Asuntos Capitales
La economía política del déficit presupuestario
“Mis ideas acerca de la economía y la política de los déficit presupuestarios financiados mediante la deuda no gozan de una aceptación amplia entre mis colegas economistas. De hecho, mi pensamiento sobre este tema puede ser más próximo a aquel que emerge del sentido común del ciudadano ordinario.”
James M. Buchanan
MARTES, 13 DE ABRIL DE 2010
Introducción Mis ideas acerca de la economía y la política de los déficit presupuestarios financiados mediante la deuda no gozan de una aceptación amplia entre mis colegas economistas. De hecho, mi pensamiento sobre este tema puede ser más próximo a aquel que emerge del sentido común del ciudadano ordinario. Presenté por primera vez estas ideas en 1958 en libro Public Principles of Public Debt (Principios públicos de la deuda pública), que desafiaba la noción keynesiana entonces ortodoxa de que la deuda pública no entraña ningún deslizamiento temporal de la carga porque “la debemos nosotros mismos”. A la largo de tres décadas mis creencias básicas no han cambiado. Es mucho más importante lograr que los fundamentos del análisis sean correctos, a fines de los ochentas, de lo que fue en los cincuenta. Mi segundo esfuerzo de importancia fue un libro, Democracy in Deficit (La democracia en déficit), escrito en colaboración con Richard E. Wagner y publicado en 1978. Este segundo libro no examinaba las consecuencias económicas de las deudas y lo déficit; intentaba explicar por que los procesos de toma de decisión modernos o poskeynesianos generan una forma de financiamiento deficitario casi permanente. Mientras que el primer libro era un ataque contra la teoría macroeconómica keynesiana de la deuda pública, el segundo libro era un ataque contra las presuposiciones keynesianas acerca de la política democrática. Tal vez no deba sorprendernos que mis esfuerzos en ambos casos erizaron el plumaje de los economistas, quienes continúan bajo el dominio del paradigma macroeconómico impuesto a mediados del siglo pasado por la “revolución” keynesiana en el pensamiento económico. No continuaré la argumentación que prevalece en este contexto con otros economistas, pero resulta útil mencionar aunque sea brevemente la posición de mis adversarios como trasfondo para la discusión que sigue. Los principales elementales En los términos más sencillos, las consecuencias económicas de un déficit presupuestario financiado con deudas son equivalentes a las consecuencias económicas de un déficit financiado mediante endeudamientos en la cuenta de cualquier unidad económico-financiera, sea esta una persona, una familia, una corporación, un club, una iglesia o un sindicato de trabajadores. Cuando los ingresos que se obtienen son inferiores a los egresos o gastos actuales surge un déficit, y si no se incrementan los ingresos o se disminuyen los egresos el déficit o diferencia debe ser financiado pidiendo préstamos, en el caso de los gobiernos nacionales, que tienen la autoridad para emitir papel moneda, los déficit presupuestarios también pueden financiarse directamente mediante la emisión de dinero. Dejaré fuera de esta discusión esta posible fuente de ingresos, ya que el tema que nos interesa trata de las consecuencias de los déficit financiados por medio de deudas. Estas consecuencias en sí mismas pueden hacer de la monetarización un recurso de última instancia, aspecto que trataré en forma breve más adelante. Tanto para el deudor como para el acreedor, la venta y compra de instrumentos de deuda implica un desplazamiento temporal de la disponibilidad de fondos. El deudor se ve capacitado a adaptar más que sus ingresos al inicio del período presupuestal, pero se obliga a gastar menos que sus ingresos en algún periodo futuro. Por la otra parte, el acreedor gasta menos que sus ingresos en el periodo inicial pero se ve capacitado para gastar más que los ingresos en los periodos durante los cuales la deuda se amortiza. Como he sostenido a lo largo de tres décadas, el gobierno no es fundamentalmente diferente en estos sentidos de cualquier otro deudor. Se hace necesario volver a los orígenes debido a la inmensa confusión que priva en buena parte de las discusiones sobre la deuda pública y los déficit. Si descartamos una suspensión en el servicio de la deuda, la consecuencia económica primaria del gasto gubernamental financiado por deuda es la necesidad garantizada de que nosotros, como ciudadanos contribuyentes y beneficiarios de los programas positivos, deberemos renunciar a partes de nuestros ingresos