Encuentro con un optimista en el Senado
En los meses previos a la aprobación, por el Senado mexicano, del Tratado de Libre Comercio de Norteamérica (TLCAN) fui invitado a presentar una pequeña ponencia en el mismo Senado acerca de las previsibles consecuencias de la apertura comercial para los productores agrícolas, así como para los consumidores mexicanos de alimentos.
La ponencia se encaminó a desenmascarar el mito de la autosuficiencia en la producción de alimentos, no sólo como una meta inalcanzable sino como uno más de esos nocivos anzuelos que los políticos lanzan al ruedo para engatusar a los electores incautos, al tiempo que protegen a grupos minoritarios de presión que viven de todo el catálogo de subsidios, barreras comerciales, protecciones, créditos blandos (que suelen acabar en cartera incobrable de la banca de desarrollo, que a su vez se le carga a la cuenta de los contribuyentes) y demás “ayudas al campo” que se han inventado los gobiernos.
Fui escuchado con cortesía e indiferencia por los senadores y al terminar fui abordado por un hombre joven que elogió mi presentación, me solicitó una copia de la misma y me entregó su tarjeta. Era el director de una pequeña agroindustria en Guanajuato, dedicada a la producción de hortalizas. Me comentó que en su empresa esperaban ansiosos la aprobación del TLCAN ya que conjeturaban que ello les abriría los mercados de Estados Unidos y Canadá donde esperaban arrasar por calidad y por precio. La apertura significaría crecer aceleradamente para satisfacer a esos mercados, ávidos y con gran poder de compra, lo que a su vez generaría economías de escala en la producción de forma que -en un círculo virtuoso- se abatirían los costos de producción lo que se reflejaría en precios aún menores y en la conquista de porcentajes cada vez mayores del mercado. Nada nuevo: La vieja receta de la productividad estimulada por el libre comercio y que se traduce en mayor prosperidad para todos.
Me sorprendió el entusiasmo del pequeño empresario, toda vez que contrastaba con los sombríos augurios de muchos “expertos” y con las protestas vehementes de sindicatos y organizaciones de campesinos y productores agropecuarios afiliados al entonces todavía todopoderoso PRI.
Hoy prácticamente la totalidad de los pepinos (frescos y en conserva, de las más diversas variedades y para todos los gustos) que se venden en Estados Unidos y en Canadá provienen de la agroindustria de ese visionario optimista que me abordó entonces en el Senado. Pepinos, brócoli, ajo, cebolla, lechugas, calabazas, chícharos, papa, chiles, champiñones. La variedad de productos agropecuarios mexicanos que compiten con gran éxito en Norteamérica y en el mundo –de entonces a la fecha México ha firmado multitud de tratados de libre comercio bilaterales y se ha incorporado plenamente a la Organización Mundial de Comercio- es impresionante. Sin embargo, los periodistas, los políticos y hasta los académicos, que reflexionan sobre el campo mexicano desde un cómodo cubículo en las ciudades, parecen seguir pensando que en México sólo producimos maíz y frijoles en pequeñas parcelas, sin sistemas de riego, sin ningún implemento tecnológico, y en condiciones de miseria.
Lo triste es que sí, en efecto, aún hay miles de campesinos atados a cultivos tradicionales que viven en condiciones de miseria. Por increíble que parezca la principal razón de su atraso hay que buscarla en la “generosa protección” que les dieron los políticos contra los supuestos peligros del comercio libre y de la producción rentable sin subsidios gubernamentales. Como se sabe, en su gran “sabiduría” los políticos mexicanos y estadounidenses excluyeron de la apertura comercial inmediata a productos agrícolas “sensibles” (maíz, frijoles, azúcar, leche, entre otros) y postergaron la temida apertura la friolera de 15 años. Gracias a esa previsión de los políticos, aún tenemos productores en el campo viviendo en condiciones de miseria, atados a cultivos no rentables (pero subsidiados crecientemente), a quienes hemos engañado diciéndoles que esa situación es inevitable, que no pueden dedicarse a otros cultivos o abandonar la agricultura por actividades más rentables en la industria o en los servicios, pero que ahí estará siempre el munificente gobierno para aliviarles en algo su miseria.
