4/2/2008
El problema de la productividad
Roberto Salinas

El problema de la economía mexicana no es un problema de restricción monetaria, o de falta de asistencialismo fiscal, o de menores niveles de gasto público de inversión, o de variaciones en el ciclo de negocios al norte de la frontera. El problema fundamental es un problema de productividad.

En ausencia de medidas que impulsen el nivel de productividad, se generan fuertes distorsiones, tanto en el aparato productivo, como en el ejercicio de la política económica. Un caso clásico lo encontramos en los mercados laborales. Las negociaciones salariales se celebran como si todavía viviéramos en un ambiente de alta inflación. Si los aumentos, en universidades o en sindicatos importantes o en empresas multinacionales, se dan muy por encima de la inflación, sin que estos estén respaldados por un aumento en la productividad de la unidad laboral, se está generando un potencial problema de desempleo estructural.

A primera vista, habrá quienes piden una política monetaria activa, o un apoyo por parte del gasto en infraestructura, una depreciación controlada del tipo de cambio o alguna medida similar de estímulo artificial. El problema, sin embargo, reside en la inflexibilidad de los mercados laborales—y en todos los costos y sobre-costos que pagan las empresas por concepto de complicadas prestaciones laborales.

Son estos mismos costos que, junto con toda una complicada gama de impuestos, que impulsan a varios pequeños empresarios a compensar los altos costos de oportunidad de trabajar dentro del sector formal hacia actividades extra-legales.

De hecho, bajo este escenario, el banco central, si cumple con su mandato de darle al consumidor una mejor unidad de cuenta, tenderá a apretar las condiciones monetarias, no a relejar las mismas. Surgirán toda clase de acusaciones y de calificativos, vaya, en un día de estos, hasta brigadas o comandos “anti-anti-inflacionarios.” Pero la causa final será la falta de flexibilidad en los mercados laborales, que no permite los espacios para lograr que un aumento del salario se vea reflejado en un aumento de productividad.

La distorsión en la política económica es que la política monetaria se ve obligada a asumir una sobrecarga de ajuste, al no contar con el respaldo de un marco laboral que sea más flexible. Esta, podría decirse, es una “finura” de la política económica. Sin embargo, el costo de no reconocer esta distorsión se refleja en una ignorancia crónica sobre el grupo de condiciones internas que requiere la economía real para salir de su estado permanente de mediocridad, y baja competitividad.

Sin duda, sería mucho pedir a nuestra lamentable clase política que reconociera los argumentos de una reforma integral en la productividad—por ejemplo, que se reconozca que la finalidad de un sistema tributario no es recaudar más, sino proporcionar facilidades para el trabajo, para la actividad empresarial, o sea, que sea sencillo emprender. O, que se reconozca que debemos erogar altos costos derivados de la onerosa ola de regulaciones que se deben de cumplir; o los costos de electricidad, gas natural o incluso de la gasolina local. Vaya, todos esos costos reales, costos de transacción, impiden destinar los ingresos de las empresas en estrategias que logren aumentar la productividad laboral—como, por ejemplo, capacitación, inversión en tecnología, o la adopción de mejoras en la forma en que se administra una empresa.

La ausencia de las reformas estructurales en energía, en electricidad, en el mercado laboral, en seguridad, en estado de derecho, representa un alto costo de oportunidad para sacar adelante al aparato empresarial. Es salvaje no avanzar en estos rubros, sobre todo cuando dinosaurios citan la soberanía nacional como excusa para seguir como estamos—o sea: pobres, subdesarrollados, pero muy soberanos, muy revolucionarios.

 



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