Vapuleado por la brillante retórica del joven y ambicioso Benjamín Disraeli, el todavía primer ministro de la Gran Bretaña y líder de los “tories”, sir Robert Peel, sólo entornaba los ojos. Si eso no hubiese sido un signo inequívoco de cobardía, indigna de un “gentleman”, hubiese hundido su sombrero hasta el nacimiento de su nariz para, de forma simbólica, salir huyendo del parlamento y abstenerse de presenciar su inminente debacle política.

Con talento excepcional, digno de mejor causa, Disraeli – un descendiente de judíos sefarditas-, con voz casi apagada y con cada palabra cuidadosamente medida para causar efecto, despedazaba cortésmente a Peel:

“El muy honorable caballero (Peel) ha pescado a los ‘whigs’ tomando un baño, les ha hurtado entonces sus ropas y se las ha puesto, dejándolos expuestos en toda su liberalidad, mientras él sigue ostentándose como representante de los conservadores (‘tories’)”.

¿A qué se refería Disraeli con su aguda, cortés y despiadada ironía? A que Peel de súbito, y en buena medida persuadido de la gravedad de la hambruna que sufría entonces Irlanda por una plaga que malogró (pudriéndolas) hasta tres cosechas anuales de papas, se había convertido al “librecambismo”. Una auténtica herejía entonces para el partido “tory” conformado esencialmente por las grandes terratenientes, que habían hecho del proteccionismo bandera nacionalista y abominaban las subversivas ideas liberales del comercio libre y sin aranceles entre las naciones.

Dicho en breve: Nada menos que el líder del partido conservador de la Gran Bretaña, sir Robert Peel, se pasaba de pronto con todo su poder y bagaje al odiado bando liberal de los pioneros de la revolución industrial quienes razonaban: “Si Rusia, Francia o incluso los aún subversivos americanos de las 13 colonias tienen mayores ventajas que nosotros para cosechar trigo o maíz, y nosotros tenemos mayores ventajas que ellos para producir hilos, telas y prendas de vestir, dejemos que ellos cosechen el pan para nosotros, que ya nosotros hilaremos y tejeremos para ellos”.

“Traición”, dijeron los gentilhombres del campo, haciéndose eco de los agudos dardos de Disraeli y regocijándose por el ingenio retórico de ese exótico “oriental” de tez aceitunada que destacaba, por diferente, entre un mar de rostros algunos blancos como lirios, otros  rubicundos, la mayoría de ojos azules.

Al final, sir Robert Peel cayó, dignamente por cierto, herido de muerte por la retórica deslumbrante de Disraeli. De nada le sirvió, tal era la fuerza de la democracia desde entonces en Gran Bretaña, que los soberanos mismos, Victoria y Alberto, simpatizasen con la causa del libre intercambio de mercancías, sin aranceles ni restricciones. En una monarquía parlamentaria, los reyes no mandan, reinan y guían, pero se someten, aún a su pesar, a las veleidades de la voluntad popular.

Cayó Peel, pero sobrevivió su propuesta. Se suprimieron los aranceles al maíz y al trigo, entre otras mercancías, y para sorpresa de casi todos no sobrevinieron para los habitantes de la gran isla terribles males, sino que se inició una larga época de prosperidad para el imperio británico y sus habitantes, en especial, ¿quién lo diría?, para los terratenientes que prosperaron como nunca. Como sentenció el historiador y novelista francés André Maurois, tras el episodio “el proteccionismo no sólo quedó derrotado, sino condenado”.

Paciente lector, si has llegado hasta este punto de la historia te preguntarás, con razón, qué tiene qué ver esta bonita anécdota con el título de este artículo. ¿No prometía el encabezado que se haría alguna observación crítica sobre el presidente de México, Felipe Calderón, en 2010 y el autor, tramposo, nos quita el tiempo con historias de la política británica en el siglo XIX? Paciencia. Tiene mucho que ver.

El episodio de la hambruna en Irlanda, por la plaga que fastidió por tres años consecutivos las cosechas de papa, no sólo llevó a la Gran Bretaña a la vanguardia del libre comercio, e inició la primera oleada de globalización en este sufrido planeta, con millones de irlandeses emigrando, miserables y esperanzados, a los Estados Unidos, a la tierra de las oportunidades, sino que transformó la historia de la humanidad. El propio Disraeli, poco después, habría de reconocerlo: “Esas papas podridas van a trastornar al mundo”. Así fue. Y en el fondo del escenario, resplandece la figura de un auténtico hombre de Estado, auténtico converso al liberalismo: sir Robert Peel. Alguien que estuvo dispuesto a fracasar incluso dentro de su propio partido político, alguien a quien no le importó sacrificar una carrera política impecable y triunfante a cambio de hacer a su país, en el momento preciso, el mayor servicio posible. Un estadista, para decirlo en una palabra.

Felipe Calderón Hinojosa es un tipo excepcionalmente inteligente y, sospecho, podría sacar mucho provecho de esta historia. Conjeturo que no lo hará porque llega un momento en que los presidentes mexicanos tienden a perder no sólo el piso, sino también el horizonte y la perspectiva. Alimentados constantemente de miel y halagos por una pequeña corte de mediocres – cuya única cualidad es verter miel en los oídos en los poderosos- no sólo se sienten omnipotentes, sino que compran el primer disparate que sus aduladores les presentan como si fuese una propuesta luminosa: “Hagamos gobernador a Pánfilo en premio a sus servicios”, “juntémonos con los tránsfugas del partido tricolor para derrotar al mismo partido tricolor y evitar que nos quiten en un par de años la Presidencia”, “juguemos a la simulación y al engaño porque eso es alta política”, “castiguemos al diputado ranchero que osó criticar nuestra guerra contra el crimen organizado”, “desconcertemos a todos fingiendo que ya nos fuimos más a la izquierda que los más rojillos del barrio”…

De pronto, ya no hay ideas grandes que valgan la pena, sólo escaramuzas efímeras y después a lamerse las heridas y a buscar culpables…

Estimado presidente Calderón: Si su propósito era desconcertarnos y confundirnos, lo está logrando. Sin duda. Si por alguna razón ignota quería decepcionarnos y que lo incluyéramos en la galería de los politiquillos, no va por el camino errado.

Parecería que sus adversarios de siempre – los logreros de medio pelo que se la juegan a morir por conservar una parcelita de poder – han conseguido una gran victoria cultural con usted: Lo han convertido. Pero no lo han convertido, como a Peel, a la perspectiva de los estadistas, lo han incorporado al club de la sublime mediocridad que se disfraza con un jugoso presupuesto. Un presupuesto que da todos los accesorios del poder: Viajes, parafernalia, asentimientos automáticos de voluntades serviles, pero que jamás transformará nada. Polvo, espejismo, cuentas de vidrio.

La pregunta, sencilla y directa, es la siguiente: Señor Presidente, ¿quiere usted ganar para su partido y para quién sabe quién las elecciones de 2012 o quiere transformar a México? Si sólo quiere lo primero, le tengo una mala noticia: No lo conseguirá. Si acaso sigue queriendo lo segundo aún estamos a tiempo y, créame, sería una decisión difícil pero gananciosa. Sir Robert Peel estuvo dispuesto a perder todo lo accesorio a cambio de salvar a su país. Lo logró.