Estado benefactor e inflación crónica
¿A quién apoya usted en el conflicto por el ejercicio de la revocación de mandato?
Al INE
A López Obrador

Wilhelm Röpke






Entre los lentos cánceres de nuestra economía y sociedad occidentales se destacan dos: el avance al parecer incontenible del Estado de beneficencia o Benefactor y la erosión del valor del dinero, lo que se denomina inflación reptante. Existe entre ambos un estrecho vínculo nacido de sus causas comunes y de su refuerzo recíproco.


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Capítulo IV de A Humane Economy

El comunismo no constituye un peligro inmediato para los países del mundo occidental libre, ni alza su cabeza entre nosotros el espectro del totalitarismo, por grande que sea la amenaza de paulatina corrupción interna y de ataque inescrupuloso desde el exterior. Tampoco la economía cabalmente planificada y la socialización generalizada, ni el Estado totalitario que forzosamente las acompaña, son fines que logre movilizar con éxito a las grandes masas del electorado. Lo que amenaza desde adentro la estructura de nuestra economía y de nuestra sociedad es otra cosa: las enfermedades crónicas que se extienden en secreto y por ello son tanto más malignas. Es difícil averiguar sus causas y su verdadera índole se oculta al observador superficial o desprevenido; ellas tientan a los individuos y a los grupos con ventajas inmediatas, en tanto que sus fatales consecuencias tardan mucho en manifestarse y se dispersan en un amplio radio. Por esto, precisamente, es que cabe temer tanto a estas enfermedades.

Entre estos lentos cánceres de nuestra economía y sociedad occidentales se destacan dos: el avance al parecer incontenible del Estado de beneficencia o Benefactor y la erosión del valor del dinero, lo que se denomina inflación reptante. Existe entre ambos un estrecho vínculo nacido de sus causas comunes y de su refuerzo recíproco. Los dos se inician lentamente, pero al poco tiempo el ritmo se acelera hasta que cuesta detener el deterioro, lo cual multiplica el peligro. Si los afectados supieran lo que les aguarda al final, tal vez se detendrían a tiempo. La dificultad estriba en que es extraordinariamente difícil lograr que se oiga la voz de la razón mientras todavía es tiempo. Los demagogos sociales emplean las promesas del Estado Benefactor y de la política inflacionaria para seducir a las masas y cuesta advertir a la gente de modo convincente acerca del precio que todos habrán de pagar al final. Tanto mayor razón para que aquellos cuya visión es más equilibrada y extensa redoblen sus esfuerzos por desengañar a los demás, sin atender a los violentos ataques de los demagogos sociales, poco escrupulosos para escoger sus medios, y de los funcionarios del propio Estado Benefactor.

Otra característica común del Estado Benefactor y de la inflación crónica es que ambos fenómenos demuestran, en forma clara y aterradora, de qué manera ciertas fuerzas políticas socavan los cimientos de una economía y una sociedad libres y productivas. Ambos son el resultado de opiniones masivas, reclamaciones masivas, emociones masivas y pasiones masivas, y a ambos los dirigen esas fuerzas en contra de la propiedad, la ley, la diferenciación social, la tradición, la continuidad y el interés común. Los dos convierten al Estado y al voto en medios para hacer que una parte de la comunidad avance, a expensas de las otras, hacia donde la mayoría del electorado empuja por la fuerza de su solo peso. Los dos son expresión de la disolución de aquellos principios morales firmes que antaño se aceptaban como incuestionables.

Límites y Peligros del Estado Benefactor

Hay, con todo, diferencias considerables entre el Estado Benefactor y la inflación crónica. Contra la inflación la única actitud correcta es el rechazo resuelto y airado; la menor desviación de esta conducta está mal. En cambio, el concepto del Estado Benefactor comprende muchas cosas que no se pueden rechazar de plano simplemente. Nuestra preocupación es, pues, no sólo la de condenar el Estado Benefactor como tal sino la de determinar sus límites y peligros. Debemos observar la máxima de que todo economista deseoso de estar a la altura de sus responsabilidades debe decidir con cuidado a cuál lado apoya.

No puede caber ninguna duda de que la época en que el Estado Benefactor necesitaba nuestra ayuda y defensa ya pasó. No es probable que falte el mínimo indispensable de previsión organizada por el Estado, en esta era de democracia masiva, de poderes sociales robustos, de igualitarismo desenfrenado y de "robo por votación" casi habitual. Asimismo, es más que probable que ese mínimo exceda peligrosamente, con perjuicio del pueblo, la salud de la sociedad y la fuerza de nuestra economía. No cabe titubear, pues, acerca de cuál lado debemos apoyar con la fuerza que podamos poseer. Son los límites y peligros del Estado Benefactor, y no sus ventajas cada vez más dudosas, los que exigen nuestra atención crítica.

Es indudable que desde 1945 ha ocurrido un cambio notable en todos los países. Las palabras "Plan Beveridge" deben bastar para recordar aquella época, hace más de un decenio, cuando muchos círculos recibieron con entusiasmo la idea que encontraba en el Plan Beveridge su expresión más interesante.[1] Tanto legos como expertos pensaban entonces que el futuro de la postguerra pertenecía a ese "Estado Benefactor". De hecho, en todas partes, y en especial en los países en que dominaban exclusiva o principalmente influencias socialistas, se hicieron esfuerzos para crear semejante Estado Benefactor garantizada y de igualación de ingresos. Prestaron ímpetu adicional a la tendencia los pronósticos errados que dieron alas al temor de una gran ola de desempleo después de la guerra. El entusiasmo se ha disipado en todas partes, incluso en Gran Bretaña y los países escandinavos. El ideal del Estado Benefactor ha cedido el paso a su práctica cotidiana. La desilusión y el desengaño, aun las dudas y la amargura, se van extendiendo y se alzan voces de crítica que no pueden pasar inadvertidas.[2] Pocos pueden cerrar todavía los ojos ante el contraste entre los éxitos extraordinarios de un orden social y económico que se apoya en las fuerzas reguladoras y estimulantes del mercado y de la libre empresa, por un lado, y, por el otro, los resultados de una redistribución constante del ingreso y la riqueza en aras de la igualdad. Es un contraste que a la larga se hace intolerable. Una u otro tendrá que ceder: la sociedad libre o el moderno Estado Benefactor. En las palabras de otro distinguido economista británico, Lionel Robbins, hombre que mide con cuidado lo que dice, "la sociedad libre no se ha de edificar sobre la envidia".[3]

Lo curioso es que este hinchado Estado Benefactor nuestro es en realidad un anacronismo. La asistencia pública organizada en beneficio de los económicamente débiles tuvo origen e importancia en un período determinado de la historia económica y social, el período entre la sociedad preindustrial y la sociedad industrial avanzada de hoy, cuando el antiguo patrón social se deshizo y el individuo, privado de su apoyo, se convirtió en desvalido proletario. Se creó así un vacío y surgió la necesidad de ayuda y asistencia, la que difícilmente se hubiera podido costear sin fondos públicos, a pesar de la caridad privada. La paradoja está en que hoy en día el moderno Estado Benefactor lleva al exceso el sistema de ayuda masiva organizada por el Estado precisamente en un momento en que los países económicamente avanzados han salido en gran medida de aquel período de transición y en que, por tanto, las potencialidades de autoayuda voluntaria, por parte del individuo o del grupo, están muy acentuadas.

