Introducción
Es generalmente reconocido que los “estados benefactores” en las democracias occidentales, en Europa y Estados Unidos (también se puede incluir a Japón en la lista) enfrentan severas crisis financieras. Las demandas de los electores por transferencias benefactoras, basadas en las expectativas del público sobre la continuidad de los programas corrientes, exceden la recaudación que los mismos electores están dispuestos a pagar en impuestos. Existe un desequilibrio entre los dos lados de las cuentas del presupuesto. Sólo en las décadas del 80 y del 90 las vulnerabilidades de los expandidos estados benefactores se volvieron crecientemente evidentes, junto con el reconocimiento de que no era sustentable en el largo plazo. El “modelo suizo” con generosos programas de apoyo general a los ingresos, junto con una muy alta presión tributaria, fue totalmente transformado de patrones a imitarse en los años 60 a patrones a ser evitados en los años 90.
No es necesario discutir aquí los temas en detalle las características institucionales país por país. La crisis en los Estados Unidos, en España, en Italia, en Alemania, en Suecia, en Japón y en otras partes son lo suficientemente similares para permitir una discusión que puede aplicarse en general.
En artículos anteriores y en mi próximo libro adelanté los argumentos en el sentido de que para que sobrevivan las democracias deben intentar preservar la generalidad o cuasi generalidad de los programas de bienestar social y, por el contrario, que la introducción de la discriminación abierta a través de métodos de prueba y objetivos sólo pueden debilitar el apoyo del público tal vez hasta el punto de hacer insostenible al estado benefactor. Debe surgir una versión política de la “tragedia de los comunes” cuando y si grupos de interés identificables se dan cuenta de los beneficios o transferencias particulares que se prometen a través de impuestos discriminatorios crecientes.
Lamentablemente las democracias benefactoras occidentales están cambiando en una dirección opuesta a la que yo sugeriría como deseable. Enfrentados con presiones crecientes reclamando por supuestos derechos sobre los fondos recaudados por impuestos acompañados por presiones igualmente fuertes en contra de una mayor presión tributaria, los líderes políticos (de todas las extracciones ideológicas) son presionados para buscar soluciones seleccionando lo que ellos consideran los objetivos más vulnerables. ¿Por qué debería permitirse a “los ricos”, que pueden haber participado junto con otros en el financiamiento de los programas de bienestar, participar de lo beneficios cuando, claramente, los miembros de este grupo “pueden financiar” su propio retiro y seguro médico? No se realiza una distinción de categorías entre un programa de bienestar social general y uno que apoya solamente a los que están definidos como “en necesidad”. En términos de las implicancias políticas es importante distinguir entre el “estado benefactor general” y el “estado benefactor discriminatorio”. Y lo que veo que ocurre es que las democracias occidentales que se están pasando a esta última con muy poco o ningún reconocimiento de lo que está ocurriendo.
En las siguientes líneas, primero examinaré el desarrollo histórico del Estado benefactor de las democracias, seguido de un diagnóstico del dilema en el que los estados benefactores modernos se encuentran. Esto incluye el diagnóstico de algunos de los elementos que durante el último siglo provocaron crecientes disparidades entre lo que se le pide al Estado y la capacidad de atenderlas. Luego de este diagnóstico, discutiré en más detalle la diferencia entre programas generales y discriminatorios. Por último sugiero que la apertura de la economía mundial, determinada tecnológicamente, pondrá límites al dilema del funcionamiento del Estado benefactor en todos los países.
