Con la colaboración de Edgar Moreno

Buena parte del conflicto postelectoral se sostiene en un debate en torno a la calidad y viabilidad de las instituciones políticas del país. La necesidad de simplificar los mensajes para hacerlos rentables en el mercado político, sin embargo, ha tenido como consecuencia la pérdida de los argumentos y las conclusiones parecen definitivas. Se han erigido los bandos que defienden a las instituciones y aquéllos que las atacan. La discusión seria sobre sus alcances y límites, sus aciertos y errores, ha estado ausente o en el mejor de los casos, relegada a un segundo plano.

Cuando desde la plaza se vocifera que las instituciones han caducado y que son obsoletas, parece que se olvida lo mucho que se ha avanzado en la construcción de un México democrático. Del mismo modo, cuando desde pequeños foros se predica la inmaculada calidad de las instituciones y la perfección de sus acciones, se pierde la capacidad de ver las agendas pendientes. Pero aún peor que estas visiones son aquéllas que aceptan un diagnóstico intermedio y presurosos preparan, eclécticos oportunistas, las reformas políticas.

Es necesario un diagnóstico objetivo para entender si las instituciones de la democracia son actuales para dar cabida al pluralismo y la competitividad democrática, si pueden canalizar el conflicto político por la vía pacífica, si son suficientes para resolver los problemas que les dieron origen. Lejos de la candidez de conclusiones apresuradas debe privilegiarse el análisis concienzudo de la realidad política. Que el conflicto postelectoral es producto del diseño institucional no es una conclusión obvia.

A grandes rasgos el problema es que un competidor ha decidido rechazar los resultados electorales porque no le favorecen. Sin evidencia de fraude ha encontrado más rentable el desconocimiento de las autoridades electorales y la descalificación de las instituciones públicas. Este competidor derrotado tiene además una base de seguidores que si bien decrece con el tiempo aún es amplia (el 2 de julio lo apoyó el 35% del electorado y hoy sólo está dispuesto a participar en sus acciones el 20%). Por otro lado, el perdedor tiene de su lado un gobierno que obedece a sus intereses partidistas, legítimo o no, porque también lo encuentra más útil.

La crisis postelectoral puede tener dos aristas. Por un lado, ser la evidencia de que las instituciones políticas no alcanzan para canalizar el conflicto democrático; es decir, que son causa de que exista el problema. Por otro lado, demostrar que las instituciones no sean capaces de resistir los embates de un actor político relevante que ha decidido salir del juego democrático; es decir, que las instituciones si bien adecuadas son débiles y no pueden lidiar con las consecuencias del conflicto.

Las instituciones acotan los espacios de decisión de los políticos profesionales y de sus electores. Pero también es ingenuo creer que las instituciones agotan la política. Si bien generan incentivos que delinean el comportamiento de los actores políticos, hay en éstos últimos un rol importante. Si bien los políticos profesionales son producto de las instituciones que los norman, formales e informales, también son ellos quienes las diseñan como respuesta a sus dilemas de ambición política.

Si las instituciones políticas son la causa del conflicto postelectoral mexicano, qué instituciones y en qué momentos pudieron ocasionar el conflicto. Como causa del conflicto en sentido estricto, sólo la credibilidad de las instituciones electorales pudo haber ocasionado una crisis. O producto de nuestro diseño constitucional, vivimos la consecuencia de un sistema presidencial acusado de generar una situación donde el ganador toma todo y el perdedor no se queda con nada.

La credibilidad en el IFE pasó de 66 a 60 por ciento de junio a agosto. Una caída más bien pequeña que lo sostiene como una de las instituciones más confiables. Sólo alrededor del 20% de la población, altamente correlacionada con haber votado por el perdedor, creen que la decisión del TEPJF debería ser cuestionada. Sin evidencia de fraude en la elección, más bien parece que esas instituciones funcionan adecuadamente. El argumento que se dirige a la equidad en la contienda parece tener mayor fuerza. Se dirige a la legislación electoral en términos de fiscalización de recursos y la participación de privados en la contienda pública, sin duda deberá ser revisada.

El problema de fondo es que es posible para un actor político sembrar la desconfianza. La ineficacia gubernamental, la discrecionalidad de los políticos y la opacidad con la que toman sus decisiones, son el caldo de cultivo para esa desconfianza que, en última instancia ha surgido de la ausencia de un vínculo electoral estrecho entre políticos y electores. En este sentido, hay que revisar los mecanismos de rendición de cuentas del electorado. La reelección legislativa que tanto aportaría en este sentido y que fue rechazada en la anterior legislatura por el PRD y el PRI, debe ser replanteada.

Que el PRD lea en su derrota presidencial una situación donde el ganador tomó todo, sólo es un ejemplo de la crisis de una clase política que se resiste al cambio al que las instituciones le orillan ineluctablemente. Comprender que el presidencialismo a la mexicana, el del pasado, ha cedido ante el poder compartido es una lección institucional que la clase política mexicana tendrá que aprender muy pronto.