La ayuda a las masas organizada por el Estado es sencillamente la muleta de una sociedad lisiada por el proletarismo, un recurso adaptado a la inmadurez económica y moral de las clases que surgieron de la descomposición del antiguo orden social. Este recurso fue necesario mientras los obreros de las fábricas, en su mayoría, fueran demasiado pobres para ayudarse solos, estuvieran demasiado paralizados por su situación proletaria para ser previsores y demasiado desligados de la antigua estructura social para contar con la solidaridad y ayuda de las pequeñas comunidades auténticas. Podemos prescindir de él en la medida en que tengamos la esperanza de vencer aquel ignominioso período de proletarización y desarraigo.

En la medida, pues, en que los países avanzados han salido de esta fase y pueden contar con un grado normal de previsión individual, el principio del Estado Benefactor ha perdido su razón de ser. Cuesta comprender por qué el Estado Benefactor crece con tal exuberancia precisamente ahora que ha perdido tanto de su carácter urgente.

Se suele mirar como progreso lo que seguramente deriva su origen y significado de las condiciones de un período de transición, casi terminado, en el desarrollo económico y social. Y se olvida que, al contrario, si hemos de tomar en serio el respeto por la persona humana, debemos medir el progreso por el grado en que se puede pretender que las grandes masas del pueblo se mantengan con sus propios recursos y bajo su propia responsabilidad, mediante el ahorro y el seguro, y las múltiples formas de ayuda voluntaria de grupo. Esto únicamente es lo que cabe, en último término, a hombres libres y maduros: ellos no deben recurrir constantemente al Estado en busca de una ayuda que, al cabo, sólo se podrá sacar del bolsillo de los contribuyentes o de las restricciones que la devaluación del dinero impone a sus víctimas.

¿Hemos de hablar de progreso si aumentamos continuamente el número de personas a las que hay que tratar como menores de edad y que por ende han de permanecer bajo la tutela del Estado? ¿Acaso no es progreso, por el contrario, si las grandes masas del pueblo cumplen la mayoría de edad en términos económicos, gracias a sus ingresos crecientes, y se hacen responsables de ellas mismas, de manera que podamos disminuir el Estado Benefactor en lugar de inflarlo más y más? Si la ayuda organizada por el Estado es la muleta de una sociedad tullida por el proletarismo y la masificación, entonces debemos dirigir todos nuestros esfuerzos a tratar de manejarnos sin esa muleta. Este es el verdadero progreso, desde cualquier punto de vista que se le mire. Se le puede medir por el grado en que logremos ensanchar constantemente el campo de la previsión individual y de grupos voluntarios a expensas de la previsión pública obligatoria. En igual medida venceremos también la proletarización y la masificación, además del peligro permanente de degradar al hombre a la condición de obediente animal doméstico en los gigantescos establos del Estado, a los cuales nos arrean y donde nos alimentan más o menos bien.

Contra este punto de vista se oye a veces la objeción de que si bien es cierto que el mejoramiento económico ha disminuido las necesidades de las masas en cuanto a ayuda pública, el aflojamiento de los vínculos familiares ha acrecentado esas necesidades. No se puede negar que los vínculos familiares se han aflojado. No obstante, podemos preguntar si la necesidad de ayuda de las masas no habrá disminuido, debido a los mayores ingresos, mucho más de lo que ha aumentado debido al aflojamiento de los vínculos familiares. En segundo lugar, podemos observar que no hay razón alguna para que debamos simplemente aceptar la disolución de la familia y de la solidaridad familiar. Hace poco, una diputada de la Cámara de los Comunes describió en forma conmovedora la situación de su padre para demostrar cuan insuficiente es todavía el Estado Benefactor. Pero esto no prueba la necesidad urgente de ayuda pública; sólo ofrece un indicio alarmante de la desaparición de los sentimientos naturales en el Estado Benefactor. En el hecho, la dama de marras recibió la única respuesta correcta cuando un colega del Parlamento le dijo que debía sentir vergüenza si a su padre no lo cuidaba adecuadamente su propia hija.

El moderno Estado Benefactor, que a la luz de estas reflexiones aparece como un anacronismo, sería incomprensible si no tomáramos en cuenta el hecho de que ha cambiado de significado. Su propósito esencial ya no es el de ayudar a los débiles y desvalidos, cuyos hombros carecen de fuerza suficiente para cargar con la vida y sus vicisitudes. Tal propósito va retrocediendo, incluso con frecuencia en desmedro de los más desvalidos. El Estado Benefactor de hoy no es simplemente una versión mejorada de las antiguas instituciones de seguro social y asistencia pública. En un número cada vez mayor de países se ha convertido en herramienta de revolución social en procura de la mayor igualdad posible de ingresos y de riqueza. El motivo dominante ya no es la compasión sino la envidia.[4]

Tomar ha llegado a ser al menos tan importante como dar. En ausencia de una cantidad suficiente de personas auténticamente necesitadas, es preciso inventarlas, de modo que la nivelación de la riqueza hacia abajo, hasta un promedio normal que satisface las injusticias sociales, se pueda justificar con frases moralizantes. El lenguaje del antiguo gobierno paternal sigue en uso, lo mismo que sus categorías, pero todo ello se está convirtiendo en una pantalla que oculta la nueva cruzada en contra de todo lo que ose exceder el promedio, ya sea en ingresos, riqueza o desempeño. La meta de esta revolución social no se cumple hasta que todo esté reducido al mismo nivel, y las pequeñas diferencias que subsisten dan aún mayor motivo para el resentimiento social; en cambio, es imposible imaginar una situación en la que el resentimiento social ya no encuentre de qué aferrarse. En tales condiciones no puede haber un fin previsible a este estado de cosas, mientras no se reconozca la adocenada filosofía subyacente del moderno Estado Benefactor y se la rechace como uno de los grandes errores de nuestro tiempo.[5] Las malas consecuencias, cada día más evidentes, del Estado Benefactor, entre ellas la inflación crónica, deberían ayudar a hacernos recapacitar.

Hay diversos enfoques posibles para tratar de definir más exactamente el cambio revolucionario del cual el Estado Benefactor es una expresión. Podríamos decir, por ejemplo, que es el resultado de un desarrollo en tres etapas durante los últimos cien años, comenzando con la etapa de la ayuda individual graduada de acuerdo a las necesidades verdaderas, pasado por el seguro social público, y terminando en la actual etapa de previsión universal que todo lo abarca. Otra interpretación se relaciona con la anterior. Según ella, la primera etapa fue de asistencia y estaba destinada a autoliquidarse tan pronto como fuera posible; seguía la idea de que la ayuda estatal debía llegar a ser una institución permanente, aunque selectiva, a la que se recurriría sólo en casos bien definidos. La última etapa es la del principio revolucionario de hoy, el cual convierte al Estado en una bomba de ingresos que trabaja día y noche, con tubos y válvulas, con flujos de succión y de presión, tal como la describió, hace más de diez años, su inventor, Lord Beveridge.