El tiempo no sólo le dio razón al entonces pequeño empresario sino que comprobó contundentemente que los alegatos en contra del libre comercio y de la apertura económica estaban completamente equivocados. Es probable que algunos de los “expertos” mintieran entonces sin darse cuenta de su error. Lo que ya no es creíble es que más de una década después –con un cúmulo de experiencias nacionales e internacionales que comprueban que el libre comercio es la llave de la prosperidad– esos mismos “expertos” y sus corifeos, ahora más viejos, sigan mintiendo sin advertirlo. No han ganado en sabiduría de entonces para acá, sino en cinismo para mentir.
Sí hay vida después de la muerte de los subsidios y de la protección
A lo largo de la historia encontramos decenas de ejemplos de cómo el libre comercio, la abolición de barreras a las importaciones y el fin de los subsidios gubernamentales a las actividades agropecuarias “sensibles”, se han traducido en prosperidad no sólo para los consumidores, que tienen más y mejores opciones en calidad y precio, sino para los mismos productores de esos productos supuestamente “sensibles”.
A mediados del siglo XIX la gran hambruna en Irlanda, provocada por dos años de malas cosechas de papa infestadas de roya, causó miles de muertes y una gran corriente migratoria de irlandeses hacia Estados Unidos. Pero también sacudió a los políticos británicos en el Parlamento, la mayoría de ellos ferozmente proteccionistas en la misma medida que eran “squires” dueños de tierras o empleados de éstos, quienes –ante la tragedia irlandesa- aceptaron a regañadientes abrir el mercado de la Gran Bretaña a la libre importación de trigo y de otros productos agrícolas; algo que pedían desde hace años los partidarios del libre-cambio o libre comercio animados por los brillantes hallazgos intelectuales de Adam Smith y David Ricardo, entre otros.
El resultado fue sorprendente: La Gran Bretaña inició, a partir de esa apertura comercial unilateral, una época de insólita y sostenida prosperidad. Los mismos terratenientes tuvieron el incentivo de destinar sus tierras a usos más rentables y productivos y quedó claro –para todo aquél que estudiase el problema objetivamente- que la causa del desastre en Irlanda del sur provino, primero, de los casi nulas derechos de propiedad de arrendatarios y arrendadores de las tierras de cultivo (los católicos eran abiertamente discriminados, negándoseles la posibilidad de adquirir las tierras que cultivaban) carentes de estímulos para hacer las tierras más productivas y, segundo, del nefasto proteccionismo comercial.
Otro caso histórico: Nueva Zelanda en 1984. Inmerso el país en una profunda crisis y perdiendo cada día más terreno en los mercados mundiales, los políticos de ese país –de diferentes partidos, pero especialmente los laboristas, de izquierda- decidieron, entre otras reformas, desmantelar la costosa y gigantesca estructura de subsidios y protecciones comerciales (cuotas de producción, barreras arancelarias y no arancelarias, severas restricciones a la importación y a la exportación, entre muchas otras) con la idea de que, sometido a la libre competencia en los mercados internacionales, cada uno de los productores agrícolas detectaría de inmediato si estaba en un negocio rentable y con futuro o si estaba tirando miserablemente su dinero y el dinero público en una actividad tan absurda –desde el punto de vista económico- como querer cultivar plátanos en Islandia.
Para la transición se ofrecieron apoyos gubernamentales no para que los productores agrícolas desplazados por la competencia persistiesen en seguir echando dinero bueno al malo –verbigracia, cultivando con métodos improductivos o invirtiendo en supuestos agronegocios contrarios a la vocación de las tierras- sino para que cambiasen de cultivos o incluso de actividad, dedicándose a la industria o al comercio o a los servicios en lugar de a la producción agropecuaria.
El resultado de esta reforma, tomada por políticos de veras animados por un sentido de urgencia, ha sido espectacular. Menos del diez por ciento de los antiguos productores agrícolas tuvieron que cambiar de cultivo o de actividad a causa de la liberación comercial. Por el contrario, la inmensa mayoría de ellos se han vuelto mucho más prósperos y competitivos. Sin duda, hoy día Nueva Zelanda es líder mundial en competitividad agropecuaria.