El Estado Benefactor en la Historia
Puede ser útil comenzar contrastando las actitudes públicas hacia la política en el siglo XX y en el XVIII. Muchas veces he pedido a la audiencia y a los lectores que se ubiquen mentalmente a fines del siglo XVIII, particularmente como lo representaban David Hume, Adam Smith y los padres fundadores de América, especialmente James Madison. Estas y otras figuras importantes del Iluminismo no pensaban en términos de cómo el Estado –la organización colectiva- podía promover el bienestar de los individuos; su principal interés radicaba en evitar que el Estado tiranizara a los individuos. ¿Cómo podía la autoridad política, que ellos reconocían que era necesaria para evitar saltar hacia o desde la anarquía Hobbsiana? ¿Cómo podía el Estado proveer el marco dentro del cual las personas puedan llevar a cabo sus actividades sin pasar estos límites? El tema principal era: cómo limitar el poder político. A estos filósofos sociales no les interesaba responder a la pregunta: ¿Cómo puede el Estado activamente promover el bienestar de los ciudadanos?
Es escepticismo del siglo XVIII acerca de la política y los políticos, en realidad acerca de toda la gobernabilidad política, desapareció en el siglo XIX. Podemos identificar varias fuentes que provocaron este cambio. El romanticismo alemán surgió para contraponerse al liberalismo clásico, y este romanticismo estuvo acompañado de la noción hegeliana de que el hombre finalmente se realiza a sí mismo por completo solamente en la experiencia colectiva. Una segunda fuente invoca a lo que he llamado “la falacia electoral”. En la época histórica que estamos viendo, los gobiernos estaban en el proceso de transformarse de monarquías autocráticas, con una separación clara entre clases aristocráticas y rangos inferiores, en democracias electorales. La Revolución Francesa finalmente ocurrió y la soberanía popular adquirió significado genuino en las actitudes del público. Era de esperar que este giro produjera una suavización del escepticismo acerca de la eficacia de la política como así también del comportamiento de los políticos. Si nosotros, el pueblo, podemos deshacernos de los opresores, ¿Por qué nos deberíamos preocuparnos por controlar al nuevo poder?
Finalmente, el genio de Karl Marx nunca debe subestimarse. Marx brillantemente contrapuso las implicancias lógicas de la todavía incompleta economía clásica y las características indeseables que se observaban del naciente capitalismo industrial. Él, y sus seguidores, inteligentemente se abstuvieron de una definición cuidadosa de la alternativa socialista; de esta manera que la imaginación romántica volara para construir utopías inviables.
Esta breve historia nos ayuda a entender la motivación del Príncipe Bismarck al introducir el Estado Benefactor al final del siglo XIX. Él le temía tanto a la democracia popular como a la revolución marxista, y predijo que los trabajadores industriales podrían ser mantenidos leales al colectivo –al Estado- si eran sobornados con promesas de seguridad social. En cierta medida Bismarck tuvo éxito; el atractivo de la ideología marxista nunca fue lo suficientemente fuerte para convertirse en una fuerza importante en los países desarrollados. Pero Bismarck creía en el atractivo de los programas de bienestar financiado por el Estado en un marco político y con una votación abierta, aun incluyendo tanto a los que reciben los beneficios como a los que pagan impuestos.
El siglo XIX se caracteriza por la maduración de las ideas del Estado Benefactor de Bismarck en general, se pasó de transferencias estatales limitadas a transferencias masivas al llegar el final del siglo –un proceso que pudo llevarse adelante sin inhibiciones luego de los desajustes de las dos grandes guerras y de la Gran Depresión entre ocurrida entre ellas. El moderno Estado Benefactor llegó a todo su esplendor sólo después de la segunda mitad del siglo XX. El hecho de que esto haya ocurrido temporalmente junto con la demanda de recursos de la Guerra Fría confirma la popularidad política de los programas de transferencias fiscales y también sugiere el desequilibrio potencial cuando y si los compromisos insostenibles hacen cobrar conciencia al público.
¿Por no el Estado Benefactor?
Un crítico puede estar pronto a preguntar cuál es el problema. Si las personas a través de sus representantes y partidos elegidos democráticamente, eligen gastar algo o inclusive una suma considerable para financiar transferencias fiscales en apoyo de aquellos que necesitan de asistencia social, ¿por qué la consecuencia debería ser insolvencia política o del gobierno? ¿Por qué es el Estado Benefactor incompatible con la democracia?