en periodos futuros para poder cubrir los gastos de intereses y amortizaciones sobre la deuda. Una parte de nuestros ingresos futuros ha sido comprometida para satisfacer los legítimos reclamos de los acreedores del gobierno. No importa en absoluto si estos acreedores son ellos mismos ciudadanos o extranjeros. El financiamiento de los gastos gubernamentales corrientes mediante endeudamientos equivale a “devorar” el valor del capital nacional. Si definimos el valor capital descontando un flujo esperado de ingresos futuros, entonces cualquier desviación de dichos ingresos reduce este valor. Y lo hace de la misma manera como lo haría el consumo de bienes de capital. Al financiar los egresos públicos actuales mediante endeudamientos, en realidad lo que estamos haciendo es cortar el manzano para hacer leña, con lo cual reduciremos la cosecha del huerto para siempre. Con frecuencia se rechaza la analogía entre el consumo público financiado por endeudamiento y la destrucción del valor capital porque se argumenta que, siendo ciudadanos los acreedores de la deuda interna, las obligaciones contra los ingresos futuros de ésta se balancean exactamente contra las exigencias de quienes han comprado participaciones gubernamentales. Desde esta lógica macroeconómica simplista, no hay efectos sobre los valores del capital sumados sobre toda la economía. El absurdo de esta argumentación queda demostrado en cuanto reconocemos que quienes compran las participaciones en el gobierno lo hacen en forma completamente voluntaria en una transacción de intercambio y que, precisamente porque la compra es voluntaria, estas mismas personas pudieron haber empleado esos fondos sea para comprar otros activos privados que rindan ingresos o para el consumo privado durante el periodo inicial. En cualquier caso, los valores de capital de los acreedores en manos de aquellos que compraron participaciones gubernamentales no se pueden contra como contrapartes positivas del valor de capital negativo que necesariamente entraña la obligación de satisfacer caros futuros por intereses y amortización. Este valor negativo es un cargo contra la cartera de los ciudadanos, como miembros de la unidad política, y no se balancea por ningún incremento positivo al valor de capital asignado apropiadamente a este mismo portafolio. Este resultado es válido independientemente de las fuentes de los fondos iniciales prestados al gobierno. Deuda interna y deuda externa Este error lógico básico en el análisis también anima el conocido argumento según el cual la deuda en manos de extranjeros, así llamada deuda externa, es más onerosa que la deuda que está en manos de ciudadanos o de organizaciones domésticas. El error aquí se origina por no considerar las alternativas que inicialmente se ofrecen a quienes compran los títulos. Si son ciudadanos quienes compran los instrumentos de la deuda, se hace imposible el empleo alternativo d los fondos en la economía doméstica. Si los bonos son comprados por extranjeros, quedarían abiertas estas alternativas en la economía doméstica. Las reclamaciones contra ingresos futuros por parte de los extranjeros del segundo caso son exactamente equivalente al valor de los empleos de los fondos que siguen estando disponibles para su explotación como inversiones privadas o como oportunidades de consumo. Como ciudadanos, como miembros de la organización política del gobierno, quedamos exactamente en la misma posición si la deuda nacional está en manos de personas al interior o al exterior de la economía nacional. Se sugiere con frecuencia que el régimen de los ochenta de déficit masivos ha podido sostenerse sin perjuicios económicos mayores sólo gracias a que han sido extranjeros quienes han comprado grandes lotes de las obligaciones emitidas para financiar los déficit. De otro modo, se sugiere, los déficit presupuestarios de la magnitud experimentada habrían ejercido presiones ascendentes inaceptables sobre las tasas de interés. Mi conclusión acerca de los efectos equivalentes de la deuda externa y la doméstica o interna no contradicen tal sugerencia. El impacto de un déficit financiado con endeudamiento de cualquier tamaño sobre las tasas de interés dependerá de la oferta de fondos para prestar, y si los inversionistas extranjeros ofrecen fondos para los mercados de préstamos locales, sean públicos o privados, las tasas de interés serán menores de lo que serían de no disponerse de tales fondos de inversión extranjera. No hace ninguna diferencia si los extranjeros compran obligaciones privadas o