Por donde se le mire, la índole revolucionaria de esta última etapa es evidente. Todo un mundo separa a un Estado que ocasionalmente salva de la destitución a algún infortunado, de otro en que, en nombre de la igualdad económica y acompañado por el deterioro progresivo de la responsabilidad personal, se chupa constantemente una buena parte del ingreso privado con la bomba del Estado Benefactor, la que lo desvía, con considerables pérdidas por fricción. Todo entra en la misma olla, todo sale de la misma olla: tal viene a ser lo ideal. Como lo dijo sarcásticamente un astuto crítico británico: "Todo ha de ser igual y gratuito… menos los impuestos progresivos con los cuales se financia todo." (Walter Hagenbuch, en Lloyd"s Bank Review (julio, 1953), pág. 16.)[6]

El viejo y sano principio, conservador y filantrópico, de que aun los más pobres deben tener algo con qué contar, se ha trocado por otro muy distinto: la socialización creciente del uso del ingreso, apoyada en la teoría niveladora del Estado, de que toda ampliación de los servicios sociales para las masas es un hito de progreso. Como en tal sistema la necesidad personal auténtica, tal como se la identifica caso por caso, deja de ser el patrón de la ayuda, resulta, como lo hemos dicho, que los más pobres y débiles frecuentemente salen perdedores. El carácter inequívocamente colectivista del Estado Benefactor conduce, en el caso extremo, a aquello que otro crítico británico, Colm Brogan, ha dado en llamar el Estado de la mesada. Es un Estado que priva a las personas del derecho a disponer libremente de sus ingresos y se los quita por medio de impuestos, y que, en cambio, luego de descontar los costos administrativos extraordinariamente elevados del sistema, se encarga de la responsabilidad de satisfacer las necesidades más esenciales, ya sea por entero (como es el caso de la educación o de la atención médica) o en parte (como es el caso de la vivienda o alimentación subvencionada). Lo que al último conservan las personas de sus ingresos es una mesada, dinero que se gasta en las pollas del fútbol o de la televisión.

Hace cien años Heinrich Heine resumió en los versos siguientes el ideal de un epicureismo igualitario y colectivista:

Frutos dulces para todos,
las vainas entreguen su don;
con gusto los cielos dejamos
al ángel y al gorrión.[7]

Los "frutos dulces para todos" se han cumplido, gracias a una socialización de la vida que Heine habría aborrecido, pese a sus coqueteos teóricos con el socialismo. Que ellos compensen aquello que Heine con irreverencia llama "los cielos" es asunto distinto y muy dudoso.

La situación que los principales países del Estado Benefactor ya han alcanzado y que los demás persiguen coincide asombrosamente con la visión que un contemporáneo de Heine, Alexis de Tocqueville, entregó en su obra clásica Democracia en América: "(El Estado) cubre la superficie de la sociedad con una red de pequeñas reglas, menudas y uniformes, que ni las mentes más originales ni los caracteres más enérgicos pueden penetrar para alzarse por encima de la muchedumbre. La voluntad del hombre no se destruye sino que se suaviza, se pliega y se dirige; raras veces se obliga a alguien a actuar, pero a todos se les frena constantemente en su acción. Un poder semejante no destruye la vida sino que la impide; no es tiránico con el pueblo, sino que lo comprime, lo enerva, lo apaga y lo atonta, hasta que cada nación queda reducida a poco más que un rebaño de animales tímidos e industriosos, donde el gobierno es su pastor." (Vol. II, libro IV, Capítulo 6, pág. 319.) Hace poco un distinguido socialista alemán aventuró la observación (en un artículo del Deutsche Rundschau) de que, gracias al desarrollo del Estado Benefactor, la "humanización del Estado", la noble aspiración de Pestalozzi, iba cediendo, incluso más acá de la Cortina de Hierro, a la "estatización del hombre".

Tal es el carácter revolucionario del moderno Estado Benefactor. Sus huellas están por doquier. Una de ellas es la extensión al parecer irresistible de la previsión pública a clases cada vez más amplias que, si las dejaran tranquilas, se mantendrían por cierto solas, pero que ahora se encuentran bajo la tutela del Estado. Otra particularidad del Estado Benefactor moderno, íntimamente ligada a su naturaleza, es también notable. Antiguamente, como ya lo dijimos, la asistencia pública estaba dirigida a servir de sustituto temporal y subsidiario de la propia mantención y en tal calidad tenía por objeto asegurar sólo cierto mínimo; hoy los servicios públicos son cada día más habituales, a menudo con la intención apenas velada de cumplir normas máximas, incluso de lujo. Sea como fuere, nada es tan caro al corazón de los nuevos ideólogos del socialismo fiscal como la tributación más alta posible y podemos estar ciertos de que no sienten ningún impulso irresistible a economizar en aquellos campos en los que pueden conferir bendiciones a las amplias masas de votantes.

Quizá podamos aclarar aún más todo esto si ilustramos el cambio con algunos ejemplos. Campo muy fructífero para tal fin es, otra vez, la política de vivienda. Casi todos los países conocen esta especial manifestación del Estado Benefactor. El antiguo y meritorio principio de que en el mercado de viviendas existen algunos problemas marginales que merecen un poco de ayuda, se ha transformado hasta hacerse irreconocible. Con el pretexto de la guerra y sus consecuencias, lo ha reemplazado una política de largo plazo de alquileres bajos, primero a costa de la minoría políticamente débil compuesta por los arrendadores, quienes en ciertos países resultan así expropiados; enseguida, a costa de los contribuyentes, quienes, desde luego, coinciden en gran medida con los arrendatarios subsidiados, de modo que pagan en impuestos lo que ahorran en alquiler; y luego a costa de los residentes de edificios nuevos sin subsidio, cuyos alquileres suben empujados por el sistema de alquileres controlados; y por último a costa del conjunto de capital de la nación. Hemos llegado al punto en que parece extraño incluso preguntar por qué todo el mundo no paga de su bolsillo, como era costumbre antes, el precio total de costo de su departamento, igual como paga por su ropa.