Por ejemplo, la industria lechera de Nueva Zelanda –que no disfruta de ningún subsidio o ayuda gubernamental salvo unas pequeñísimas asignaciones para investigación y desarrollo- sin cuotas, sin barreras comerciales, sin protecciones, sin créditos blandos de la banca de fomento, es la más productiva del mundo. Los costos de producción de la leche en Nueva Zelanda son los más bajos del mundo; su calidad es legendaria. En las mesas de muchos restaurantes en todo el mundo, incluido México, las pequeñas porciones empacadas en papel metálico de excelente mantequilla neozelandesa son habituales.
Tan sólo de 1995 a 2005 la industria láctea de Nueva Zelanda ganó –año con año- crecientes porciones del mercado mundial, pasando del 20% del mercado a dominar el 27% del mercado mundial de lácteos. En el mismo lapso, la Unión Europea en su conjunto –donde persisten todo género de protecciones, subsidios y barreras al libre comercio de lácteos- perdió diez puntos porcentuales del mercado: pasó de tener el 41% del mercado mundial a sólo el 31% de participación. Y contando…, en pocos años Nueva Zelanda será el líder mundial en ese mercado.
Digamos NO a la droga del proteccionismo comercial
Por contraste, los llamados productores independientes de leche en México lloran un día sí y otro también por mayores apoyos gubernamentales. México, ya se sabe, no sólo es deficitario en la producción de lácteos, sino que se ha vuelto uno de los mayores importadores de leche en polvo. Como si se tratase de un mandato divino, los productores independientes de leche en México claman para que el gobierno destine cada año más dinero público para comprarles su producción a precios altos; producción que se destina a programas sociales a precios subsidiados para los consumidores. El peor de los mundos: El gobierno –es decir, los contribuyentes, usted y yo- compra caro para vender barato. El negocio de los productores ya no es producir más y mejor leche, sino sacarle al gobierno más subsidios y compras forzosas. Los productores de leche, como los de azúcar, como muchos de los productores mexicanos de maíz o de frijoles, insisten en que se aumente la dosis de ese veneno que es la protección gubernamental.
Lo peor que nos podría pasar en el 2008 es que, otra vez, los poderosos pero minoritarios intereses proteccionistas en México y en Estados Unidos se salgan con la suya y la apertura comercial plena en esos productos “sensibles” de nueva cuenta se posponga hasta que el famoso calentamiento global derrita los polos del planeta… Es decir, por ahí del año 2200 o tal vez nunca.
Mientras tanto 100 millones de consumidores y contribuyentes seguimos pagando la costosa adicción a esa droga que se llama proteccionismo gubernamental. ¿Es justo?, ¿es racional?, ¿es inteligente?
El gobierno de México tiene la oportunidad única de convertirse en líder en América Latina y en general en los países en desarrollo apostándole en serio al libre comercio. En lugar de temerle a la apertura comercial agrícola pactada para 2008, México debería ir mucho más lejos emprendiendo una decidida campaña internacional –al lado de países como Brasil, Australia, Nueva Zelanda, la India, Singapur, Uruguay-, a favor de la abolición de barreras comerciales y subsidios en la agricultura. Somos los países en desarrollo los que más tenemos que ganar con la liberalización comercial.
No se trata tan sólo de hacer una apertura comercial unilateral como gesto político –ya que difícilmente ese gesto vencería la cerril resistencia de la Unión Europea, Japón y Estados Unidos a desmantelar su proteccionismo en los mercados agrícolas– sino hacer dicha apertura unilateral e inmediata como una inteligente y creativa política pública –al igual que hicieron los neozelandeses en 1984- que disminuiría los precios de los alimentos para los consumidores mexicanos, aumentaría los incentivos para la productividad en el campo mexicano y permitiría a miles de familias, encadenadas por atavismos y por fallidas políticas gubernamentales de falso arraigo regional, encontrar mejores oportunidades de trabajo y de vida en áreas de actividad más rentables y competitivas, como la industria o los servicios.