gubernamentales. Arrinconamiento Una segunda fuente de confusión mayor, o al menos de ambigüedad, tiene que ver con la cuestión del “arrinconamiento”. Como el financiamiento de la deuda fuerza al gobierno a vender obligaciones a cambio de los fondos que proveen los acreedores, fondos que se consumen cuando gasta el gobierno, parece evidente que estos fondos podrían ser empleados por los prestadores para comprar obligaciones privadas que rindan ingresos. Los vendedores potenciales de obligaciones privadas (por ejemplo, firmas en busca de expandir sus facilidades de capital mediante la emisión de acciones o bonos) quedan “arrinconados”. Las obligaciones privadas sólo pueden entrar al mercado a tasas de interés que son muy superiores a aquella que prevalecerían de no existir la operación de préstamo del gobierno. Algunos economistas han cuestionado este argumento en apariencia simple; según ellos la cuestión de la deuda pública, en sí misma, estimula nuevos ahorros. De acuerdo con esta argumentación, los ciudadanos se darán cuenta de los gravámenes tributarios que están implicados en cualquier operación de endeudamiento público del periodo futuro. En consecuencia, ajustarán su comportamiento de tal manera que estos futuros pagos de gravámenes, que les serán impuestos a ellos o a sus descendientes, puedan ser más fáciles de cumplir. Según este escenario, el ciudadano, al poder observar el endeudamiento del gobierno hará ahorros adicionales mediante la reducción de sus tasas actuales de sus gastos de consumo. El ahorro adicional, en la medida en que ser realice, deberá equiparse con las demandas adicionales de fondos prestables que representa la operación de endeudamiento público. En el extremo, si los nuevos ahorros balancean completamente la situación, no habrá “arrinconamiento”. Y, aun de no ser completo, cualquier ahorro que se genere como resultado de la cuestión de la deuda pública atenuará el arrinconamiento de la formación de capital privada más allá de lo sugerido por el argumento inicial. Mi propia posición es que el hecho de que el financiamiento por endeudamiento de los déficit presupuestarios “arrincone” o no a la inversión privada y a la formación de capital es esencialmente una cuestión no es mi intención sugerir que carezca de importancia. En vez de ello sugiero que es inexcusable que los economistas se concentren injustificadamente en esta discusión, que suponga que no ocurre ningún arrinconamiento. Supongamos que los déficit financiados por deuda no tiene efectos sobre la tasa de interés, y por ende sobre la tasa de formación de capital en la economía. Este resultado requeriría que los nuevos ahorros generados fueran suficientes para financiar por completo todos los instrumentos de deuda gubernamental ofrecidos. La consecuencia económica primaria del financiamiento por endeudamiento de los déficit seguiría estando presente aun en este caso extremo y totalmente fuera de la realidad. Seguirá habiendo una demanda neta contra los flujos de ingresos privados futuros en la economía, demanda detentada por los acreedores del gobierno, todas aquellas personas, individuos u organizaciones, domésticos o extranjeros, que posean títulos gubernamentales. Los impuestos, que por su propia naturaleza son coercitivos, tendrán que imponerse en contra personas para poder generar los ingresos necesarios para financiar el pago de intereses sobre la deuda. Por definición, aquella parte de los ingresos privados que deba destinarse al pago de impuestos no puede estar disponible para usos privados como podrían desear los individuos, tanto para efectos privados como podrían desear los individuos, tanto para efectos privados como públicos. Se hará presente la carga de tener que efectuar pagos de impuestos a partir del ingreso personal, independientemente del comportamiento de aquellos que hagan las decisiones del periodo inicial respeto a cuánto ahorrar y cuánto consumir. La persona que enfrente un impuesto para financiar el pago de intereses no establecerá ninguna relación entre el ahorro que sus padres puedan o no haber hecho y la deuda que se contrajo anteriormente. La persona que enfrente un impuesto para financiar el pago de intereses no establecerá ninguna relación entre ahorro que sus padres puedan o no haber hecho y la deuda que se contrajo anteriormente. La persona que encare un impuesto así razonará simplemente a partir del hecho observado de que los ingresos que de otra manera podría usar se le quitan así razonará simplemente a partir del hecho observado de que los ingresos que de