Otro cambio muy característico se ha producido en el campo igualmente importante de la educación. En muchos países el antiguo y probado principio de ayudar con becas a los jóvenes dotados, pero, en cuanto a los demás, contar con que los padres contribuirán a la educación superior de sus hijos, se ha reemplazado con el ideal de un sistema de educación público y uniforme, gratuito a todos los niveles y por ende completamente socializado. Uno apenas se atreve a avanzar la idea de que no hay nada malo en pretender que los padres normalmente se sacrifiquen por la educación de sus hijos. Las consecuencias de esta suerte de jacobinismo educacional se hacen cada día más visibles y tal vez terminen por conducir a un viraje de la opinión pública. En Gran Bretaña, que es donde el sistema ha llegado más lejos, se sospecha que aquellas personas que están dispuestas a hacer sacrificios personales para ofrecer a sus hijos una educación mejor que la que reciben gratis en la máquina educacional del Estado no tienen una actitud "social" correcta. De nuevo podríamos preguntar por qué es correcto y natural pagar de nuestro bolsillo todos los gastos de un automóvil, y por qué se considera que lo es traspasar los gastos al Estado, es decir, al contribuyente y por tanto, posiblemente, otra vez a nosotros mismos, cuando se trata de la educación de nuestros hijos; pero aquí, como en otros campos, la pregunta misma es una herejía y manifestación de opiniones reprochables.[8]

Como último ejemplo importante tomemos el caso, reconocidamente difícil, de los servicios médicos. Otra vez se puede trazar claramente el camino que va de la política social de estilo antiguo al moderno Estado Benefactor. El principio original, según el cual los más débiles económicamente debían verse liberados del riesgo de operaciones costosas o de enfermedades prolongadas, ha ido cambiando, en nuestra generación, a una cosa enteramente distinta. Paso a paso se han socializado los servicios de salud y el Servicio Nacional de Salud británico es la cumbre más acá de la Cortina de Hierro; la excepción se ha convertido en regla y la asistencia que se daba para suplir necesidades auténticas se ha transformado en sistema permanente.

De este modo nos estamos alejando más y más de la regla según la cual las personas que pueden mantenerse en otros aspectos deben, en principio, prever en su presupuesto privado lo necesario para la salud y contar, si lo desean, con un seguro como institución inventada para los riesgos de lo imprevisible. Tal principio, en todo caso, debe verse como principio sano y normal, apropiado para una economía de mercado, y debe hallar la más amplia aplicación posible. La situación a la que ha llegado el seguro de salud obligatorio, en la mayoría de los países industrializados occidentales, sugiere con urgencia que debemos recordar este principio. El propio seguro de salud obligatorio se encuentra gravemente enfermo en casi todas partes y hay que procurar su recuperación de las siguientes maneras principales: primero, el seguro obligatorio debe limitarse a aquellas clases para las cuales el riesgo de enfermedad constituye una carga onerosa y que no se prestan fácilmente al seguro voluntario; segundo, debemos estimular todas aquellas múltiples formas de asistencia descentralizada de las cuales Suiza puede figurar como modelo; y tercero, en todos los sistemas de seguros de enfermedad debemos introducir contribuciones personales al costo, universales y sustanciales, fácilmente ajustables en caso de dificultades.[9]

Procuremos ahora estimar la importancia que tiene el Estado Benefactor en la civilización, sociedad, economía y vida pública modernas. Como es natural, sólo podemos destacar algunos aspectos sobresalientes.

Comencemos con una circunstancia que tiene especial importancia en vista de las dudas ya mencionadas y las que faltan por mencionar. Los peligros que encierra el Estado Benefactor son tanto más serios porque no hay nada en la naturaleza de éste que lo limite desde adentro. Por el contrario, tiene una tendencia opuesta y vigorosa a seguir extendiéndose. Por ello es tanto más necesario imponerle límites desde afuera y vigilarlo con ojo agudo y crítico. Con su ampliación continua el Estado Benefactor procura abarcar cada vez más incertidumbre de la vida y alcanzar a círculos cada vez más anchos de la población, pero a la vez tiende a aumentar las cargas de esta última; y la razón de este peligro es que si bien la ampliación es fácil y tentadora, toda revocación de una medida, que posteriormente se reconoce como precipitada, resulta difícil y, en último término, desde el punto de vista político, impracticable.

Cuesta imaginarse que Gran Bretaña hubiera organizado el Servicio Nacional de Salud, en su actual forma de amplio alcance, si la población hubiera sabido de antemano cómo iba a resultar, o aun si algunas interrogantes que hoy parecen elementales se hubieran planteado y meditado a tiempo.[10] Lo mismo cuesta imaginarse cómo podría deshacerse hoy lo hecho, y por eso la gente trata de acomodarse como mejor puede. Pero todo paso adicional por el camino de Estado Benefactor debe estudiarse con la mayor cautela, con una visión muy clara de las consecuencias y a sabiendas de que, igual que la disminución en la edad mínima para votar, normalmente será irreversible.

El Estado Benefactor no sólo carece de frenos automáticos y no sólo aumenta de velocidad a medida que avanza, sino que se mueve por una calle con tránsito en un solo sentido, en la cual es imposible o al menos muy difícil, en la práctica, volver atrás. Peor aún, este camino lleva indudablemente a una situación en que el centro de gravedad de la sociedad se traslada hacia arriba, alejándose de las comunidades auténticas, pequeñas, humanas y cálidas, hacia el centro de la administración pública impersonal y de las organizaciones masivas impersonales que la acompañan. Ello significa una creciente centralización de las decisiones y de la responsabilidad, y la creciente colectivización del bienestar del individuo y de su patrón de vida.

Hay que analizar los efectos de esta situación con mucho cuidado y en todos sus aspectos. Hasta aquí hemos podido confiar en las reacciones de individuos que saben que deben asumir la responsabilidad de determinados riesgos; pero debemos tener muy claro que el Estado Benefactor, al mover hacia arriba el centro de gravedad de las decisiones y la responsabilidad, debilita o distorsiona esas reacciones. ¿Cuál sería el efecto sobre la producción si los individuos se viesen liberados de las consecuencias de un mal desempeño, pero privados, al mismo tiempo, de incentivos al buen desempeño, en especial cuando éste acarrea cierto riesgo? ¿Qué efecto se produce sobre decisiones importantes como son las que conciernen al ahorro y la inversión? ¿Qué ocurre con la tasa de natalidad, que en el pasado estaba limitada, hasta cierto punto, por el hecho de que el individuo era responsable de su familia, cualquiera fuese su tamaño, en cambio hoy se ve liberado de esa responsabilidad o incluso se le permite beneficiarse con la procreación? Estas son algunas de las interrogantes que toda persona desprejuiciada debe plantear hoy. El individuo y su sentido de responsabilidad constituyen el resorte maestro secreto de la sociedad y este resorte corre peligro de debilitarse si la máquina niveladora del Estado Benefactor disminuye tanto los efectos positivos del desempeño mejor como los negativos del desempeño peor. No causa sorpresa ver que algunos observadores, entre ellos nada menos que el Mariscal Montgomery, comiencen a preguntarse si el desmesurado Estado Benefactor no va camino de socavar la salud moral y social de la nación que sucumbe a sus tentaciones. Algo semejante debe de haber tenido en la mente Goethe cuando, dos años antes de la Revolución Francesa, escribió esta profética frase: "Debo decir que creo que el humanismo finalmente prevalecerá; pero me temo que al mismo tiempo el mundo se va a convertir en un inmenso hospital, donde cada cual atiende a su vecino." (Italienische Reise II, Nápoles, 27 de mayo, 1787.)

Tampoco podemos pasar en silencio otra cuestión que ya se ha planteado con toda seriedad y que, a decir verdad, no se puede eludir. Es la cuestión de si los costos aplastantes del Estado Benefactor, que ya no se pueden reducir sin consecuencias políticas adversas, no constituyen uno de los principales factores que perjudican la resolución del mundo libre y la fuerza de su defensa militar contra el imperio comunista, obligando así a Occidente a concentrarse más y más en la defensa nuclear. Ello, por cierto, no impide que aquellos, precisamente, que más simpatizan con el Estado Benefactor quieran arrebatarle a Occidente incluso esta última arma desesperada que ese mismo fenómeno le ha dejado.