Hay dos características distintivas de las modernas democracias que se combinan para generar la incompatibilidad. Primero, de la manera que están organizadas las instituciones mayoritarias de la democracia, las decisiones políticas no se toman por consenso de todas las personas o por sus representantes. En cambio, las decisiones se toman a través de acuerdos de organizaciones de coaliciones mayoritarias que ejercen la autoridad para tomar decisiones involucrando a todos los miembros de la comunidad política. La “lógica natural” de la regla de la mayoría implica trato diferencial o discriminatorio hacia aquellas personas o grupos que están en minoría. Por sí misma esta característica discriminatoria de la regla de la mayoría no tiene por qué crea problemas mayores si las coaliciones mayoritarias rotaran en ciclos electorales secuenciales y si la explotación de las minorías se mantienen dentro de límites a través de restricciones operativas.
Sin embargo, cuando se identifica una segunda característica –una que es ampliamente descriptiva de los Estados Benefactores modernos- se siembran las semillas de la insolvencia fiscal o de una revuelta fiscal. Si las coaliciones mayoritarias están autorizadas a iniciar acciones fiscales que no sólo implementan transferencias entre distintos grupos o clases de ciudadanos dentro del ciclo electoral temporalmente definido, sino que también implica que las transferencias fiscales continuarán en los períodos subsecuentes de dominio electoral, puede dar lugar a una creciente presión de obligaciones. La rotación de la autoridad política entre coaliciones de mayorías que se alternan no tenderá a autocorregirse.
Considere el siguiente ejemplo ilustrativo. Una coalición mayoritaria, llamada A, ejerce su autoridad constitucional y comienza un programa de derechos por el cual se designan a todos los miembros de algún grupo, t, como beneficiarios de una transferencia fiscal. Si estas transferencias se autorizan sólo por un período, o período tras período, no surge ninguna dificultad particular. Una coalición alternativa, llamada B, podría, cuando llega al poder, simplemente eliminar la transferencia hacia los miembros de t o elegir a otro grupo que se beneficie de ella. Sin embargo, en el moderno Estado Benefactor, un programa de beneficios con final abierto se interpreta ampliamente como que implica que, una vez elegido como grupo beneficiado por transferencias fiscales, los miembros de dicho grupo tienen derechos legítimos sobre la recaudación de todos los períodos futuros. La política moderna procede cómo si la aprobación de un programa de gastos de beneficencia implicara dos componentes distintos: (1) transferencias fiscales durante el período de aprobación de la ley y (2) promesas u obligaciones para realizar transferencias similares en los períodos siguientes. Es como si se hubiese creado una deuda que encierra una obligación de parte de la unidad política a hacerse cargo de los reclamos de todos los que inicialmente fueron elegidos como beneficiarios de las transferencias.
Considere la situación que enfrenta la coalición mayoritaria alternativa, B, en este escenario. Negarse a cumplir con los reclamos de los miembros de t, el grupo beneficiado, equivale a incumplimiento de la deuda pública. Antes que seguir este curso de acción suicida, la coalición simplemente cumplirá con los reclamos y, por su propia iniciativa, buscará satisfacer a sus respaldos políticos estableciendo un nuevo programa de transferencias. Cualquier intento de disminuir el tamaño de las transferencias, dentro de las democracias modernas, se vuelve imposible debido a la combinación del poder de la mayoría por un lado y las supuestas deudas por otro.
¿Por qué ahora?
Es relativamente fácil identificar los elementos involucrados en el desarrollo tanto de las instituciones políticas como de la actitud del público hacia estas instituciones que han llevado los problemas a dimensión de crisis en los últimos años del siglo XX y que hace más difícil una solución satisfactoria de estos problemas. Primero de todo, esta es la arrogancia fatal del socialismo (Hayek 1988) que encierra la separación entre producción y consumo de los bienes económicos (Buchanan 1993). La arrogancia lleva directamente al aumento del Estado Benefactor, que por lo general se defiende con un argumento basado en el supuesto de que las demandas de derechos sobre los bienes económicos reflejadas en las transferencias fiscales se apoyan en un stock pre-existente inagotable y continuo. El final de los grandes experimentos socialistas, a través de las revoluciones comprendidas ente 1989-91, contribuyeron mucho a modificar esta arrogancia fatal, pero todavía se mantienen residuos en el comportamiento político y del público.
