Ya no hay hombres así. La generación que precedió a la mía se nutrió de grandes, grandísimos hombres que echaron luces fulgurantes en el México que ellos ayudaron a construir. Enormes caballeros. No todos nacidos en México, pero que hicieron de éste su patria aunque no fuera tierra de nacimiento sino de libre elección. Y a la amaron más que muchos que por accidente aquí nacieron.

Hablo de hombres de empresa que no sólo eso fueron; no tuvieron nada más el empeño de crear bancos, comercios o industrias, sino también el de engrandecer a su patria natal o adoptiva. Hicieron obras de todo tipo, siempre para bien de México, y aprovechando para ello los chicos o grandes réditos obtenidos, para enriquecer directa o indirectamente, económica o culturalmente, a generaciones completas.

He tenido el privilegio de conocer a algunos de los que mi edad me permitió; con pesar los he visto marcharse de este plano de la existencia humana, por el camino misterioso que a todos nos espera. Duele verlos aventajarnos en esa singladura, sobre todo si el tipo de hueco que dejan no puede llenarse ya. Los moldes de su estilo están rotos. Las nuevas generaciones no llegamos ni a los zapatos de esos señorones, causa y producto de un México mejor que el de hoy.

Hablo de estilo. De carácter, empaque, sencillez, elegancia; hablo de gentileza, religiosidad, cultura, integridad, decencia, valores, bondad; hablo de talento empresarial, empeño filantrópico, fuerza, arrojo, amor por la vida, audacia; hablo de personalidad y liderazgo. Cuando un caballero se va, se echa de menos todo eso.

El más entrañable para mí entre esa camada de grandes señores fue un hombre nacido en Bilbao, en la zona industrial vasca, que llegó a México de muy niño porque su padre y madre no iban a dejar que lo mataran los humos mortíferos de las acerías bilbaínas, como habían hecho con sus hermanitos mayores. Fue el hombre más cabal y completo que he conocido. Se fue hace 23 años.

Otro grande entre los grandes, pozo de talento, inmenso creador y cultivador de amigos (me honra haberlo sido) construyó una gran empresa y una gran hacienda; hizo una mística del empresario, con la que fue conocido como líder indiscutible de asociaciones de gente productiva y como presencia moral para su país, con la estatura de quien siempre supo respetar, ser respetado y ser tomado en cuenta. Se fue hace 4 años.

Hace unos días nos dejó otro que fue amigo cercanísimo de los dos anteriores; creador y cultivador de un señero negocio de calzado. Vivió para su esposa por más de cincuenta años, para sus cinco hijas, y para sus nietos. Vivió también para su religión, fiel hasta el fin a la fe apostólica y romana en cuyo seno nació y murió. Vivió además para unir cuanto fuera posible a sus dos patrias: el México de siempre, unido y entrañable, amoroso y cordial; y la España de siempre, una, grande y libre. Y vivió también como inspirador y apoyador de la Unión Social de Empresarios Mexicanos.

Traigo a mi memoria a esos tres caballeros. El primero se llamó Aurelio Huerta Garrastachu. El segundo, Juan Sánchez Navarro. El último de ellos, Lucas de Lizaur.

Hoy evoco a Lucas el nonagenario simpático, franquista, católico, verdadero caballero español de los que ya no hay. De los que quién sabe si pueda haber más. De esos que, dirán nuestros nietos, no hay nada mejor que ser un señor de aquellos que vieron mis abuelos.

Porque sí, los vimos, aunque no pueda yo evocar en mis nietos la experiencia de haber compartido pescas y comidas con el bisabuelo Aurelio a quien no conocieron; y más recientemente, viernes o sábados los desayunos con Juan Sánchez Navarro, Lucas de Lizaur, y toda una pasarela de amigos buenos a quienes los grandes caballeros saben cultivar, y que brincan las generaciones para convocar a amigos nuevos.

Ni modo. Un caballero se ha ido. De esos que quedan ya muy, muy pocos.