El extremo individualismo del pasado no es el menos culpable de la vuelta que ha traído consigo el extremo opuesto, el moderno Estado Benefactor. Es sin duda señal de una sociedad sana que el centro de gravedad de las decisiones y de la responsabilidad quede a medio camino entre los dos extremos: el individuo y el Estado, dentro de comunidades pequeñas y auténticas, entre las cuales la más indispensable, primaria y natural es la familia. Y es sin duda nuestra tarea la de estimular el desarrollo de la gran diversidad de comunidades pequeñas y medianas, y por ende de la asistencia de grupo, en círculos donde todavía hay espacio para la acción voluntaria, el sentido de responsabilidad y el contacto humano, y que evitan la fría impersonalidad de los servicios sociales masivos.

El moderno Estado Benefactor es, a no dudarlo, la respuesta a la desintegración de las comunidades auténticas durante los últimos cien años. Esta desintegración es una de las peores herencias que nos ha dejado el pasado, ya la llamemos civilización de masas, proletarización o por cualquier otro nombre. Pero es una respuesta errada. Ya lo dije hace más de diez años, cuando tal era la esencia de mi crítica del Plan Beveridge. Lejos de curar esta enfermedad de nuestra civilización, el Estado Benefactor alivia algunos síntomas de la dolencia, a expensas de agravarla poco a poco y de hacerla por fin incurable. Por ejemplo, es una lamentable incomprensión del problema el permitir que los fondos de asignaciones familiares absorban hasta a la familia misma dentro del sistema estatal de bombeo de ingresos.

Falta algo peor. Si el Estado moderno se encarga cada vez más de repartir beneficencia y previsión a todos lados, a beneficio primero de unos, luego de otros, tiene que degenerar en una institución que estimula la desintegración moral y prepara su propia condena final. Nuevamente recordamos la maliciosa definición de Frédéric Bastiat; el Estado moderno calza con ella cada vez más estrechamente. También confirma a Dean Inge, quien con pesimismo veía la política como el arte de birlar dinero de los bolsillos del partido contrario y meterlo en los del partido propio, y ganarse la vida con ello.

No se puede decir que el carácter moralmente edificante de una política que desviste a un santo para vestir a otro sea de inmediato evidente. Pero degenera en un sistema absurdo de bombeo de dinero en dos direcciones, cuando el Estado le roba a casi todo el mundo y le paga a casi todo el mundo, de tal modo que al final nadie sabe si en el juego ha ganado o ha perdido. También convendría no traer a colación la moralidad cuando las injusticias sociales y la política despiadada de los grupos de presión terminan con el derecho al ingreso bien ganado y a la propiedad de los demás, y por tanto en la tributación confiscatoria que todos hemos llegado a conocer bien.

Es cierto, desde luego, que las personas no siempre se dan cuenta de que cuando recurren al Estado para satisfacer sus deseos, sus reclamaciones se pueden cumplir sólo a expensas de los demás. Ya conocemos el sofisma subyacente. Se apoya en la costumbre de mirar al Estado como una suerte de cuarta dimensión, sin detenerse a pensar que su alcancía ha de llenarla el conjunto de los contribuyentes. Un derecho a dinero del Estado es siempre un derecho indirecto al dinero de otra persona, cuyos impuestos contribuyen a la suma que se exige: es una simple transferencia de poder comprador por intermedio del Estado y de sus poderes obligatorios. Es asombroso ver por cuánto tiempo el moderno Estado Benefactor puede oscurecer este hecho natural y simple.

Cuanto más se extiende la aplicación del principio del Estado Benefactor, más se acerca el momento en que la gigantesca bomba aparece como un engaño para todo el mundo y termina por convertirse en un fin en sí misma, lo que a la postre no beneficia a nadie salvo a los mecánicos que se ganan la vida manipulándola, esto es, los burócratas. Ellos, como es natural, tienen interés en oscurecer los hechos. No obstante, existe una circunstancia que debe ayudarnos a comprender cómo este engaño puede funcionar durante tanto tiempo; es el hecho de que pocas cosas han contribuido más al desarrollo reciente del Estado Benefactor que el concepto, nacido de la Gran Depresión, de que la sociedad era inmensamente rica, pero que su riqueza permanecía en potencia mientras la circulación monetaria fuese defectuosa y que podría transformarse en riqueza efectiva mediante el aumento de la demanda real. Así, despertada de su letargo, la riqueza sería distribuida con justicia por el Estado Benefactor. Al mismo tiempo, y ésta es una de las conclusiones más populares que se sacan de la doctrina keynesiana, tal redistribución del ingreso aumentaría el consumo masivo y reduciría el ahorro, con lo que sería el mejor medio de asegurar el empleo pleno y de mantener abiertas las fuentes del Estado Benefactor.

Fue la depresión de los años treinta la que estimuló esta fe en una suerte de autofinanciamiento del Estado Benefactor amplio, otra clase de "cuarta dimensión"; y es esta fe únicamente la que puede explicar la temeridad con que se ha descuidado durante tanto tiempo el problema del costo.

Hoy ya pasó el tiempo de las ilusiones. Ha quedado en claro y se sostiene ampliamente, en especial en Gran Bretaña,[11] que si se quiere seriamente poner en práctica el Estado Benefactor, es preciso usar la tributación para impulsar la redistribución del ingreso a todo nivel y hay que recurrir incluso a los grupos de ingresos más bajos para que ayuden a financiar el sistema. La carga de los servicios sociales masivos, que impone el Estado, ya no la pueden sostener los ingresos más altos solos, y hay que colocarla sobre los hombros de las mismas masas cuyos intereses ha de servir el sistema. Esto quiere decir, en gran medida, que el dinero se saca del bolsillo derecho de la gente y se mete en el izquierdo, pasando por el Fisco y las inmensas pérdidas por fricción que con ello se generan. Ahora ha quedado en claro que, bajo el hechizo de esa ilusión de "pobreza en medio de la abundancia", la gente sobreestimó la riqueza potencial aun en el caso más favorable. También ha quedado en claro que hay un precio que pagar, en los costos de una maquinaria estatal cada vez más poderosa, en el entorpecimiento de la voluntad de trabajar y de la responsabilidad individual, y en la triste penumbra de una sociedad en la que el enojo arriba y la envidia abajo sofocan el sentido cívico, el espíritu público, el ocio creativo, las relaciones amistosas, la generosidad y la auténtica comunidad. Lo que queda es la bomba de Leviatán, el insaciable Estado moderno.

El límite último del Estado Benefactor se encuentra, pues, en aquel punto en que su mecanismo de bomba comienza a engañar a todos. Algunas naciones ya han llegado a este punto. Podríamos hacer la pregunta herética de si no estarían mejor todos si se desmantelara el Estado Benefactor, salvo un mínimo indispensable, y si el dinero ahorrado así se dejara a servicios sociales de corte no estatal.[12]

La pregunta se hace más urgente por el hecho de que hay dudas legítimas acerca de si la inmensa carga tributaria a la cual contribuyen decisivamente los compromisos del Estado Benefactor, se compadece a la larga con un orden económico libre y si puede continuar sin una presión inflacionaria permanente.

