirigidos a Rearden, las segundas a los jueces.

Rearden permaneció inmóvil, oyendo confusamente los aplausos. Estaba de pie, mirando a los jueces. No había en su cara señal alguna de triunfo ni de alegría, sino tan sólo la tranquila intensidad de quien contempla una visión, presa de una sensación muy semejante al miedo. Observaba la tremenda pequeñez del enemigo que estaba destruyendo al mundo. Se sentía como si después de un viaje de años por paisajes devastados, por ruinas de grandes fábricas, restos de potentes motores, cuerpos de hombres invencibles, se enfrentara al responsable de todo eso, esperando ver a un gigante para no encontrar más que una rata deseosa de esconderse a la primera señal humana. "Si esto es lo que nos ha derrotado" -pensó- "la culpa es nuestra."

La gente que se apretujaba a su alrededor lo volvió bruscamente a la realidad. Sonrió, con cierta tristeza, en respuesta a sus sonrisas y al anhelo que expresaban sus caras.

-¡Dios lo bendiga, señor Rearden! -exclamó una anciana que se cubría la cabeza con un estropeado manto-. ¿No puede salvarnos, señor Rearden? Nos están devorando vivos, y de nada sirve que engañen a la gente diciendo que persiguen a los ricos. ¿Sabe lo que nos está pasando?

-Escuche, señor Rearden -dijo un hombre con aspecto de obrero-. Son los ricos los que nos están echando al río. Dígales a esos ricos hijos de puta, tan ansiosos por desprenderse de todo, que cuando entregan sus palacios están arrancando la piel de nuestra espalda.

-Lo sé –respondió Rearden.

"La culpa es nuestra" -pensó nuevamente-. "Si nosotros, los que actuamos, los que aprovisionamos y beneficiamos a la humanidad, hemos permitido que el sello del mal quede estampado sobre nuestro ser y silenciosamente soportamos el castigo de nuestras propias virtudes, ¿qué clase de bondad esperamos que triunfe en el mundo?"

Miró a la gente a su alrededor. Lo estaban aclamando entonces, y lo habían aclamado a lo largo de la línea "John Galt", pero al día siguiente aplaudirían una nueva directiva de Wesley Mouch o cualquier proyecto de viviendas gratuitas de Orren Boyle, aunque las vigas se cayeran sobre sus cabezas. Y lo harían porque les habrían dicho que olvidaran como si fuera pecado todo cuanto ahora los obligaba a aplaudir a Hank Rearden.

¿Por qué estaban dispuestos a renunciar a sus momentos más felices como si se tratara de un pecado? ¿Por qué estaban dispuestos a traicionar lo mejor de sí? ¿Qué les hacía creer que la Tierra era el reino del mal y que la desesperación, el destino obligado? Hank sintió como si se tratara de una incógnita que era preciso develar.

Se dijo que aquélla era la sentencia auténtica que le habían impuesto: descubrir qué idea, qué sencilla idea, a la cual el más simple de los mortales podía acceder, había obligado a la humanidad a aceptar las doctrinas que la conducían a su autodestrucción.

***

-Hank, no volveré a perder la esperanza nunca jamás –dijo Dagny la noche después del juicio-. Nada me tentará a renunciar, porque has demostrado que lo correcto siempre funciona y siempre triunfa. -Se interrumpió y añadió: -Cuando uno sabe qué es lo correcto.

Al día siguiente, mientras cenaban, Lillian le dijo:

-De modo que has ganado, ¿verdad?

Su voz tenía un acento despreocupado y no dijo nada más, sino que se quedó mirándolo como quien trata de descifrar un enigma. En la fundición, la Niñera le preguntó:

-Señor Rearden, ¿qué es una premisa moral?

-Algo que le dará muchas molestias –repuso Rearden.

El joven frunció el entrecejo, se encogió de hombros y dijo riendo:

-¡Qué maravilloso espectáculo! ¡Qué paliza les dio, señor Rearden! Lo escuché por radio y gritaba de entusiasmo.

-¿Cómo sabe que ha sido una paliza?

-¿Acaso no lo fue?

-¿Está seguro?

-Desde luego, estoy seguro.

-Pues lo que le hace estar seguro es una premisa moral.

Los periódicos guardaron silencio. Luego de la extraordinaria atención prestada al caso, actuaron como si aquel proceso no fuera siquiera digno de mención. Hicieron algunas referencias en sus páginas interiores, pero redactadas de un modo tan vago, que ningún lector pudo descubrir en ellas algún indicio de la controversia.

Los empresarios con los que se encontró parecían deseosos de evadir el tema. Algunos no hicieron comentarios y se esforzaron por parecer indiferentes, como si temieran que el mero hecho de mirarlo pudiese ser interpretado como una declaración. Algunos se aventuraron a comentar:

-En mi opinión, Rearden, usted fue muy imprudente... y creo que no estamos en época de ganar enemigos... No podemos provocar resentimientos.

-¿Resentimientos de quién?

-No creo que al gobierno le guste.

-Ya habrá observado las consecuencias de eso.

-No sé... El público no lo aceptará, va a haber una gran indignación.

-Ya vio cómo reaccionó el público ante el caso.

-Bueno, no sé... Hemos estado esforzándonos para no provocar acusaciones de egoísmo y de codicia y usted sólo le ha dado munición al enemigo.

-¿Prefiere acordar con el enemigo que usted no tiene derecho a su propiedad ni a sus ganancias?

-¡Oh, no! Nada de eso. Pero, ¿para qué caer en extremos? Siempre existe un término medio.

-¿Un término medio entre usted y sus asesinos?

-¿Por qué utilizar esas expresiones?

-Lo que dije durante el juicio, ¿es verdad, o no?

-Va a ser mal interpretado.

-¿Es verdad, o no? –repitió Rearden.

-El público es demasiado tonto para comprender estas cuestiones.

-¿Es verdad, o no? -preguntó por tercera vez.

-No es el momento para jactarse de ser rico mientras el pueblo se muere de hambre. Lo único que se consigue es incitarlos a apoderarse de lo ajeno.

-¿Cree usted que decirles que no tenemos derecho a nuestra riqueza y que ellos sí lo tienen, va a contribuir a aplacarlos?

-La verdad... no sé...

-No me gustan las cosas que dijo usted en el juicio -manifestó otro-. No estoy de acuerdo con usted en nada. Personalmente estoy orgulloso de trabajar por el bienestar público y no sólo en mi provecho. Me gusta pensar que tengo un objetivo más alto que sólo el de ganar mis tres comidas diarias y poseer una limosina Hammond.

-No me gustó esa idea de suprimir directivas y controles -dijo otro-. Creo que aunque se hayan exagerado un poco las cosas, no es posible imaginar una existencia sin control alguno. Creo que ciertos controles son necesarios: los que se hacen en beneficio público.

-Caballeros –dijo Rearden-, lamento haberme visto obligado a salvar sus condenados pescuezos al mismo tiempo que el mío.

Un grupo de empresarios encabezado por Mowen no hizo declaración alguna acerca del juicio, pero una semana más tarde anunció, con un inaudito despliegue publicitario, que patrocinaba la construcción de un parque de juegos para los hijos de los desempleados.

Bertram Scudder no mencionó el juicio en su columna. Pero diez días después escribió entre diversos chismes: "Podemos darnos una idea del prestigio público del señor Hank Rearden si observamos que, de todos los grupos sociales, aquel en el que parece más impopular es el de sus propios colegas del sector empresarial. Su anticuada agresividad parece excesiva incluso para esos voraces e insensibles paladines del lucro".