El tema tratado en el último Pesos y Contrapesos, la conveniencia de legalizar y reglamentar el consumo de drogas, con el objetivo de terminar con la faceta violenta y corruptora del narcotráfico, sigue generando comentarios de lectores, a quienes agradezco sobre todo si, en vez de descalificar a priori, o todavía peor, insultar a diestra y siniestra, pretenden establecer un diálogo. Tal es el caso de Adolfo García, quien entre otras cosas me escribe lo siguiente: “No sé si usted tenga hijos, pero si es así, piense en ellos, imagínelos comprando droga en cualquier establecimiento y drogándose en el baño, en el automóvil, en el dormitorio, en el salón de clases…”, apuntando que “sería interesante verle en una reunión de Navidad compartiendo con la familia una ponchera llena de crack y repartiendo regalos consistentes en paquetes de marihuana”, y concluyendo que “no es tan fácil lo que usted propone, a menos, claro está, que usted sea parte de la estructura del narcotráfico y le convenga hacer las propuestas que hace”[1]

Lo primero que respondo es que, si yo fuera narcotraficante LO ULTIMO que propondría sería la legalización y reglamentación del consumo de drogas, ya que mis ganancias se desplomarían, por una razón muy sencilla: al estar prohíbo, el comercio de drogas se vuelve arriesgado, lo cual tiene como consecuencia el aumento en el precio de la mercancía y, por ello, la generación de ganancias extraordinarias, todo lo cual se vendría abajo si su consumo se legalizara y reglamentara, es decir, si dejara de considerarse una actividad delictiva y, por lo tanto, arriesgada.

Lo segundo que contesto, y lo he escrito docenas de veces en otros artículos sobre el mismo tema es que, ¡obviamente!, no estoy a favor del consumo de drogas, sino en contra de su prohibición por el hecho de que sale más caro el caldo que las albóndigas: una de las consecuencias de la prohibición es, ¡paradójicamente!, el aumento en el consumo de la sustancia prohibida (la historia nos brinda ejemplo tras ejemplo), por algo que tiene que ver con los incentivos que genera la prohibición: las ganancias extraordinarias (a las que hice referencia en el párrafo anterior) que motivan a los oferentes a practicar una estrategia agresiva - y clandestina, para colmo de males -, para la atracción de nuevos clientes. Pregunta, ¿los oferentes de tabaco y alcohol (sustancias que comparten con las drogas la posibilidad de la adicción) practican el mismo tipo de estrategia agresiva, y clandestina, para atraer nuevos clientes? Y ya que estamos tocando el tema, ¿qué es menos malo: que la publicidad, sobre todo de sustancias dañinas, sea abierta, a la vista de todos, o que sea clandestina, en lo oscurito? Usted, señor García, como padre de familia, supongo que lo es, ¿qué prefiere?

Por último apunto que sí, que soy padre, y que me preocupa la posibilidad de que mis hijos caigan en las drogas, pero teniendo muy claro que la tarea de prevención para que ello no suceda me corresponde principalmente a mí, no al gobierno, y que lo que éste puede hacer para prevenirlo es poco, y poco eficiente, comparado con lo que yo debo hacer. Además, ya entrados en el tema de los hijos, aclaro que  estoy a favor de legalizar y reglamentar el consumo de drogas porque, como padre, estaría menos intranquilo si ese consumo estuviera legalizado y reglamentado, como lo está el del alcohol y el tabaco, que tal y como está hoy en día, en el cual a muchos jóvenes, sabiendo a quién acudir, les resulta más fácil conseguir drogas que comprar una cerveza o una cajetilla de cigarros.

¿Qué es menos malo? La farmacia de la esquina vendiendo legal y reglamentadamente drogas, a la vista de todos, o, a la vuelta de la esquina, el narcotraficante acechando en lo oscurito. ¿Cuál es el mal menor?