En segundo lugar está la ilusión keynesiana que fue especialmente importante en las décadas críticas de mitad del siglo cuando se formó el estado benefactor. En una formación mental que implica una separación total entre el análisis del funcionamiento macroeconómico y la política de la implementación, se adelantaron argumentaciones que parecían ofrecer una supuesta justificación a favor de una financiación del déficit por encima de lo que surge de los principios clásicos de finanzas sólidas (Buchanan y Wagner, 1977). La menor preocupación acerca de la creación de medidas de déficit fiscal explícitas implica a su vez una menor preocupación acerca de las deudas implícitas de los programas de transferencias sin una finalización determinada. Además, inclusive si los reclamos en períodos futuros sobre la recaudación fiscal son plenamente reconocidos, la falta de preocupación sobre el déficit fiscal inspirada en Keynes provoca aceptación en vez de oposición. Si las estructuras no permiten generar la suficiente recaudación fiscal para cumplir con las demandas, ¿por qué no financiar estos reclamos emitiendo más deuda?
Las dos primeras fuentes de stress fiscal implican errores de razonamiento –mala ciencia- que tienen influencias importantes en la formación de la acción política. Surgen elementos exacerbantes adicionales de los cambios estructurales a partir de las cuales surgió el Estado Benefactor durante la segunda mitad del siglo y que estarán sujetos a cambios en las próximas décadas. La tercera fuente de stress fiscal es familiar, surge del cambiante perfil generacional de todos los Estados Benefactores de Occidente. En todos los países una parte muy importante de las transferencias es la que cae sobre el ingreso productivo y lo pasa a los que se han retirado del trabajo productivo. Estos sistemas se basan en estructuras de transferencias, y, como tales, la tasa tributaria que se requiere para financiar cualquier nivel de pago a los retirados depende fundamentalmente de la relación proporcional de estos dos grupos. Si la población crece ya sea por mayor tasa de natalidad o por inmigración, los pagos de las jubilaciones pueden mantenerse e incrementarse sin crear presiones presupuestarias impropias. Si, por el contrario, el crecimiento de la población es lento y toda la población vive más, la tasa tributaria necesaria para mantener los niveles de jubilación existentes se vuelven intolerables. Y, como todo el mundo sabe, esta relación se está moviendo en la dirección incorrecta en los Estados Benefactores de Occidente, casi todos ellos tienen estructuras de pensiones basadas en transferencias masivas.
Un elemento final que merece una mención especial aquí se aplica directamente al segundo mayor gasto en el moderno Estado Benefactor: el financiamiento del gasto en salud. En este caso las demandas tiende a ser ilimitados en el tiempo en amplio contraste con las jubilaciones, estas demandas no están definidos objetivamente en unidades monetarias. Por el contrario, las demandas se hacen en especien (cuidado médico) que debe proveerse por una industria. Dejando de lado los temas de moral involucrados, la traducción necesaria de servicios a costos puede hacerse sin mayores dificultades en un contexto donde la tecnología no cambia o lo hace muy lentamente. Pero, si la tecnología cambia rápidamente, y si los cambios implican costos crecientes, hay un elemento inflacionario interno en el programa, casi independientemente de cómo se lleve a cabo la provisión de los servicios. La dificultad se vuelve más severa si los miembros de la sociedad, como beneficiarios potenciales de los servicios, como así también sus agentes políticos, quedan a merced de los “expertos” de la industria proveedora para definir qué es y qué no es un servicio adecuado. Con los desarrollos en la medicina moderna hacia el final del siglo, parece poco probable que una reorganización de los programas de salud puedan asegurar que los gastos serán suficientes para acompañara al avance tecnológico.
