El problema de la
economía mexicana no es un problema de restricción
monetaria, o de falta de asistencialismo fiscal, o de
menores niveles de gasto público de inversión, o de variaciones en el ciclo de
negocios al norte de
En ausencia de medidas
que impulsen el nivel de productividad, se generan fuertes distorsiones, tanto
en el aparato productivo, como en el ejercicio de la política económica. Un
caso clásico lo encontramos en los mercados laborales. Las negociaciones
salariales se celebran como si todavía viviéramos en un ambiente de alta
inflación. Si los aumentos, en universidades o en sindicatos importantes o en
empresas multinacionales, se dan muy por encima de la inflación, sin que estos
estén respaldados por un aumento en la productividad de la unidad laboral, se
está generando un potencial problema de desempleo estructural.
A primera vista, habrá
quienes piden una política monetaria activa, o un apoyo por parte del gasto en
infraestructura, una depreciación controlada del tipo de cambio o alguna medida
similar de estímulo artificial. El problema, sin embargo, reside en la inflexibilidad
de los mercados laborales—y en todos los costos y sobre-costos que pagan las
empresas por concepto de complicadas prestaciones laborales.
Son estos mismos costos
que, junto con toda una complicada gama de impuestos, que impulsan a varios
pequeños empresarios a compensar los altos costos de oportunidad de trabajar
dentro del sector formal hacia actividades extra-legales.
De hecho, bajo este
escenario, el banco central, si cumple con su mandato de darle al consumidor
una mejor unidad de cuenta, tenderá a apretar las condiciones monetarias, no a
relejar las mismas. Surgirán toda clase de acusaciones y de calificativos,
vaya, en un día de estos, hasta brigadas o comandos “anti-anti-inflacionarios.” Pero la causa final será la falta de
flexibilidad en los mercados laborales, que no permite los espacios para lograr
que un aumento del salario se vea reflejado en un aumento de productividad.
La distorsión en la
política económica es que la política monetaria se ve obligada a asumir una
sobrecarga de ajuste, al no contar con el respaldo de un marco laboral que sea
más flexible. Esta, podría decirse, es una “finura” de la política económica.
Sin embargo, el costo de no reconocer esta distorsión se refleja en una
ignorancia crónica sobre el grupo de condiciones internas que requiere la
economía real para salir de su estado permanente de mediocridad, y baja
competitividad.
Sin duda, sería mucho
pedir a nuestra lamentable clase política que reconociera los argumentos de una
reforma integral en la productividad—por ejemplo, que se reconozca que la
finalidad de un sistema tributario no es recaudar más, sino proporcionar
facilidades para el trabajo, para la actividad empresarial, o sea, que sea
sencillo emprender. O, que se reconozca que debemos erogar altos costos derivados
de la onerosa ola de regulaciones que se deben de cumplir; o los costos de
electricidad, gas natural o incluso de la gasolina local. Vaya, todos esos
costos reales, costos de transacción, impiden destinar los ingresos de las
empresas en estrategias que logren aumentar la productividad laboral—como, por
ejemplo, capacitación, inversión en tecnología, o la adopción de mejoras en la
forma en que se administra una empresa.
La ausencia de las
reformas estructurales en energía, en electricidad, en el mercado laboral, en
seguridad, en estado de derecho, representa un alto costo de oportunidad para
sacar adelante al aparato empresarial. Es salvaje no avanzar en estos rubros,
sobre todo cuando dinosaurios citan la soberanía nacional como excusa para
seguir como estamos—o sea: pobres, subdesarrollados, pero muy soberanos, muy
revolucionarios.