Capítulo I
La lección
La Economía se halla asediada por mayor número de sofismas que cualquier otra disciplina cultivada por el hombre. Esto no es simple casualidad, ya que las dificultades inherentes a la materia, que en todo caso bastarían, se ven centuplicadas a causa de un factor que resulta insignificante para la Física, las Matemáticas o la Medicina: la marcada presencia de intereses egoístas. Aunque cada grupo posee ciertos intereses económicos idénticos a los de todos los demás, tiene también, como veremos, intereses contrapuestos a los de los restantes sectores; y aunque ciertas políticas o directrices públicas puedan a la larga beneficiar a todos, otras beneficiarán sólo a un grupo a expensas de los demás. El potencial sector beneficiario, al afectarle tan directamente, las defenderá con entusiasmo y constancia; tomará a su servicio las mejores mentes sobornables para que dediquen todo su tiempo a defender el punto de vista interesado, con el resultado final de que el público quede convencido de su justicia o tan confundido que le sea imposible ver claro en el asunto.
Además de esta plétora de pretensiones egoístas existe un segundo factor que a diario engendra nuevas falacias económicas. Es éste la persistente tendencia de los hombres a considerar exclusivamente las consecuencias inmediatas de una política o sus efectos sobre un grupo particular, sin inquirir cuáles producirá a largo plazo no sólo sobre el sector aludido, sino sobre toda la comunidad. Es, pues, la falacia que pasa por alto las consecuencias secundarias.
En ello consiste la fundamental diferencia entre la buena y la mala economía. El mal economista sólo ve lo que se advierte de un modo inmediato, mientras que el buen economista percibe también más allá. El primero tan sólo contempla las consecuencias directas del plan a aplicar; el segundo no desatiende las indirectas y más lejanas. Aquél sólo considera los efectos de una determinada política, en el pasado o en el futuro, sobre cierto sector; éste se preocupa también de los efectos que tal política ejercerá sobre todos los grupos.
El distingo puede parecer obvio. La cautela de considerar todas las repercusiones de cierta política quizá se nos antoje elemental. ¿Acaso no conoce todo el mundo, por su vida particular, que existen innumerables excesos gratos de momento y que a la postre resultan altamente perjudiciales? ¿No sabe cualquier muchacho el daño que puede ocasionarle una excesiva ingestión de dulces? ¿No sabe el que se embriaga que va despertarse con el estómago revuelto y la cabeza dolorida? ¿Ignora el dipsómano que está destruyendo su hígado y acortando su vida? ¿No consta al don Juan que marcha por un camino erizado de riesgos, desde el chantaje a la enfermedad? Finalmente, para volver al plano económico, aunque también humano, ¿dejan de advertir el perezoso y el derrochador, en medio de su despreocupada disipación, que caminan hacia un futuro de deudas y miseria?
Sin embargo, cuando entramos en el campo de la economía pública, verdades tan elementales son ignoradas. Vemos a hombres considerados hoy como brillantes economistas condenar el ahorro y propugnar el despilfarro en el ámbito público como medio de salvación económica; y que cuando alguien señala las consecuencias que a la larga traerá tal política, replican petulantes, como lo haría el hijo pródigo ante la paterna admonición: “A la larga, todos muertos”. Tan vacías agudezas pasan por ingeniosos epigramas y manifestaciones de madura sabiduría.
Por consiguiente, bajo este aspecto, puede reducirse la totalidad de la Economía a una lección única, y esa lección a un solo enunciado: El arte de la Economía consiste en considerar los efectos más remotos de cualquier acto o política y no meramente sus consecuencias inmediatas; en calcular las repercusiones de tal política no sobre un grupo, sino sobre todos los sectores.
Nueve décimas partes de los sofismas económicos que están causando tan terrible daño en el mundo actual son el resultado de ignorar esta lección. Derivan siempre de uno de estos dos errores fundamentales o de ambos: el contemplar sólo las consecuencias inmediatas de una medida o programa y el considerar únicamente sus efectos sobre un determinado sector, con olvido de los restantes.
Naturalmente, cabe incidir en el error contrario. Al ponderar un cierto programa económico no debemos atenernos exclusivamente a sus resultados remotos sobre toda la comunidad. Es éste un error que a menudo cometieron los economistas clásicos, lo cual engendró una cierta insensibilidad frente a la desgracia de aquellos sectores que resultaban inmediatamente perjudicados por unas directrices o sistemas que a largo plazo beneficiarían a la colectividad.
Pero son ya relativamente muy pocos quienes incurren en tal error, y esos pocos, casi siempre economistas profesionales. La falacia más frecuente en la actualidad; la que emerge una y otra vez en casi toda conversación referente a cuestiones económicas; el error de mil discursos políticos; el sofisma básico de la “nueva” Economía, consiste en concentrar la atención sobre los efectos inmediatos de cierto plan en relación con sectores concretos e ignorar o minimizar sus remotas repercusiones sobre toda la comunidad. Los “nuevos” economistas se jactan de que su actitud supone un enorme, casi revolucionario, avance en orden a los métodos de los economistas clásicos u ortodoxos, por cuanto a menudo descuidan los efectos que ellos tienen siempre presentes. Ahora bien, cuando, a su vez, ignoran o desprecian los efectos remotos, están incidiendo en un error de mayor gravedad. Su preciso y minucioso examen de cada árbol les impide ver el bosque. Sus métodos y las conclusiones deducidas son, con harta frecuencia, de profunda índole reaccionaria y a menudo asómbrales el constatar su plena coincidencia con el mercantilismo del siglo XVII. De hecho vienen a caer en aquellos antiguos errores (o caerían si no fueran tan inconsecuentes) de los que creíamos haber sido definitivamente liberados por los economistas clásicos.
Suele observarse con disgusto que los malos economistas propagan sus sofismas entre las gentes de manera harto más atractiva que los buenos sus verdades. Laméntase a menudo que los demagogos logren mayor asenso al exponer públicamente sus despropósitos económicos que los hombres de bien al denunciar sus fallos. En esto no hay ningún misterio. Demagogos y malos economistas presentan verdades a medias. Aluden únicamente a las repercusiones inmediatas de la política a aplicar o de sus consecuencias sobre un solo sector. En este aspecto pueden tener razón; y la réplica adecuada se reduce a evidenciar que tal política puede también producir efectos más remotos y menos deseables o que tan sólo beneficia a un sector a expensas de todos los demás. La réplica consiste, pues, en completar y corregir su media verdad con la otra mitad omitida. Ahora bien, tener en cuenta todas y cada una de las repercusiones importantes del plan en ejecución requiere a menudo una larga, complicada y enojosa cadena de razonamientos.
La mayoría del auditorio encuentra difícil seguir esta cadena dialéctica y, aburrido, pronto deja de prestar atención. Los malos economistas aprovechan esta flaqueza y pereza intelectual indicando a su público que ni siquiera ha de esforzarse en seguir el discurso o juzgarlo según sus méritos, porque se trata sólo de clasicismo, laissez faire, apologética capitalista o cualquier otro término denigrante, de seguros efectos sobre el auditorio.
Hemos precisado la naturaleza de la lección y de los sofismas que aparecen en el camino en términos abstractos. Pero la lección no será aprovechada y los sofismas continuarán ocultos a menos que ambos sean ilustrados con ejemplos. Con su ayuda podremos pasar de los más elementales problemas de la Economía a los más complejos y difíciles. Mediante ellos aprenderemos a descubrir y evitar, en primer lugar, las falacias más crudas y tangibles, y finalmente, otras más profundas y huidizas.