En las primeras dos semanas de este año flamante detecto que algunos medios en México siguen buscando un asunto que nos conmueva hasta los huesos o que, al menos, nos produzca un escalofrío de horror que recorra nuestra espalda desde la médula espinal hasta la base del cráneo. Intento repetidamente fallido.
El problema para los encargados de conmover al mundo cada 24 horas o antes (eso, conmover al mundo, era lo que yo les pedía a los reporteros del periódico que dirigí en el agitado segundo semestre de 2008), es que no encuentran todavía el espectro capaz de sobrevivir a la intemperie de la opinión popular más de un día. La fabricación de fantasmas en este 2011 no será sencilla o tal vez los colegas periodistas llegaron con el instinto escandalizador un poco entumecido tras las efusiones del fin de año.
Menciono al vuelo, sin importar el orden cronológico, tres espectros que no han cuajado a pesar de los voluntariosos esfuerzos de sus creadores. Primero, se deseó desatar una epidemia de “hemofobia”, terror a la sangre derramada, con el estribillo de “no más sangre”. La consigna buscaba, saltó a la vista, convertir al gobierno federal y específicamente al Presidente en una especie de causa final de los cientos de muertes violentas acaecidas durante el 2010 en el país; pero no ha cuajado. Decir que en México estamos peor, en materia de hechos violentos, que en Afganistán es ya una temeridad improbable, pero es aún más increíble hacer responsable de todas y cada una de dichas tragedias al Presidente, cual si fuese un diosecillo cruel e insensible capaz de tripular a distancia millones de conciencias y de voluntades. Así, la epidemia de “hemofobia” no cuajó.
Después algún periódico capitalino probó suerte con el fantasma de la inflación recurriendo a una grosera falacia de composición: si suben algunos precios de alimentos el azote inflacionario está a la vuelta de la esquina. La estratagema fue desecha en cuestión de horas. Mi amigo el profesor Arturo Damm publicó un didáctico artículo que muestra con claridad que el alza en los precios de ciertos bienes y servicios –por entrañables que algunos de esos bienes parezcan, digamos: la tortilla-, no configura por sí misma la inflación; ello, porque la inflación es un fenómeno monetario. Otro amigo, Joel Martínez, les recordó a los aprendices de espantadores que la apreciación del peso más que neutraliza los efectos que dichas alzas aisladas pudiesen tener sobre la inflación. Y por si fuese poco Rodolfo Campuzano de plano desmintió el alarmista titular de primera plana en sus mismos términos: “La inflación no es una amenaza”, y explicó: la debilidad de la demanda interna impide que los aumentos de precios en los mercados internacionales se trasladen automáticamente a los precios locales. Estas explicaciones sí se conduelen con lo que dicen los números.
Un tercer fantasma diseñado para causar conmoción fue el tratamiento, carente no sólo de ética sino de un elemental decoro, que algún locutorcillo de la televisión le dio, en execrable entrevista, al tristísimo asunto de un cantante acusado de abusar sexualmente de una menor. Esta inmersión a fondo en el fango moral –que parece el medio de vida soñado por algunos– tampoco prosperó.
Será por eso que George Bernard Shaw decía: “Por lo visto, los periódicos no saben distinguir un accidente de bicicleta del hundimiento de la civilización”.