Hay otro aspecto gravísimo de esta situación que generalmente recibe escasa atención. Es que la fraseología social de moda tiende a oscurecer el hecho de que la compulsión directa o indirecta inherente al Estado Benefactor tira a politizar la previsión social. Las consecuencias son evidentes. La previsión contra los riesgos de la vida está a merced tanto de la burocracia estatal como de la pugna política.

Así, nuestra época, tan rica en paradojas, alaba como progreso aquello que, en el hecho, acrecienta el poder del Estado nacional. Cuanto más apelemos a la solidaridad de las personas de la misma nacionalidad o del mismo domicilio y cuanto más las fundamos en una "comunidad nacional" dentro de la cual el dinero se transfiere de un lado a otro, tanto más perfectamente vamos a "nacionalizar" al hombre con perjuicio de la libre comunidad internacional de los pueblos y de su solidaridad.

En el siglo XIX Ernesto Renán todavía podía definir a una nación como "un plebiscito de todos los días"; ahora vamos acercándonos al día en que podremos definirla como un fondo de pensiones, un mecanismo de previsión obligatorio en el que pasaporte y certificado de residencia son una póliza de seguro gratuita, una succión de los ingresos "de todos los días". El ahorro y el seguro privado son formas de prevenir riesgos que pertenecen al terreno de la racionalidad económica, el mercado, el derecho privado y la libertad. Aquí no existen fronteras nacionales. El campo de la inversión privada y del seguro es el mundo entero; pero la previsión nacional cae en el terreno de la política, la organización colectivista, el derecho público y la compulsión, y por tanto encierra a las personas tras las rejas del Estado nacional. Los servicios sociales cuya columna vertebral es la compulsión estatal son, en sentido estricto, servicios nacionales, y el seguro social no es sino seguro nacional, salvo, por cierto, que pensemos en un estado mundial, donde alemanes, italianos, argentinos y etíopes participen en un fondo mundial de pensiones.

La lista de las paradojas e ilusiones del Estado Benefactor no se agota todavía. Hay otra circunstancia que merece mención. Muchísimas personas piensan que los impuestos a los ingresos superiores simplemente significan suprimir los gastos en objetos de lujo y que el poder comprador que se retira de arriba se canaliza a fines "sociales" abajo. Es un error elemental. Es obvio que hasta ahora los ingresos más altos (y la mayor riqueza) se han gastado principalmente en fines que interesan a todos. Cumplen funciones de las cuales la sociedad no puede en absoluto prescindir. La formación de capital, la inversión, los gastos culturales, la caridad y el patrocinio de las artes, entre muchas otras. Si hay una cantidad suficiente de personas adineradas y si se encuentran dispersas, entonces es posible que un hombre como Alejandro von Humboldt financie de su propio bolsillo empresas científicas valiosas para todos, o que Justo von Liebig financie sus propias investigaciones. Entonces se hace posible también que haya puestos para profesores particulares y miles de otros peldaños en la escala que pueden trepar los más dotados, cuya diversidad misma hace mucho más probable que aparezca alguna ayuda en alguna parte, en tanto que en el moderno Estado Benefactor su destino pende de la decisión de un solo funcionario o de la suerte de un solo examen.[13]

Si, pues, se aplasta con impuestos progresivos a los grupos de más altos ingresos, es evidente que algunas de sus funciones tendrán que abandonarse y que, como son indispensables, las tomará a su cargo el Estado, aun cuando sólo se trate de mantener algún monumento histórico que solía ser de propiedad privada. En este sentido, al menos, el poder comprador que se retira de arriba no queda a disposición del Estado Benefactor. Hay que reservarlo para pagar, con fondos públicos, aquellos servicios privados que los impuestos han hecho imposibles. Esto anula el objeto del Estado Benefactor. Si éste se atribuyera algún mérito por educar, digamos, a un genio como Gauss a expensas del erario, la respuesta es que en el caso del propio Gauss la tarea se cumplió de manera excelente y nada burocrática, no sólo por parte del Duque de Brunswick sino de muchos otros que hoy en día se verían impedidos de hacerlo por los impuestos del Estado Benefactor, o bien a quienes, en última instancia, no les quedaría estímulo ni ganas de gastar su dinero de ese modo.

En tal caso, entonces, la pérdida de poder comprador de los grupos de más altos ingresos no se compensa con una ganancia de parte de los grupos de ingresos más bajos. El beneficio pasa no a las masas sino al Estado, el cual crece en poderío y en influencia. Al mismo tiempo, se impulsa fuertemente el absolutismo estatal moderno, con su centralización de las decisiones relativas a asuntos importantísimos, como son la formación de capital, la inversión, la educación, la investigación científica, el arte y la política. Lo que solía ser servicio voluntario y personal es hoy, en el mejor de los casos, servicio estatal, centralizado, impersonal, obligatorio, burdamente estereotipado y comprado al precio de la libertad disminuida.

Es inevitable que semejante socialización de los usos del ingreso para funciones de importancia social torne opresivo el clima moral del país. La bondad, el cargo honorífico, la generosidad, la conversación tranquila, el otium cum dignititate, todo aquello que Burke llama por el nombre ahora tan conocido de las gracias no compradas de la vida, todo ello se ahoga bajo la mano estranguladora del Estado. Todo, paradójicamente, en un Estado Benefactor, todo se comercializa, todo es objeto de cálculo, todo pasa a la fuerza por la bomba de dinero-ingreso del Estado. Casi nada se hace ya de manera honoraria, porque pocos pueden darse ese lujo: el sentido cívico y el espíritu público se transforman arriba en enojo y abajo en envidia. En tales condiciones, todo lo que se hace se hace profesionalmente y por dinero. Queda un margen más estrecho del ingreso disponible para los dones gratuitos, el sacrificio voluntario, una forma de vida cultivada y cierta amplitud del gasto, y por tal motivo el ambiente no es propicio para la liberalidad, la diversidad, el buen gusto, la comunidad y el espíritu público. La civilización se frustra. Ésta es una de las raíces de aquel tedio mortal que, como ya hemos tenido ocasión de señalar antes, parece que es rasgo característico del Estado Benefactor avanzado. Otra raíz de este mal está estrechamente relacionada. Es que el Estado Benefactor, al contrario del propósito que proclama, tiende a petrificar la estratificación económica y social, y puede impedir el movimiento entre clases y no facilitarlo. La tributación elevada, especialmente en forma de impuestos a la renta fuertemente progresivos, golpea más duro, con seguridad, aquellos ingresos que son lo suficientemente altos como para permitir que se acumule la riqueza y que se corran riesgos comerciales.[14] ¿No va a ser así forzosamente (y también por muchas otras razones que no cabe analizar aquí) más difícil instalar nuevos negocios y adquirir propiedades? ¿No quiere decir esto que se hace cada vez más difícil para cualquiera trabajar para elevarse por encima del ancho y bajo llano de los ganapanes que no tienen propiedad? ¿Y no resulta también mucho menos atrayente siquiera tratar de hacerlo, especialmente puesto que el propio Estado Benefactor se encarga de una suerte de cómoda alimentación de pesebrera para las masas domesticadas? ¿No es forzoso que esto beneficie precisamente a las grandes empresas? Al mismo tiempo, la vida en semejante país se convierte en algo tan emocionante y entretenido como un juego de naipes en que al final las ganancias se reparten por igual entre los jugadores. En tales condiciones parece tarea inútil la de procurar elevarse uno mismo económica o socialmente, salvo que uno elija ser funcionario, ya sea público o en las grandes empresas. Son los funcionarios los que se convierten cada vez más en los pilares y beneficiarios del sistema, sin excluir al número creciente de funcionarios de las organizaciones internacionales que se multiplican y crecen incesantemente.