otra manera podría usar se le quitan mediante impuestos. El resultado es análogo precisamente al ejemplo de la huerta de manzanas que mencionamos anteriormente. Si el producto de tres de los árboles dentro de la propiedad nominal de un individuo se destinan al servicio de la deuda, esto es completamente equivalente a tener una huerta con tres árboles menos. ¿Cuánto tiempo podemos gravar el futuro? Las implicaciones descriptivas del análisis más elemental son claras. El gobierno federal se ha embarcado en un patrón de gastos financiados por endeudamiento que no puede sostenerse indefinidamente. El hecho de que el gobierno no pueda caer en bancarrota en ningún sentido análogo a la bancarrota de personas o de firmas comerciales no modifica nada la proposición central. Por supuesto, los poderes últimos que el gobierno tiene para recaudar impuestos y crear dinero garantizan que se respetarán todas las demandas por deudas a valor nominal, pero no nos ofrecen una opción viable para una reforma permanente, ni un incremento continuado de la proporción de la proporción de los impuestos recaudados, destinada al pago de intereses ni tampoco una monetarización inflacionaria de las deudas nominales. Es necesario reducir el déficit presupuestal. Pero, ¿cuáles son las consecuencias de esta reducción? Es necesario recortar, tal vez dramáticamente, las tasas actuales de gasto gubernamental, y/o incrementar quizá dramáticamente las tasas impositivas actuales. Cualquiera de estas dos opciones, o cualquier combinación de ellas también debe tener serias consecuencias económicas. Los recortes en el gasto reducirán los beneficios esperados por todas aquellas personas y grupos que han anticipado programas de expansión continuos. Los aumentos en los impuestos, reducirán los ingresos disponibles para los individuos privados, una proporción de los cuales se habrían destinado a la inversión privada. Podría predecirse que una reducción en el déficit, financiada por un recorte en las tasas del gasto gubernamental o por un incremento en las tasas de los impuestos, haría descender la tasa de interés, ya que la reducción de la demanda gubernamental de fondos prestables no quedaría completamente compensada por una reducción en la oferta de tales fondos. Este efecto sobre la tasa de interés es a su vez una consecuencia secundaria de la reducción o eliminación del déficit. La consecuencia primaria es un desplazamiento de la incidencia del pago de los programas gubernamentales que cambia de causantes futuros a aquellos que están activos durante el periodo en que el gobierno hace realmente sus erogaciones. En algún punto será necesario realizar este desplazamiento en la incidencia temporal del gasto gubernamental. El crecimiento real de la economía nacional puede posponer el día en que se llegue a esa decisión, pero el pago de intereses no puede absorber de manera permanente una proporción creciente del presupuesto federal. ¿Es necesario cambiar las reglas? ¿Acaso hay buenos prospectos de que nuestros procedimientos democráticos de decisión puedan lograr este cambio de incidencia? ¿No será necesario predecir que estos procesos operarán para asegurar que el dilema del déficit empeore mucho antes de que mejore? ¿Después de haberse embarcado en este patrón de gasto financiado por endeudamiento, podrá nuestra estructura política, tal como está organizada hoy en día, salir airosa del desafío que enfrenta? No creo que pueda ni que vaya a hacerlo. Como todos podemos observar, parece haber costos políticos casi insuperables implicados tanto en una reducción de los gastos como en el aumento de impuestos. La política moderna de Estados Unidos opera en concordancia con un conjunto de reglas que vuelven casi imposible una resolución efectiva de la cuestión del déficit. Debe quedar clara la implicación de esto. Sólo podemos esperar mejorías o reformas si se cambian las reglas. Debido a esta convicción, desde hace mucho he apoyado resueltamente las proposiciones de enmienda a la constitución que exijan un balance presupuestal. No desarrollaré aquí el argumento a favor de tal enmienda. Lo he hecho en muchas ocasiones anteriormente, y no es éste mi cometido actual. En vez de ello deseo adoptar una perspectiva “realista” y examinar lo que parece hoy, a fines de los ochenta, el escenario más probable. Independientemente de lo que yo pudiera esperar en lo personal hoy no puedo predecir la instrumentación de una enmienda a la constitución que pueda asegurar un presupuesto balanceado en el decenio próximo. Es más, no pienso que