Parecer quiere el denuedo

de vuestro parecer loco,

al niño que pone el coco

y luego le tiene miedo.

(Sor Juan Inés de la Cruz)

Uno de los fenómenos más pasmosos de los que estamos viviendo –y vaya que el mundo ofrece varios ejemplos- es el del proceso de autoengaño y posterior desengaño de miles, tal vez millones, de mexicanos respecto de Andrés Manuel López Obrador. Durante meses el puñado de periodistas y observadores que criticamos al iluminado de Tabasco fuimos objeto de burlas, insultos, comentarios condescendientes y diatribas. Se nos llamó de todo: Ultraderechistas, fascistas, corruptos, venales, ignorantes, instrumentos de la reacción, esbirros del gran capital y un largo catálogo de lindezas. No faltaron las amenazas, desde las veladas hasta las descarnadas; lo mismo se nos avisó que seríamos ajusticiados por el bendito pueblo que se nos conminó a abandonar el país donde, se nos señaló, no tendríamos cabida, una vez que el señor López fuese elevado a la silla presidencial en olor de santidad.

Los moderados nos veían –y lo comentaban con más o menos discreción- como unos pobres exaltados, incapaces de ver con serenidad el avance de “la izquierda” en México y de entender que López sería una suerte de Lula mexicano o de Felipe González azteca. Alguno de los intelectuales que hoy firman desplegados censurando las locuras de López y proclamando que las elecciones fueron limpias y transparentes, hace tan sólo un mes y medio aseguraba –ante la ciudad y el mundo, como sumo pontífice- que las propuestas de López eran impecables. Si uno criticaba a López sólo cabían dos explicaciones para esa conducta detestable: O uno era esbirro a sueldo de Carlos Salinas de Gortari o uno pertenecía a una de esas horripilantes organizaciones secretas de trasnochados y cerriles mojigatos –como el Yunque- que añoran las cruzadas y las benditas épocas en que los reyes católicos expulsaban de un plumazo a los judíos de España.

No digo que nos deban una disculpa. No. Cada cual su conciencia, sus prejuicios y sus beneficios. Lo que digo es que bastó con que el desquiciado estrangulara parte de la Ciudad de México para que descubriesen, como por arte de magia, lo que había estado ante sus ojos desde hace seis años por lo menos: López Obrador era y es un peligro para México.

Y es un peligro no porque tenga “ideas de izquierda” (que no las tiene), sino porque es un vulgar populista que confunde la democracia con el asambleísmo y las falsas votaciones a mano alzada en medio de una plaza. Y es un peligro no porque le preocupen los pobres (que, sospecho, no le preocupan), sino porque utiliza a la pobreza y a los pobres como palanca para hacerse con el poder. Y es un peligro no porque sea –él lo ha negado con vehemencia- un “ambicioso vulgar”, no, esos abundan y son más o menos mediatizados por las prebendas y el dinero mal habido, sino porque es un ambicioso sin tasa ni medida, cuya única y suprema ambición es el poder. Y es un peligro no porque sea un vulgar corrupto (aunque esté rodeado de personajes de esa ralea), sino porque es un corrupto “con causa”, de los que corrompen y se corrompen para lograr el poder. Esos son los peores porque engañan a los incautos y se disfrazan de austeros y sencillos.

El problema es que a estas alturas –cuando se han caído las máscaras- nos encontramos con que buena parte de nuestros pretendidos intelectuales carecieron, cuando más falta les hacía, de honestidad intelectual. El problema es que hoy nos damos cuenta que o fueron incautos (por tontos y arrogantes) o fueron corruptos y traicionaron la única causa a la que deben servir los auténticos intelectuales: La verdad.

Tarde o temprano las cosas caen por su propio peso. ¡Y vaya que la verdad pesa y es difícil ocultarla a todos y todo el tiempo!

Qué bueno que hoy los más o menos arrepentidos sean legión. Pero como sociedad no estaría de sobra que extrajésemos algunas lecciones de este proceso de autoengaño y cruel desengaño. Por lo pronto, que nuestra pretendida clase intelectual –salvo valientes excepciones, como un Jaime Sánchez Susarrey o un Enrique Krauze- deja mucho, casi todo, qué desear. Además, que la honestidad intelectual –que lo mismo exige rigor y método así como una constante capacidad de autocrítica- no es ningún lujo, sino una necesidad de primer orden para el bienestar de las naciones.

Otras lecciones: Salvo excepciones contadas, los medios de comunicación no sirven a la verdad sino al mejor postor y a las ambiciones de sus dueños. Esto es especialmente cierto y triste respecto de las dos principales cadenas de la televisión mexicana y, sobre todo, respecto de Televisión Azteca: ¡Qué espectáculo más lamentable verlos deshacerse en alegatos a favor de la limpieza en las elecciones, cuando sólo un par de semanas antes parecían postrarse a los pies de su bajeza atribulada, con zalamerías y arrumacos, haciéndole el juego a sus enfermizas suspicacias! Hicieron, y lo saben, un mal negocio. No sólo por los millones de pesos que aún les deben López y su pandilla, sino porque tampoco cobrarán los favores prometidos.

Que con su pan se lo coman. (Y que, por favor, Felipe Calderón se inmunice desde ahora contra las adulaciones televisivas que tanto daño le han hecho al gobierno de Fox, a través de su ambiciosa cónyuge).