Frecuentemente el hombre es víctima de sus propios mitos y fantasmas. Los genera de forma artificial y, sin querer, crea su propia ruina. El mito de la riqueza, del cerdo capitalista o del empresario malvado son algunos de ellos. Una sociedad que mira con odio, envidia y hostilidad a los "cerdos capitalistas", sin saberlo, se está perjudicando a sí misma.
Pongamos el caso de Juan Plátano. Juan no acabó ni la primaria, pero aprendió a leer, escribir y hacer cuentas. Desde pequeño cargaba canastas en La Merced. Ganaba para comer y ayudar a su familia. Juan es un muchacho inquieto y soñador. Se le ocurrió comprar plátanos maduros, de esos que los clientes despreciaban por su mal aspecto. Juan ofreció comprarlos a bajo precio y el vendedor aceptó de buena gana. Eran los plátanos ideales para freír en aceite. Ya preparados los vendía diez veces lo que le habían costado, la gente pagaba con mucho gusto pues estaban deliciosos. Como no se daba abasto para surtir, contrató trabajadores. Su negocio creció como espuma. Acumuló suficiente dinero para comprar un local, luego otro, luego camionetas. Cuando apenas cumplía 20 años ya era un millonario y andaba pensando en incursionar en nuevos negocios.
Juan empezó a despertar envidias. El éxito de su iniciativa lo hacía diferenciarse de otros comerciantes que apenas vivían al día. Algunos sospechaban que estaba lavando dinero, otros lo veían como un malvado explotador, un “cerdo capitalista”. Sin embargo, allí están los hechos: Cada centavo que ganó Juan vendiendo plátanos fritos, lo hizo de buena lid, él ofrecía su mercancía y el cliente decidía si compraba o no.
De hecho, ningún cliente compra para perjudicarse a sí mismo, si compra es porque siente que ese producto le beneficia, sea para calmar su hambre o satisfacer un capricho. Al pagar, el cliente está dando sanción social al vendedor, es un voto de aprobación a la actividad del que vende plátanos fritos u otro bien. El vendedor entrega un plátano sintiendo que la moneda vale más que el plátano; el comprador siente que el plátano vale más que la moneda que entrega. Ambos sienten que es una operación provechosa. Ambos, comprador y vendedor, se enriquecen. Si uno de los agentes sintiera que pierde, simplemente no intercambia. En mercados libres nadie está obligado a intercambiar, todo es por mutuo acuerdo y libertad soberana. No hay delito alguno en la actividad comercial.
El agente comprador hace una sola operación y el agente vendedor hace miles de operaciones. Por eso es que el vendedor "acumula" miles o millones de pesos. Pero acumuló dando beneficio a miles de personas. No hay pecado alguno, más bien, hay altruismo legítimo, racional.
Véase que el vendedor de plátanos fritos, joven emprendedor, ha penetrado en una dinámica muy peculiar que es necesario entender para no ahorcar a nuestros benefactores.
Es posible que nuestro empresario Juan Plátano se construya la casa de sus sueños: Compra un gran terreno, ladrillos, varilla; contrata arquitectos, ingenieros, albañiles y cientos de trabajadores. Pero cada compra genera una cadena de beneficios que no se ven. Piense en los que hacen la varilla, los trabajadores que sacan el metal de la mina, los que lo transportan, los que funden y dan forma al hierro. Y así con la pintura y con cada cosa que adorna su palacio.
Como todo empresario, el cerebro de Juan se empieza a revolucionar y ahora sueña con abrir nuevos negocios. Compra una flotilla de camiones para dar servicios de transporte. Sigue creciendo y contratando a más empleados. Muchas familias tienen alimento en casa gracias a las iniciativas del empresario Juan Plátano.
Cuando a Juan Plátano ya no se le ocurre fundar nuevos negocios, se le ocurre guardar el dinero en un banco. No obstante, hasta en eso está beneficiando a mucha gente, pues el dinero no se queda en la bóveda de seguridad, ya que el banquero lo usa para otorgar crédito a individuos que quieren crear nuevos negocios o que necesitan resolver alguna contingencia.