los compromisos congresionales en la forma general Gramm-Rudman se vuelvan efectivos. Bien pueden darse esfuerzos del congreso que sean casi exitosos en el corto plazo para reducir el tamaño de los déficit presupuestales sin cambios en las reglas o procedimientos básicos de decisión. Incluso estos esfuerzos pueden llegar a ser contraproducentes a largo plazo debido a que pueden, en la medida en que tengan éxito en el corto plazo, servir sólo para distraer la atención de la reforma estructural de procedimientos que se requiere. Cualquier restablecimiento del congreso como ese de una disciplina fiscal efectiva podría y sería probablemente disipado de manera rápida por un retorno hacia la intemperancia fiscal. Si se da credibilidad a este prospecto, ¿por qué habrían de incurrir los dirigentes políticos en costos políticos y económicos presentes a fin de beneficiar a líderes políticos y representantes que vendrán después? Prospectos de incumplimiento Así pues, ¿qué podemos esperar con realismo? ¿Las constantes expresiones de preocupación harán algo sobre los déficit financiados por deuda, tomando en cuenta su magro éxito? ¿Lo harán interesantes cada vez más gravosos que consumen porciones más y más grandes de los egresos del presupuesto federal? En algún punto de una secuencia como ésta, el incumplimiento o el repudio de la deuda nacional debe convertirse en un tema político central. Como la deuda nacional de los Estados Unidos está tasada casi exclusivamente en dólares, puede reducirse su valor real mediante la emisión de dinero en su límite a cero, dramáticamente. Hay dos vías en las que puede tomar lugar el incumplimiento mediante la monetarización. Primera, las autoridades monetarias de la Reserva Federal podrían sencillamente comprar todas las obligaciones corrientes de gobierno con dólares recién creados. Bajo tales circunstancias, se garantizaría a todos los acreedores el valor nominal completo de sus créditos. La inflación generada por el dinero recién emitido reduciría los valores reales de todas las obligaciones fijas de la economía; la operación sería equivalente a gravar con impuestos a todos los tenedores de tales obligaciones. De manera alternativa, la autoridad monetaria podría genera inflación expidiendo dinero adicional a través de los canales ordinarios, reduciendo de esta forma los valores reales de todas las deudas nominales circulantes, tanto pública como privadas. En este caso los efectos serían casi equivalentes a los de la primera operación: la incidencia efectiva sería sobre los tenedores de obligaciones fijas. Es más probable que ocurra la segunda de estas operaciones que la primera, acompañada por la negativa de todos los involucrados en cuanto a que se trate de un intento explícito de no caer en incumplimiento respecto a la deuda nacional. La relación entre la deuda nacional y otra ronda de inflación merece ser observada más cerca. La inflación efectuará una reducción del valor real de la deuda pública pendiente; la deuda como proporción del PIB podría incluso nivelarse y hasta decrecer. Por esta razón, resultan muy sospechosas todas las comparaciones entre el tamaño de la deuda nacional y el PIB, ya que la proporción de deuda a producto se puede reducir dramáticamente mediante una inflación masiva. No obstante, una política de tal envergadura puede resultar mucho menos efectúa (desde la perspectiva del gobierno) a fines de los ochenta y principios de los noventa de lo que resultó en el decenio de los setenta. Dado que hoy en día la deuda circulante se concentra más en instrumentos de corto plazo, las expectativas inflacionarias se verían rápidamente traducidas en las tasas de interés. A medida que el gobierno intentara dar vuelta y refinanciar instrumentos de deuda que llegasen al vencimiento, los pagos de intereses se elevarían para alcanzar la inflación anticipada. Los resultados fiscales aparentemente benéficos tendrían efectos sobre todo en el corto plazo. En algún punto de esta secuencia, es indudable que la discusión política tocaría en forma más explícita el repudio de la deuda nacional; el hecho de que la mayoría de los comentaristas sobre el déficit, incluyendo economistas, soslayen un examen serio del repudio de la deuda me parece análogo a cruzar un cementerio silbando. Cuando consideramos el incumplimiento seriamente, nos damos cuenta de que los argumentos contra un cambio de política drástico no son ni tan fuertes ni tan auto evidentes como nos gustaría esperar. No me es posible en este lugar desarrollar por completo los argumentos