Eran las 9:00 del 29 de septiembre, en 1900. Un ferviente orador, con decimonónica oratoria, decía grandes cosas ante Porfirio Díaz. La ocasión: inaugurar el que décadas después habrían de llamar “Palacio Negro” en los llanos de Lecumberri.

“Señor presidente: en las solemnidades inaugurales á que os llaman vuestro deber oficial y el amor de vuestros conciudadanos, vuestra presencia ha consagrado el nacimiento de centros de actividad productora y fecundante; al extenderse vuestra diestra han partido las locomotoras para surcar los desiertos de nuestro territorio y habéis llevado siempre y por doquiera la fuerza, el movimiento y la vida. Hoy no, señor presidente: aquí todo va á ser silencio, quietud, casi muerte; al poblarse estos recintos se advertirá apenas que albergan seres vivientes; al perderse el eco de vuestros pasos, comenzará el reinado del silencio y de la soledad.

“Pero así como en las tinieblas y el silencio del mundo subterráneo se elaboran el oro, la plata y el diamante que nos dan la riqueza, el hierro y el carbón que nos dan el dominio de las fuerzas naturales, y se nutren las raíces de las plantas que nos dan el sustento y la vida, del mismo modo va á elaborarse aquí, también en el silencio y en la obscuridad, un factor de vida social, de progreso, que nos dará la riqueza y el dominio de las fuerzas naturales y el sustento y la vida en el mundo moral; el fundamento más profundo y primero del orden, el que parte de más abajo y se eleva más alto: ¡LA JUSTICIA!”

Quien tales palabras profería fue uno de los más destacados pensadores, precursor de la criminología en México y presidente del Consejo de Directores de esa cárcel, al alborear el siglo XX. Década y media después, en una ironía de la política, habitó ese penal por unos meses en la pleamar revolucionaria. Tan ilustre preso político se entretuvo en contar las moscas que mataba (más de 30,000). Pero en 1900 no esperaba eso:

“¿Qué sea lo que de ella debamos esperar? ¿Será, como algunos lo creen, la panacea del delito, la piedra filosofal que en el orden moral trueque en el oro exquisito de la virtud el cieno corrompido del vicio y el crimen? ¿O será acaso, como piensan los pesimistas, un esfuerzo vano y estéril que en nada alterará las condiciones de la actividad criminal, y permitirá que el delincuente siga su marcha cruelmente invasora y triunfal, y que continúe la prisión degradando a los hombres, como la cárcel en común y sin régimen?”

Se contestaba, equivocándose: “Ni lo uno ni lo otro”. No conoció en qué lugar de perdición se convertiría; no había llegado el destructivo movimiento de la revolución ni se había abandonado su mística de regeneración de presos a la que, con emoción, se refería:

“Esta Penitenciaría no podrá devolver siempre al seno de la sociedad á sus reclusos convertidos en hombres virtuosos; pero no será tampoco un foco de corrupción moral que exalte las maléficas tendencias de los delincuentes, ni un antro de dolor, de miseria, de infamia y de horror… esta prisión no causará ya tal efecto; aquí se elaborará la corrección del delincuente corregible, y encontrará segregación y sufrimiento, sin infamia ni horror, el incorregible… Ella marcará una etapa en las instituciones penales de nuestro país: aquí por primera vez va a implantarse un régimen completo, orientado hacia la corrección moral y que abarque todas las fases de la vida del hombre á quien la justicia ha declarado delincuente, desde la celda que ha de ocupar y la alimentación que ha de recibir, hasta sus comunicaciones con el mundo exterior. Coincidiendo con esto, se hace hoy el primer ensayo de organización, también sistemática y completa, de todos los establecimientos penales del Distrito y se integra así la obra de represión carcelaria, que sin eso habría de quedar necesaria e inevitablemente mutilada”.

Vaya destino. Su obra, sin ese régimen completo, quedó necesaria e inevitablemente mutilada al llegar a inconcebibles niveles de degradación humana (así como un actual “Centro de Readaptación Social”). Aún no llegaba preso José Revueltas, ni había escrito El Apando. Y el palacio aún no era negro, si decía de él:

“…en cuyo frontispicio podemos grabar las más bellas palabras que Dante puso sobre la puerta de su infierno, las que libran al espíritu del sentimiento de repugnancia y aversión ante los tormentos que castigan la maldad: ‘Giustizia mosse l’mio alto fattore: fecemi la divina podestate, la somma sapienza e"l primo amore’. Sí: fué la justicia quien movió el corazón de los que ordenaron la erección de este edificio, torre de combate contra el mal, y cuantos con sus manos ó con su espíritu han colocado aquí una piedra, siquiera sea en los cimientos físicos o morales que la sustentan, obreros de la justicia han sido; aquellos á quienes debemos esta obra, movidos fueron por la sabiduría, cuyos destellos alumbraron su espíritu; sus corazones fueron inflamados por la piedad y el amor supremo, el de las víctimas del delito, el de la humanidad.”

Se llamaba Miguel S. Macedo uno de los grandes hombres que proliferaron en el México porfirista. Científico, lector de Comte (el primer sociólogo) y uno de los más señeros discípulos de Gabino Barreda, introductor del positivismo en México. Abogado, criminólogo, político, senador, subsecretario de Gobernación y preso político en la cárcel que diseñó. Es cercana su presencia a mi familia: hasta su muerte en 1929 fue maestro de mi padre (1908-2007), quien le profesó —como por nadie— veneración; me interesa conocer a quien más influyó sobre el hombre más influyente de mi vida, pero más interesante es averiguar cómo funcionaba nuestro país antes de que la revolución se lo cargara.