El Estado Benefactor General y la Eficiencia Política
Voy a resumir la argumentación anterior. He sostenido que el funcionamiento de una democracia mayoritaria en un marco constitucional que permite la introducción de supuestos derechos debe producir un fuerte aumento en los programas de transferencias. Luego he identificado algunas fuentes que han intensificado la presión fiscal hacia el final del siglo. Estas falsas ideas se resumen en la arrogancia fatal de la ilusión del socialismo y del keynesianismo que fracasaron en visualizar apropiadamente las consecuencias de largo plazo de las medidas adoptadas. Estas consecuencias son, a su vez, más serias de lo que hubieran sido debido a la mayor esperanza de vida de la población en las democracias occidentales y debido al explosivo desarrollo de la tecnología en la medicina.
Los argumentos que realicé dan una explicación a las crisis que se enfrentarán hacia finales del siglo. Hay dos maneras en que los Estados pueden responder, y ya he expresado mi temor de que las respuestas sean en el camino errado y no en el correcto. Es útil clarificar más la distinción.
El Estado Benefactor de Bismarck puede describirse con precisión como general o cuasi-general en sus características básicas. Con estos términos me refiero al hecho de que los programas han sido financiados a través de impuestos generales en su mayor parte, y que los beneficios también se otorgaron en otorgaron en forma general en vez de hacerlo en forma discriminatoria o diferencial. Considero que los sistemas de retiro de reparto se basaron en criterios cuasi generales. Estas estructuras implican, en realidad, transferencias de un grupo hacia otro. Pero se mantiene la generalidad en el sentido que todas las personas tienen esperanzas de calificar para recibir una jubilación porque todas las personas (que sobreviven) se vuelven viejas. Los programas de salud tienen las mismas características, no todas las personas se enferman, pero todas las que se enferman califican para recibir un subsidio de programas financiados por el Estado.
La generalidad o cuasi generalidad es un elemento crítico importante para determinar la eficiencia política de quiénes se beneficiarán con los programas de bienestar social. Considere la situación que enfrenta un miembro de una coalición mayoritaria exitosa, o su partido político, al tener que elegir entra alícuotas de impuestos y gastos para tal o cual programa, incluyendo la manera de elegir como pueden rescatarse esos programas de caer en un caos fiscal. Un aumento en la alícuota general de los impuestos necesariamente se aplica a todos los miembros de la sociedad incluyendo a aquellos que forman parte de la coalición mayoritaria. No se tratará un aumento de los impuestos como una carga para la minoría que no está en el poder y lo mismo ocurrirá con los cambios en los beneficiarios. En un sistema general o cuasi general, las elecciones políticas no pueden reflejar un tratamiento diferencial o discriminatorio entre grupos separados de gobernantes.
La generalidad o cuasi generalidad puede llegar a mantenerse en respuesta a una crisis fiscal modificando las tasas de impuestos y/o las tasas de transferencias para todos los miembros de la sociedad. Por ejemplo, las jubilaciones basadas en un esquema de transferencias puede hacerse solvente incrementando la presión tributaria general, disminuyendo los jubilaciones a todas las personas, cambiando la edad en que se jubila la gente o alguna combinación de las tres anteriores. La eficacia política de toda la estructura se incrementa porque, en cualquiera de estos cambios, todas las personas y grupos comparten el ajuste. La ventaja es pequeña o nula para asegurarse ser miembro de la coalición política mayoritaria.
Estas reformas se pueden contrastarse dramáticamente con las que violan el principio de generalidad o cuasi generalidad y reflejan una respuesta a la crisis fiscal a través de la introducción o ampliación de un trato discriminatorio tanto en los impuestos como en las transferencias. Tomemos como ejemplo la introducción de promedios para determinar si una persona califica o no para acceder a una jubilación. Si las personas que tienen un ingreso o acumulan una riqueza que superan ciertos límites definidos no califican para acceder a la jubilación, a pesar de haber estado pagando los impuestos durante su vida laboral, necesariamente considerarán que el sistema es explotador. Ocurrirán cambios de actitud similares si se aumentan los impuestos sólo a algunos miembros del programa y dejando a otros con impuestos reducidos. Los discursos políticos se concentrarán en los conflictos de distribución entre las distintas clases, y el juego político mismo se convertirá en una fuente de formación de conflicto de clases.