En tal sentido, entonces, podemos preguntarnos si el Estado Benefactor abierto no contrarresta uno de sus propios propósitos principales. Igual que la pretensión del Estado Benefactor en el sentido de que afloja la estratificación de clases, su pretensión de ser instrumento de igualdad es muy dudosa. Si bien es cierto que procura la igualdad en el sentido que hemos analizado hasta aquí, no lo hace en otro sentido decisivo y enteramente deseable. La redistribución continua y obligatoria del ingreso impulsa indudablemente la igualdad material. Pero ¿a qué precio? Esta política acarrea inevitablemente una creciente concentración del poder en manos de la administración que dirige el flujo de ingreso y esto, no menos inevitablemente, significa una creciente desigualdad en la distribución del poder. ¿Acaso alguien negaría que la distribución de este bien no material, el poder, es incomparablemente más importante que la distribución de bienes materiales, puesto que el primero es decisivo para la libertad o falta de libertad de los hombres?

Decir esto es decir nada menos que el moderno Estado Benefactor, dadas las dimensiones a las que ha llegado o amenaza llegar, es muy probablemente la principal forma de sometimiento del hombre al Estado que existe en el mundo no comunista. El Estado Benefactor no resuelve, o resuelve sólo a medias, los problemas que es su objeto resolver; por el contrario, los torna menos susceptibles de soluciones serias y auténticas. En cambio, hace que el poder del Estado adquiera proporciones gigantescas, "hasta que cada nación se reduce a nada más que un rebaño de animales de trabajo tímidos e industriosos, de los cuales el gobierno es el pastor". Nos obliga a aceptar la idea de que la visión de Tocqueville tiene todas las probabilidades de cumplirse ahora, cien años después.

El Problema de la Previsión Social en una Sociedad Libre

Tenemos, pues, que estar alertas a los graves peligros que esta situación encierra para la salud del Estado, de la economía y de la sociedad, igualmente, y para la libertad, el sentido de responsabilidad y la naturalidad en las relaciones humanas. El deseo de previsión, si bien en sí mismo natural y legítimo, puede convertirse en obsesión, la que en último término hay que pagar con la pérdida de la libertad y de la dignidad humana, aunque la gente lo comprenda así o no. Al final, está claro que quienquiera esté dispuesto a pagar este precio no se queda ni con libertad y dignidad ni con previsión, porque no puede haber previsión sin libertad y protección contra el poder arbitrario. A este precio exorbitante hay que agregar otro, como ya veremos, esto es, la disminución continúa del valor del dinero. Con seguridad, cada uno de nosotros tendrá que comprender entonces que la previsión es una de esas cosas que se alejan más y más cuando más desenfrenada y violentamente las deseamos.

Podemos contrarrestar estos peligros solamente si nos negamos a dejarnos arrastrar por la corriente. Ante todo debemos precavernos de las frases turbadoras. Una de las más peligrosas y seductoras es aquella de verse "libres de necesidad", inventada por el difunto Presidente Roosevelt, aquel maestro de la frase alucinante, dentro de la conocida lista de las cuatro libertades.

Basta con que pensemos un poco para darnos cuenta de que se trata, en primer lugar, de un mal uso, demagógico, de la palabra "libres". El estar libres de necesidad no significa sino la ausencia de algo ingrato, algo así como estar libres de dolor o de lo que se nos ocurra. ¿Cómo podría compararse esto con la auténtica "libertad" como uno de los conceptos morales supremos, lo opuesto a la compulsión impuesta por otros, lo que se quiere decir en las expresiones libertad personal, libertad de opinión y otros derechos de libertad sin los cuales no podemos concebir la conducta verdaderamente ética y la aceptación del deber? Un prisionero está totalmente "libre de necesidad", pero se sentiría con razón objeto de burla si le mostráramos esto como libertad auténtica y envidiable. Haríamos bien en negarnos a seguir a este flautista con su melodía de "libres de necesidad" hasta llegar a un estado que nos roba la libertad verdadera en nombre de la falsa y donde, sin saberlo, nos distinguimos apenas del prisionero, salvo que quizá no haya escapatoria de nuestra prisión, el Estado totalitario o cuasitotalitario.

Si proseguimos con esta línea descubrimos algo extraño. Lo cierto es que lo que se quiere decir al hablar de estar "libres de necesidad" es prácticamente inseparable de la compulsión, esto es, lo exactamente opuesto a la libertad. La razón es la siguiente.

Estar necesitado significa encontrarse en una situación, por cualesquiera razones, en la cual carecemos de los medios de subsistencia y estamos incapacitados para procurarlos con ingresos corrientes, porque estamos enfermos o cesantes o en quiebra, o porque somos demasiado jóvenes o demasiado viejos. Nos vemos libres de esta necesidad solamente si podemos disponer de medios de una fuente distinta de nuestra producción corriente. Hay, pues, que proveer para que podamos consumir sin producir al mismo tiempo.

El caso más simple y menos problemático es aquel en que consumimos lo que hemos guardado de nuestra producción anterior. Un ejemplo importante es el de poseer una casa, construida o adquirida en mejores tiempos, que nos proporcionará el bien vital del abrigo también en los tiempos malos. Pero aparte de eso, la costumbre de acumular bienes en prevención de tiempos de necesidad no es lo habitual, ni en el individuo ni en la sociedad. No es, de hecho, lo que ocurre en nuestra sociedad altamente diferenciada. Si hemos guardado dinero y ahora lo usamos, no es lo mismo que si comemos la mantequilla y la manteca producidas anteriormente, que nos aguardan en algún almacén. Al contrario, tales almacenes serían síntomas de graves perturbaciones en el flujo circular de la economía. El consumo de nuestros ahorros significa normalmente que se nos mantiene con la producción actual en virtud del derecho que tenemos a ella por haberlo adquirido con nuestro esfuerzo productivo anterior, certificado por la sociedad por medio del dinero. En otras palabras, en tiempos de necesidad vivimos consumiendo lo que otro produce y no consume. Si dejamos de lado por el momento ciertas reservas y refinamientos sobre los cuales volveremos más adelante, esto es lo que significa la ayuda en el marco de la sociedad en su conjunto: el trabajo contemporáneo también produce en favor de quienes, en circunstancias de privación, consumen sin producir.

