La única prenda que hace original el traje del varón está herida de muerte porque ella misma provoca eso: la muerte; resulta que transmite al inefable virus A/H1N1, del cual es siniestra portadora, conservadora y transmisora. ¡Reservorio de microorganismos!

Resulta, por boca nada menos del secretario de Salud, que es la corbata un antihigiénico instrumento de la influenza, porque “puede recoger virus a través del arrastre de superficies con las que entra en contacto”.

Esa influenza ya no es porcina, pero como es incómodo, cacofónico, y llanamente sangrón hablar del impronunciable A/H1N1, habremos de hablar del Corbavirus.

Yo uso corbata porque me da un toque de color pero también para sacarme los mocos de la nariz y los gargajos de allí cerca, o limpiarme los residuos de sopa de fideos que en vez de caer en mi boca se dirigirían a la servilleta cuando se les adelanta mi corbata; o de plano me sirve para acercarme la salsa. Es un indispensable accesorio de la gastronomía.

Además, como nunca van mis corbatas a la tintorería, mi clóset es un reservorio de reservorios de microorganismos y bichos enquistados en seda, lana, lino o algodón; abundosas en virus, hongos, microbios, parásitos y residuos producto de mis humores corporales e hiperactivas mucosas nasales, gustosas de estornudar a pleno pulmón, nunca menos de cinco veces. Mis parientes y amigos saben que me quito la corbata para cubrir mis meatos buconasales cada que suelto mis tremendos estornudos; les dan asco mis corbatas cuyos restos de secreciones corporales hacen juego con los recuerdos de antier cuando comí cochinita pibil.

¿Con qué otra prenda, si no la corbata, habré de atajar los estornudos? Lo aconsejan las autoridades: con la corva de mi codo. Pero entonces tendré que desechar el saco, y después contaminaré mi chamarra. Desecharé la chamarra porque ya también se hace reservorio de microorganismos. ¡Adivina adivinador! ¿Qué contaminaré después? ¡La camisa! Pobre ropa, ya no sirve más que como vehículo patógeno. Afortunadamente ya no es políticamente incorrecto andar en cueros por las calles.

Pero a cambio de una incorrección política viene otra. La pregunta que mejor define a alguien políticamente muy incorrecto es: “¿usa corbata?”

Tal prenda es supérstite de una muerte largamente anunciada que —sin embargo— no llega, a pesar de las amenazas infligidas contra ella en medio planeta y en la otra mitad también. Hoy sólo uno de los grandes marxistas del mundo sigue usando el uniforme maoísta: el camarada Kim Yong Il, mandón único y vitalicio de Corea del Norte. No acabó con tan burguesa prenda su hermano mayor, el camarada Mao, a despecho de su demostrada capacidad de destruir varias decenas de millones de sus compatriotas. Matar a esta burguesa prenda del capitalismo sí habría sido una verdadera revolución cultural.

En la postmaoísta China son ubicuos los funcionarios encorbatados con vestimenta imperialista. En mi único viaje, hace poco, no vi un solo traje estilo Mao de los que hasta yo usé en los alegres años sesenta, cuando era cool (si bien no éramos pochos para hablar así) abjurar de la corbata. Entonces y ahora, cuando algún fanático corbacrítico observa mi manía de usarlas le contesto “no te preocupes, soy libre de mi corbata”. Por eso la uso cuando se me pega la gana, cosa que ocurre casi todos los días.

Podríamos llamar a ese gusto El discreto encanto de lo inútil porque esta prescindible parte de la indumentaria varonil es la única que da a nuestra masculina vestimenta algo original, siempre inútil, a veces discreto, y de vez en cuando vez encantador. Pero ¿no es la civilización, el rotundo encanto de lo no utilitario?

Tanto me gusta la soportable levedad de mi ser corbatófilo como lo políticamente incorrecto; soy libre hasta de mi gusto por tal incorrección. Pero como me gusta hacer lo que me gusta, te prometo solemnemente –en homenaje a tu calidad de ser mi único lector– no dejar de usarla cuando quiera, incluso en fin de semana. Además no sé cómo sustituir tan fino pañuelo, servilleta, depósito de sudor, kleenex duradero enemigo de las tintorerías, reservorio de microbios y virulento portador de Corbavirus y bichos peores.

P.D. Agreguemos un argumento imbatible para declarar nuestro impertérrito y sempiterno amor a la corbata. Lo que mejor distingue a nuestra masculinidad cae allí, por los porabajos, bajo la fuerza de la gravitación universal, y todos le profesamos un singularísimo y orgulloso amor. Si eso (y no sólo eso) nos distingue con eficacia de la bellísima otra mitad de esta estupenda raza humana, ¿por qué no amar también ese otro colgante distintivo textil, tan destacadamente varonil y que, so falaces pretextos, nos quieren arrebatar? ¡Jamás! ¡Corbata o muerte! ¡Venceremos!