contra un cambio de política drástico no son ni tan fuertes ni tan auto evidentes como nos gustaría esperar. No me es posible en este lugar desarrollar por completo los argumentos de ambos bandos, pero permítaseme formular la cuestión como sigue: ¿Por qué habría que coaccionar a los contribuyentes y a los beneficiarios de los impuestos que vivan en el año 2000 a pagar los beneficios de los programas públicos que nosotros, los contribuyentes y los beneficiarios de los ochenta hemos consumido? ¿Por qué habrían de pagar los contribuyentes de un período futuro (que por supuesto puede incluirnos a muchos de nosotros) por los dispendios de hoy? He examinado esta pregunta con cierto detalle, y el argumento más fuerte que pude encontrar contra el incumplimiento estriba en el reconocimiento legítimo de los reclamos sostenidos por los acreedores. Aquellos que están comprando obligaciones gubernamentales, y los que lo han hecho en el pasado, lo hacen y lo han hecho bajo la expectativa de que sus derechos serán respetados. Repudiar tales obligaciones equivaldría a una violación contractual, y nos gusta vivir dentro de un sistema legal en el cual respetan los contratos. Sin embargo, los gobiernos nos han roto contratos en muchas ocasiones anteriores, y, después de todo, ¿con quién celebraron el contrato los acreedores? No deseo sugerir que los argumentos a favor del repudio de las deuda nacional llegaran a ser dominantes en lo político. Lo que sugiero en cambio es que el incumplimiento se volverá cada vez más discutido a medida que continúe el patrón de gasto financiado por endeudamiento. El incumplimiento, claro está, implicaría un alto a nuevos préstamos, al menos por un tiempo, puesto que los prestamistas devendrían bastante escasos. No obstante, obsérvese que el repudio de la deuda eliminaría el enorme componente que significan los intereses en el presupuesto. Así pues, una vez que rebasemos el umbral donde los cargos anuales por intereses excedan el déficit anual (lo cual no está lejos), realmente será el interés de los contribuyentes y beneficiarios de los impuestos repudiar la deuda. Conclusiones Tanto nuestras estructuras fiscales como las monetarias se encuentran actualmente en desorden. Como miembros del cuerpo político, todos nos estamos comportando irresponsablemente en nuestro poco deseo por observar, analizar y por último apoyar reformas estructurales que ofrezcan las únicas perspectivas de una mejoría permanente. Hemos permitido que, accidentalmente, unas autoridades monetarias casi independientes se hicieran de un monopolio sobre los asuntos que atañen al dinero fiduciario sin control efectivo de mercado o político. ¿Quién puede predecir un camino aleatorio, que es la mejor forma de caracterizar la clase de sistema monetario que hoy padecemos? Al lado de esta autoridad monetaria de camino aleatorio, tenemos una estructura fiscal de la que ha sido prácticamente eliminada toda pretensión por balancear los costos de los impuestos contra los beneficios de los gastos. Sin embargo, el problema no es la irresponsabilidad de los dirigentes políticos, tanto en las ramas ejecutiva o legislativa del gobierno. El problema es que las reglas del juego son tales que la prudencia y responsabilidad fiscales se encuentran más allá de los límites de lo políticamente realizable. Los contribuyentes disfrutan los beneficios del gasto público; no disfrutan con el pago de impuestos. La política del déficit es tan sencilla como esto. La tragedia es que tantos de nosotros nos demos cuenta con claridad de lo que está sucediendo y sigamos siendo impotentes para hacer algo al respecto. Con frecuencia he hablado a favor de una genuina “revolución constitucional”, pero ¿cómo podemos avanzar hacia su realización? A pesar de todo, permítaseme terminar con una nota más bien optimista. A lo largo de una década se ha discutido seriamente acerca de la propuesta de enmienda constitucional para un balance presupuestario, y ello en niveles políticos importantes. Gramma-Rudman expresa por lo menos un reconocimiento de la necesidad de varios tipos de pre-compromisos fiscales. Por último, los economistas están a punto de darse cuenta de la necesidad de examinar cambios estructurales básicos en nuestras instituciones económicas y políticas, y sobre todo en nuestra estructura monetaria y fiscal. Todos estos probablemente sean precursores necesarios de una reforma a las reglas fiscales y monetarias. Si, y se trata de un sí muy grande, tan sólo pudiéramos iniciar esta reforma antes de que sea demasiado tarde. |