Con qué derecho los necesitados se nutren del flujo actual de la producción es cuestión muy distinta. El seguimiento de esta cuestión nos lleva a una encrucijada donde un brazo del poste señala el Estado Benefactor.

Las emergencias se pueden suplir ya sea con la providencia del propio individuo o bien con ayuda extraña. Es providencia propia si yo, con mi propio esfuerzo y bajo mi propia responsabilidad, he hecho provisión para las vicisitudes de la vida por medio del ahorro o del seguro; es ayuda extraña si yo traspaso esta carga a otros. La ayuda extraña puede ser voluntaria; puedo, por ejemplo, pedir prestado o aceptar la caridad, o el apoyo de mi familia, o de algún otro grupo, el cual, a su vez, cuenta conmigo cuando algún otro miembro necesita ayuda. En caso contrario, es obligatoria, y como esta obligación no sería de otro modo necesaria, se la considera una carga impuesta por el poder del Estado. Esto se expresa bien en el nombre mismo de "cargas sociales", las que, en la práctica, no se distinguen de la carga tributaria.

Ahora bien, es evidente que el lema "libres de necesidad" no tiene el carácter de un llamado a ser previsores, a ahorrar y asegurarse. No lo entendieron así, en este sentido de buena dirección doméstica, ni Roosevelt ni las masas. Lo que se da a entender es la ayuda extraña, no voluntaria sino obligatoria y en gran escala. Pero en ese caso todo lo que estar "libres de necesidad" significa es que algunos consumen sin producir mientras que otros producen y se ven obligados a renunciar a consumir una parte de su propia producción. Ese es el hecho escueto y elemental.

Ello justifica tres conclusiones. Primero, vemos una vez más cuán insensata es la idea de una suerte de cuarta dimensión, de un cuerno de la abundancia de cuyo interior se puede satisfacer cualquier reclamo de cualquier clase que pida ayuda debido a necesidad real o ficticia. No se puede repetir con demasiada frecuencia que lo que se da a uno hay que quitarlo a los demás, y que siempre que decimos que el Estado debe ayudarnos, estamos exigiendo el dinero, las ganancias o los ahorros de otro.

Con esto llegamos al segundo punto. Si es verdad que el moderno Estado Benefactor no es sino un sistema de providencia obligatoria organizada por el Estado y en constante crecimiento, es obvio que debe competir con las otras formas en que una sociedad libre se provee a sí misma: la autoprovidencia mediante el ahorro, el seguro y la ayuda voluntaria procedente de la familia y del grupo. Cuanto más se extiende el sistema obligatorio, tanto más invade la zona de la autoprovidencia y de la ayuda mutua. La capacidad de proveer para uno mismo y los miembros de la familia o de la comunidad disminuye y, lo que es peor, disminuye también la disposición a hacerlo. Peor aún, es demasiado claro que no hay cómo detenerse en este camino, porque cuanto menos capaces y dispuestos se encuentren los ciudadanos del Estado Benefactor para proveerse ellos mismos y ayudar a otros, tanto más urgente se torna la demanda de mayor crecimiento de la providencia masiva pública, lo que conduce a disminuir más aún la capacidad de proveer para uno mismo y ayudar a los demás, y la disposición a hacerlo. Es otro círculo vicioso más.

Esto constituye otra advertencia urgente de que no debemos permitir que el Estado Benefactor se desarrolle hasta su punto crítico. Si, lamentablemente, ya se hubiera llegado a tal punto, entonces debemos hacer todo lo que esté de nuestra parte para obtener una contracción de dicho Estado Benefactor desproporcionado y para ampliar el alcance de la autoprovidencia y de la ayuda voluntaria, a pesar de la fuerte resistencia política y social. El ensanchamiento de este alcance es una de las primeras tareas de hoy si queremos tener una sociedad sana y bien equilibrada. Sin duda que no hace falta insistir más en esto; estamos en la encrucijada de una sociedad libre y precolectivista.

El camino que debemos seguir está claramente trazado: no más Estado Benefactor sino menos; no menos autoprovidencia y ayuda voluntaria sino más. Y aquí llego a mi tercer punto. No podemos, hoy en día, prescindir de cierta cantidad de instituciones estatales obligatorias de previsión social. Las pensiones de vejez, los seguros de salud, seguros de accidentes, montepíos, subsidios de cesantía, tiene que haber cabida para todos éstos  en nuestro concepto de un sistema de previsión social sano en una sociedad libre, por poco entusiasmo que sintamos por ellos. No es el principio el que está en tela de juicio, sino el alcance, la organización y el espíritu.

El alcance, la organización y el espíritu de aquel mínimo de providencia pública obligatoria dependerán principalmente del propósito que se tenga. Aquí es donde las opiniones terminan por dividirse. Se trata del enfoque personal contra el colectivista, la libertad contra la concentración del poder, la descentralización contra el centralismo, la espontaneidad contra la organización, el criterio humano contra la técnica social, la buena dirección responsable contra el hombre-masa irresponsable. Luego de todo lo que hemos dicho, no necesitamos sin duda ni precisar nuestra opción ni justificarla. No se debe abusar del propósito de la providencia pública obligatoria mínima para instituir un sistema general destinado a cuidar de todos los ciudadanos y una organización de previsión social omnipresente.

Menos aún debe tomarse el problema de ayudar a los débiles y desvalidos como pretexto para nivelar todas las diferencias de ingreso y riqueza. No hace falta que repitamos a dónde conduce ese camino. Es el camino de la revolución social, con todas sus consecuencias de largo alcance.

Si rechazamos todo esto, nuestro propósito sólo puede ser el de prestar apoyo a los verdaderamente débiles y desvalidos para que no se conviertan en menesterosos; ni más ni menos. Esta ayuda debe ser subsidiaria solamente, para suplir allí donde los recursos propios del individuo o la ayuda voluntaria resulten insuficientes; no debe convertirse en la forma normal de satisfacer la necesidad de previsión.

El nivel adecuado no se excede mientras dicha providencia pública no debilite el impulso hacia la autoayuda voluntaria y ayuda de grupo para complementar el mínimo absoluto de subsistencia. La experiencia de Suiza y de los Estados Unidos señala que, pese a la introducción del seguro obligatorio amplio de vejez, el total de ahorros y de seguros de vida particulares ha subido notablemente. Esto prueba que es posible llegar a una situación tan conveniente, en tanto que Gran Bretaña y los países escandinavos, que son modelos del Estado Benefactor extremo, ofrecen ejemplos descorazonantes de lo contrario.[15]

Las anteriores consideraciones sin duda dejan una cosa absolutamente en claro. Y es que el problema de la previsión social en una sociedad libre no es principalmente un problema técnico de previsión social ni de administración social, menos aún de conveniencia política, sino un problema de filosofía social. Antes de ocuparnos de las matemáticas actuariales debemos tener una imagen clara de lo que queremos decir al hablar de una sociedad sana. Sólo entonces sabremos de qué lado poner el acento: si hemos de reforzar los recursos del individuo, su sentido de responsabilidad y de economía, junto con la solidaridad natural de los grupos pequeños, sobre todo de la familia, o bien si hemos de dar un impulso aún mayor a la