Cualquier intento de modificar el Estado Benefactor moderno que se aleje de programas generales o cuasi generales de ayuda creará incentivos para que los políticos inviertan recursos en organizar coaliciones mayoritarias. Si los programas del Estado Benefactor comienzan a ser considerados como medios a través de los cuales, aquellos que son exitosos políticamente, pueden asegurarse ganancias a costa directa de los que no son exitosos políticamente, el desperdicio de recursos involucrado en la búsqueda de la renta de la mayoría crecerá sustancialmente. En este escenario político, el Estado Benefactor occidental como lo conocemos no sobrevivirá. Un Estado Mezclador, como fue definido provocativamente por Anthony de Jasay (1985), reemplazará al Estado Benefactor, tal vez no en el nombre pero si en la realidad.
Los Estados Benefactores Democráticos y la Economía Globalizada
Llegados a este punto, la discusión ha transcurrido bajo el presupuesto implícito de que las distintas unidades nacionales son totalmente autónomas una de las otras. Como se hizo notar antes, el problema de las democracias de bienestar maduras son significativamente similares, a tal punto que la discusión general son igualmente aplicables en todas las naciones. Sin embargo, el punto que ahora quiero enfatizar es que los distintos Estados nacionales, como unidades políticas, no son autónomos, y las fuerzas competitivas generadas en un mundo económico crecientemente integrado impone restricciones al conjunto de opciones políticas como así también en las direcciones de los cambios perseguidos por cada uno de los Estados.
Cualquier programa de bienestar, involucrando tanto impuestos como transferencias, es económicamente ineficiente en el sentido restringido y convencional. Puede producirse una canasta más grande (y de mayor valor) de bienes y servicios si no existiera un proceso de transferencia a través de los impuestos. Por supuesto, las ineficiencias de este tipo, pueden ser disfrazadas como costos que son superados por los beneficios que un programa de bienestar social promete como mejor a un objetivo alternativo –seguridades sociales de distintas formas.
Más allá y por encima de estas ineficiencias económicas, familiarmente conocidas como cargas excesivas, los sistemas de bienestar social pueden crear ineficiencias políticas en varios grados de importancia. Y, como se dijo anteriormente, la estructura de un programa de bienestar social en sí misma puede generar su propia pérdida de eficiencia. En la medida que un programa hace diferencias entre clases o grupos, ya sea por el lado de los impuestos o por el lado de las transferencias, se generan incentivos adicionales para invertir en esfuerzos que aseguren un tratamiento favorable y que protejan de los desfavorables. La ineficiencia política se da a través de la búsqueda de renta de la mayoría (Buchanan 1995) y se puede medir por la cantidad de recursos destinados al intento de organizar y reunir a las coaliciones de mayorías dominantes en posición de autoridad política.
La ineficiencia política no se elimina totalmente en un Estado Benefactor que se sujete a normas generales o cuasi generales. Pero cerrando las fuentes más importantes de discriminación las ganancias y pérdidas deben seguramente detener el despilfarro masivo que de otra manera se podría predecir que ocurriría. Pero, ¿qué es lo que puede surgir para impedir que las fuerzas naturales de las políticas internas no se encaminen por un sendero discriminatorio? Aquí, por lo menos me parece a mí, puede surgir una competencia entre unidades nacionales, real o potencial que proteja inclusive a las mayorías políticas contra el exceso lógicamente implícito de un batido de distribución.
