Los liberales defendemos el derecho de cada quien a hacer de su cuerpo y persona lo que le plazca. Todo. Todo. Todo. Todo y sanseacabó.
Las mujeres son dueñas de su cuerpo. Pueden hacer lo que les venga en gana con él. Es suyo. Son sus células. Son sus huesos. Son sus músculos y su carne. Es su piel.
Pueden alimentarlo, ejercitarlo y ser sanas; o engordar, fumar y echarse a perder los pulmones y las arterias. Pueden teñirse el pelo, untarse maquillajes, implantarse silicón, clavarse fierros en las orejas o el ombligo, o tatuarse con los diseños y dibujos que se les ocurran. (Sólo cabrá criticar su mal gusto.)
Las mujeres tienen pleno derecho a la sexualidad que les plazca, o a permanecer vírgenes. Decidir con plena responsabilidad y libertad si quieren hijos o no, cuántos, cuándo; y usar los métodos anticonceptivos que deseen.
No sólo eso. Las mujeres tienen derecho a que nadie se meta con ellas, las lastime o torture, o viole su cuerpo o voluntad. E idénticos derechos corresponden a los varones. Los derechos y libertades consagrados por un estado civilizado son amplísimos, y no admiten exclusiones: no hay mujeres de primera ni de segunda.
Los liberales como quien esto escribe defendemos el derecho de cada quien a hacer de su cuerpo y persona lo que le plazca. Todo. Todo. Todo. Todo y sanseacabó.
Como buen liberal, defiendo el derecho a que la ley proteja mi derecho a hacer precisamente eso. Y como buen liberal, reconozco una cortapisa: mis libertades terminan donde comienzan las idénticas libertades y derechos de que goza cualquier otro ser humano. Los suyos terminan donde empiezan los míos.
Mis derechos y libertades no son para atacar los de otros. En la escuela me enseñaron que la paz proviene del respeto al derecho ajeno. Uno de los costos de vivir en una civilización que me deje ejercer a plenitud mi libertad, es el deber de respetar el derecho del otro. Por ello, mi libertad estará aparejada a mi responsabilidad. Ejerzo mi libertad a riesgo propio.
Todo eso nada tiene que ver con creencias religiosas, izquierdas, derechas, ideologías o mayorías, liberales o conservadores. Los derechos humanos son lo más moderno. Si no se respetan, allí estarán las leyes. Quien los conculque tiene que pagar como la ley lo disponga. Quien mate o viole o torture o secuestre o robe o extorsione o engañe o defraude, conculca el derecho ajeno, y para eso hay leyes penales. De nuevo, sin exclusiones religiosas o ideológicas o geométricas o de índole alguna.
Según los clásicos más clásicos, los derechos individuales se destilan en tres: el derecho a la vida, el derecho a la libertad y el derecho a poseer propiedad privada (es decir, la libertad individual aplicada a las cosas). Es ésa la base de toda sociedad civilizada y libre. De allí viene el derecho a una identidad inequívoca reconocida por la ley; y la identidad personal, unitaria e indivisible, proviene de la naturaleza. Cada humano es único.
Hay mujeres que, por exigir respeto irrestricto a su cuerpo y libre jurisdicción sobre él, extienden ese derecho a otro, porque algunas albergan dentro de sí mismas, para cobijo y sustento, a un cuerpo diferente en crecimiento: con sangre diferente, personalidad diferente, ADN diferente, y la mitad de las veces, sexo diferente. Un ser humano entero. Una sola célula o cigoto es una combinación única e irrepetible de cromosomas que constituirán a un ser único, al que la madre aporta la mitad del material genético.
Hasta aquí hablo de ciencia, no de religión. Santo Tomás suponía que el alma entraba al cuerpo a los tres meses de gestación. Otros teólogos dicen que entra con la concepción. Hay quien dice que el alma entra al nacer, con la primera respiración. Y no todos aceptan el alma porque no todos tienen religión. En un estado laico, los argumentos religiosos hay que excluirlos.
En una sociedad moderna, a diferencia de una teocrática (sea católica, protestante, judía o musulmana) los derechos individuales no sólo protegen al club de una religión sino a todos por igual. Hay libertad de conciencia y de cultos.
Nada tiene de moderno, laico o progresista, defender el derecho de una madre a “interrumpir” la vida que carga en su cuerpo; sí de bárbaro, premoderno, medieval, tribal y anticientífico, declarar que es parte de la mujer una vida individual única e irrepetible, sólo porque la tiene adentro del cuerpo. Un bebé no es un tumor.
Mucho tiene de sexista decir que asesinar es derecho de la mujer; mucho tiene de absurdo confundir la defensa del derecho a la vida ajena como intromisión eclesiástica en los valores laicos. No es científico (y sí caprichoso) declarar que un humano no es humano antes de tres meses de embarazo, y por eso se vale “interrumpir” su vida. ¿Con base en qué? ¿Y por qué no dos meses, o cuatro, o nueve?
La ciencia afirma que genéticamente un cigoto o embrión o feto es un ser diferente, con una combinación cromosómica única; pero a patadas con la lógica, hay que criticar a quien defienda esa vida ajena porque hacerlo es ¡religioso! Contra esos argumentos no hay nada que hacer.
Curiosamente, lo políticamente correcto es defender el asesinato de inocentes que tienen cuerpo propio, único e irrepetible, con el eufemismo de “interrumpir” el embarazo (como si luego de interrumpirlo, pudiera reanudarse). El políticamente muy correcto defensor del aborto debe también atacar la pena de muerte y criticar las corridas de toros y la crueldad hacia los animales. Y debe de cuidar a las tortugas: comer sus huevos es un delito federal, peor que matar niños inocentes no nacidos.
EntrarTanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.