Quienes defienden a los delincuentes no son tan difíciles de identificar, se disfrazan de “pacifistas” bien intencionados y piden que ya cese la lucha contra la delincuencia, que pactemos con ellos, que volvamos a los viejos buenos tiempos en los que “no pasaba nada”.
Nací en un país en el que nunca pasaba nada. De eso, hace más de cincuenta años. Mi país, México, era uno en el que los titulares de los periódicos –decía mi abuelo materno-, eran repetitivos o intercambiables, no sabía uno si estaba leyendo el diario de hace tres años, el de la semana próxima o el de ayer. Una frase ampulosa, solemne, del señor Presidente de la República, entrecomillada, seguida de dos puntos y las iniciales del caso: ALM, GDO, MAV, ARC.
Un año, cuando estaba en los albores de la adolescencia, empezaron a pasar cosas: 1968. Pasaban en el mundo real, no tanto en los periódicos que, salvo excepciones muy aisladas y notables, mantenían el tono políticamente correcto para los cánones de la época. Pero me tocó ver, a los 14 años, las impresionantes manifestaciones estudiantiles en contra de la represión y a favor, vagamente tal vez, de una democracia de a de veras, como de país moderno, como si no fuésemos otro país de los trópicos. Me llevé alguna bofetada en una tertulia familiar por defender los anhelos libertarios –eso era lo que yo entendía, al menos- de “los estudiantes”, y a otra cosa. El 1968 pasó y la vida siguió adelante, “arriba y adelante” como decía el desdichado presidente que sucedió a Gustavo Díaz Ordaz, un tal Luis Echeverría pletórico de palabrería populista e hipócrita como el que más.
He estado casi 25 años fuera de mi país haciendo fortuna material (una costumbre que, constato, sigue siendo mal vista por el México viejo, como si enriquecerse fuese un asunto de mal gusto y pecaminoso), añorando México y experimentando con emoción y asombro los vertiginosos cambios y beneficios que la globalización y los avances tecnológicos nos han regalado. Aprendí que la libertad es el bien más valioso y que la gente vive mejor –en todos los aspectos, material y espiritualmente-, en donde reinan dos cosas: el respeto irrestricto a la libertad personal y las reglas claras conocidas de antemano. Libertad y ley, las dos guías que fundamentan el progreso por méritos propios, por talento, por esfuerzo, por honestidad y trabajo.
Desde el año 2000, aproximadamente, he visto que México ha dejado de ser el país en el que “no pasa nada”. A veces suceden cosas grandiosas, por ejemplo: que el invencible PRI resulta derrotado en unas elecciones presidenciales; a veces, pasan cosas que desafían cualquier explicación simplista y en ocasiones suceden cosas terribles, como el lunes pasado, cuando un par de policías federales fueron abatidos a balazos por tres policías –presuntamente coludidos con el crimen organizado-, en un pasillo de la terminal 2 del aeropuerto capitalino.
Es un hecho terrible. Primero, porque ganaron “los malos” (eso es lo que entiendo, si alguien tiene otra información que la muestre y la compruebe); segundo, porque no es muy agradable que digamos imaginar que tú o tu familia se disponen a abordar un avión y de pronto quedan entre el fuego cruzado (como dicen los cronistas adocenados) de unos policías y, tercero, porque este hecho nos recuerda que la delincuencia organizada tiene un inmenso poder corruptor.
Pero es un hecho, esta trágica balacera entre policías cumpliendo (no muy eficazmente, por lo visto) con su deber y policías corruptos y cómplices de la criminalidad, que demuestra que hoy en México sí se combate al crimen y no vivimos más en esa falsa paz de los sepulcros de mi infancia. Época en la que resultaba, para muchos, hasta encomiable que el gobierno y los políticos pactasen con la delincuencia y “no pasara nada” a la vista del respetable público.
Es por eso que me subleva leer comentarios idiotas en periódicos y en otros medios que censuran “la guerra de Calderón” (por Felipe Calderón, el Presidente actual) contra el crimen organizado. El argumento atroz detrás de estas críticas es que estaríamos mejor dejando que esas cosas –la corrupción de policías y de autoridades de todos los niveles-, quedasen ocultas a nuestros ojos, fuesen toleradas y hasta auspiciadas, a cambio de que la fachada permaneciese inalterada: “el país en el que nunca pasa nada”.
Y claro, todo esto sucede en vísperas de unas elecciones presidenciales en las que se vaticina más o menos el retorno del PRI a la Presidencia, y en las que ese partido y su candidato han hecho de la crítica pertinaz y muchas veces injustificada al partido aún en el poder y al Presidente su consigna y su talismán.
Por su parte, los izquierdosos de salón y de cómoda marcha de protesta –con escolta policíaca para que nadie perturbe a los cansinos “indignados”- le hacen la segunda al PRI, calculando, tal vez, que ello les reportará algún beneficio.
No en vano, esos mismos izquierdosos de salón burlaron la ley y hasta el mínimo decoro de cualquier persona civilizada, introduciendo subrepticiamente a la Cámara de Diputados a un presunto delincuente de apellido Godoy, para que gozase del dichoso “fuero” y no se presentase ante la justicia.
Si alguien quiere engañarse a sí mismo, adelante. Quienes defienden a los delincuentes (secuestradores, extorsionadores, contrabandistas, traficantes de drogas, tratantes de personas), no son tan difíciles de identificar, se disfrazan de “pacifistas” bien intencionados (alguno hasta besos reparte por doquier) y piden que ya cese la lucha contra la delincuencia, que pactemos con ellos, que volvamos a los viejos buenos tiempos en los que “no pasaba nada”, en los que a los niños nos callaban con un tajante: “Niño, de esas cosas no se habla”, y a otra cosa.
No se engañen, si quieren votar por ese retorno de la paz de los sepulcros blanqueados, admítanlo y ya. Así sabremos que quieren ser habitantes sumisos de un territorio dominado y no ciudadanos, que saben que recobrar la auténtica paz también cuesta… y mucho.
EntrarTanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.