Las democracias occidentales, junto con otros países desarrollados, están crecientemente abiertas al flujo de comercio y de movilidad de capital de la era de la electrónica. Los cuadros de las ligas internacionales van desapareciendo lentamente de la prensa y la CNN ofrece a cualquiera y en cualquier parte lo que está ocurriendo en cualquier lugar. Una coalición mayoritaria que encuentra que sus políticas producen pérdidas comparadas internacionalmente no se podrá mantener en el poder. Por supuesto, el tamaño relativo cobra importancia en este punto. Las presiones, digamos sobre Nueva Zelanda, para transformar su sobredimensionado Estado Benefactor durante la década del 80 eran naturalmente superiores que las presiones, digamos de los Estados Unidos durante la década del 90. Sin embargo, parece apropiado concluir que ningún Estado moderno puede mantenerse muy ineficiente debido al exceso de sus conflictos distributivos internos. El dilema de las condiciones en el cual todos los grupos pierden en un sentido de costo de oportunidad será demasiado obvio; se llevarán a cabo reformas constructivas que restauren la generalidad al menos en alguna medida, aunque también puede ser una consecuencia necesaria reducciones en los programas.
Las fuerzas por la competencia se oponen naturalmente a las fuerzas de la cartelización, y estas fuerzas compensadoras operan tanto en el terreno nacional como en el internacional. Los defensores de un Estado Benefactor sobredimensionado y discriminatorio harán esfuerzos para asegurar acuerdos internacionales que aseguren grados comparables de subsidios en los distintos países, y de esta manera apuntan a eliminar las presiones competitivas.
Europa merece un párrafo especial en relación a esto, dado que el peligro de una centralización efectiva parece muy real. Mi propia interpretación es que Europa, al comienzo de la década del 90, perdió su única oportunidad histórica de organizarse en un genuino federalismo competitivo (ver Buchanan, 1990b, 1997a). La visión dirigiste, que surge de Bruselas y ser refleja en los términos del Tratado de Maastricht, parece haberse impuesto. Y los distintos estados naciones dejaron de competir unos con otros en la red integrada de intercambio europea. Ha habido una falla general para entender la diferencia fundamental entre una uniformidad emergente de un proceso competitivo y una uniformidad impuesta como medio de evitar que este proceso competitivo ocurra.
Se puede anticipar que una Europa en que los Estados Benefactores separados están centralizados perderá en la comparación internacional con los países de Asia, América Latina e inclusive Norte América que reforman sus programas sociales en una línea que disminuye el despilfarro de recursos que provoca la competencia por la búsqueda de renta. El “modelo social” que muchos europeos sostienen que es superior en comparación con los Estados benefactores más limitados de otros lugares no será económicamente viable en el siglo XXI.
Conclusión
Me he concentrado casi exclusivamente en los elementos que provocan las crisis económicas fiscales que confrontan las democracias de Occidente debido a los compromisos insostenibles de varios programas de transferencias de seguridad social. No he analizado todo el conjunto de temas importantes que pueden empeorar en vez de atenuar las crisis fiscales más leves. Me refiero aquí a la continua y saludable disipación de lealtades de unidades políticas nacionales históricamente definidas (naciones estado) junto con las implicancias de un gobierno democrático centralizado. Federalismo, descentralización, privatización, comunitarismo, sociedad civil, estos términos están en el aire y sus puntos comunes implícitos no sugieren que los Estados Benefactores, como los conocemos hoy, puedan sobrevivir. Mi punto central es sólo sugerir que la supervivencia es posible sólo si se conserva la generalidad. Como he afirmado en varias ocasiones, el Estado Benefactor puede sobrevivir si se pone un límite a sí mismo en general; el Estado Benefactor de transferencias discriminatorias no sobrevivirá. Si los líderes políticos modernos se mueven estrictamente dentro del redistribucionismo, enfrentarán una rebelión tributaria en detrimento de los más necesitados de apoyo estatal. En la democracia, los “pobres” pueden transitar con otro en el carruaje, no pueden esperar transitar solos, al menos de una manera confortable.