Nótese que cuando Juan estaba pobre se comía un pollo y ahora que es millonario no come cien pollos, consume igual o menos. Pero aun cuando comiera cien pollos no estaría perjudicando a nadie pues el granjero, el transportista, los cocineros y todos los que participan en el proceso estarían contentos con el consumo del millonario. Pero la realidad es que la curva de consumo de cualquier “cerdo millonario” es horizontal. Es imposible que consuma su fortuna para sí mismo.
La fortuna del empresario sirve fundamentalmente a otros, especialmente a los pobres, no porque sea su propósito ser dama de caridad, sino por la dinámica propia del sistema capitalista. Juan siente que si no invierte el dinero, se le estará depreciando. Además lo invierte en aquellos negocios que cree le darán mayor rentabilidad. En otras palabras, invierte donde puede vender lo que produce, donde su capital cubre necesidades de la gente, de otra manera, perdería su inversión. Claro, puede cometer errores, y los tendrá que pagar con la pérdida de su dinero. Así es la vida del empresario, siempre trabaja bajo riesgos, puede ganar o perder todo y quedar peor que pobre.
La historia de Juan Plátano no es muy diferente de la de cualquier empresario normal. En su afán de vivir mejor pueden hacer grandes fortunas, pero es imposible que se las coman o se las lleven a la tumba. Sea o no su propósito, toda su fortuna termina por beneficiar a otros. De hecho, cada peso que invierten genera, de manera óptima, beneficios para la sociedad. Es la naturaleza de la economía de Mercado, es decir, del capitalismo.
Si logramos comprender que la actividad, sin freno ni control, de parte de los empresarios es lo que genera el máximo beneficio a la sociedad, lo menos que debemos hacer es dejarlos en completa libertad, sin regularlos, sin controlarlos o limitarlos.
En realidad, ningún empresario decide arbitrariamente, están bajo el control crudo, autoritario y rudo de un juez severo que se llama: mercado, que lo forman un sin número de compradores y competidores.
Cualquier empresario que no sabe responder a las necesidades de los consumidores, será castigado desde el momento en que la gente no compra su producto. Y esa es la máxima señal del mercado para que el empresario decida corregirse o retirarse.
Si el empresario es exitoso, es decir, gana mucho dinero, salen los políticos demagogos para gritar que deben pagar más impuestos. Pero es un error rotundo aplicar la política de impuestos progresivos a los empresarios. El dinero tiene efectos multiplicativos si los invierte o los gasta el empresario; mientras que en manos del gobierno, los efectos son destructivos.
Ningún burócrata del Estado puede tomar mejores decisiones que los empresarios y esto es porque el funcionario de gobierno usa un dinero que no es de su propiedad ni le costó trabajo ganarlo. Si el burócrata toma malas decisiones, nada pierde pues tiene su sueldo seguro.
Por tal razón, la mejor política es no cobrar impuestos a los empresarios. O, precisando más, las empresas, sean personas físicas o morales, no deberían pagar impuestos. Quizás cobrar un bajo impuesto a lo que el empresario declara como ingreso personal.
Es tiempo de ver diferente al empresario, desde el que empieza vendiendo plátanos hasta el más exitoso; no como un cerdo capitalista que se pudre en su dinero, sino como un hombre que da inmensos e insospechados beneficios a la sociedad. La fortuna de ese empresario y de cualquier hombre debe verse como la medida de bondad para con sus semejantes: Ganas poco, das poco beneficio; ganas muchos, eres un héroe de la nación.
Algún día, cuando comprendamos la naturaleza del empresario, dejaremos de hostilizarlos y podremos imitar a los chinos de hoy día, quienes consideran a los empresarios más ricos no como cerdos capitalistas, sino como los verdaderos héroes de la nación. Y cuando nuestro hijo nos diga “quiero ser un cerdo capitalista” nos llene de orgullo.