Al igual que su antecesor Bill
Clinton, George W. Bush pasará a la historia como uno de los mayores
presidentes deportadores que ha tenido Estados
Unidos. El número de inmigrantes a los que su gobierno ha deportado superará
con creces a los deportados por el de Clinton, hecho
que comentan con orgullo funcionarios federales. Y lo mismo sucederá con el
número de redadas contra sospechosos de ser indocumentados. De hecho, el trato
que Bush ha dado a los inmigrantes ilustra con
claridad meridiana el fracaso de su profesada intención de gobernar como un
conservador compasivo.
Los simpatizantes que le quedan a Bush destacan los comentarios humanistas sobre los inmigrantes
que ha hecho desde que era candidato. También su pública defensa de una reforma
migratoria que incluya un camino hacia la legalización de los indocumentados.
Pero sus comentarios a lo sumo revelan una comprensión teórica del drama que
viven muchos extranjeros que se han refugiado en Estados Unidos. Y a su defensa
de la reforma le faltó convicción y voluntad. En la práctica, donde la política
cuenta de veras, Bush sucumbió a la histeria antiinmigrante que cíclicamente azota al país y a los
prejuicios contra los recién llegados que albergan los extremistas. Algo
similar le sucedió en su día a Clinton, quien en esta
materia, como en tantas otras, gobernó como ultraconservador.
Que Bush entiende el
problema se desprende de su reciente declaración de que su partido ""no debe
ser enemigo de los inmigrantes"". El exmandatario
sabe que la postura antiinmigrante, oficialmente
plasmada en la plataforma republicana que se adoptó en Minnesota
en septiembre, le restó al partido votos decisivos durante las elecciones de
noviembre. Pero su comentario revela algo más importante todavía: su
inhabilidad esencial como presidente y líder republicano para dotar a su
partido de una estrategia inteligente y humanitaria que le permita lidiar con
los retos de la inmigración. A Bush se le hizo más
fácil convertirse en un consumado perseguidor y deportador
de inmigrantes que tratarlos con la justicia y la decencia que se merecen como
miembros de la especie y como contribuyentes al bienestar de esta nación.
Por eso no es de extrañar que con un pie fuera
de
Como ocurriera con Bush
hace ocho años, Barack Obama
se ha erigido en la nueva esperanza que tiene el país de superar los prejuicios
y temores hacia los inmigrantes y trazar una política audaz que reconozca su
esencial humanidad. Esto entrañaría la suspensión de las redadas y
deportaciones masivas; la gradual legalización de los indocumentados; y la
expansión de los derechos cívicos de todos los inmigrantes. Cuando era
candidato, Obama se comprometió con esos objetivos. Y
reiteró el compromiso durante su reunión con su colega mexicano, Felipe
Calderón. Una condición necesaria para que lo logre será que aporte el
liderazgo firme que en este asunto no supieron o no quisieron aportar sus dos
antecesores inmediatos.
___* Periodista cubano.