La epidemia del coronavirus representa un significativo choque real negativo a nivel mundial. Lo que empezó en China a finales del año pasado se ha extendido paulatinamente a prácticamente todo el mundo y su impacto económico será muy costoso, tal como se ha empezado a ver en la disrupción de las cadenas productivas manufactureras altamente dependientes de los insumos provenientes de ese país, la significativa afectación negativa al turismo mundial y su impacto en las aerolíneas, la reducción en la demanda y en el precio internacional del petróleo (que se espera se desplome ante el anuncio de Arabia Saudita de incrementar su producción; al momento de escribir el artículo el precio del Brent y el WTI abrieron, al inicio de operaciones, con una caída de 30%) así como de otras materias primas, el aislamiento total de la parte industrializada de Italia, etcétera. La OECD estima que como resultado, el crecimiento económico mundial será 0.5 puntos porcentuales menor aunque habrá que esperar para ver cómo, en cuánto y en dónde y hasta cuándo se esparce la epidemia (algunas proyecciones estiman que hasta seis mil millones de personas serian infectadas mundialmente este año; con una tasa de mortalidad del 1% representaría 60 millones de muertos. Extendiendo estas proyecciones a México, más aún con un sistema de salud público notoriamente deteriorado, serían alrededor de un millón de fallecimientos).

El choque real negativo impactará a México en un mal escenario producto de erróneas decisiones de política pública y de política económica. Desde la arbitraria cancelación del aeropuerto en Texcoco, la cancelación de las subastas eléctricas de largo plazo, de las rondas de asignación de campos petroleros y de las asociaciones público - privadas en la explotación de petróleo, la equivocada renegociación de los contratos de gasoductos, la insistencia de tirar miles de millones de pesos en los tres grandes proyectos insignia del presidente y más, han aumentado la incertidumbre jurídica en el país. El resultado está a la vista: una reducción de 4.9% de la inversión, una caída de la IED en México de 5.3%, un consumo cada más débil, particularmente de bienes de consumo duradero y, finalmente, una reducción de 0.1% del PIB, con una contracción anual de 0.4% en el cuarto trimestre.

Adicionalmente, el choque también se presenta en un contexto de finanzas públicas estructuralmente débiles, destacando la reducción que se registró el año pasado en los ingresos tributarios diferentes al IEPS en combustibles, la pérdida de 35 mil millones de dólares en Pemex y el que ya se utilizó la mitad del Fondo de Estabilización de Ingresos Presupuestarios. Adicionalmente se espera que en este año se reduzca tanto los ingresos tributarios como los no tributarios, particularmente los ingresos petroleros. No hay mucho margen de maniobra para poder instrumentar una política fiscal contracíclica.

Las proyecciones de crecimiento de la economía mexicana se han ido reduciendo a medida que las señales que manda el gobierno no varían y el que se espera un notable debilitamiento de la economía estadounidense, particularmente de la industria manufacturera, a lo cual ahora hay que agregar el impacto económico mundial de la epidemia. La estimación ahora es que la economía crezca menos del 0.5%, sino es que hasta decrezca.

Ya es tiempo de que el gobierno modifique sus decisiones de política, empezando por cancelar las obras en Dos Bocas, Santa Lucía y el trenecito, retome la construcción del aeropuerto en Texcoco y abra nuevamente el sector energético al sector privado con nuevas rondas, farmouts y subastas eléctricas y genere señales de certidumbre jurídica. No hacerlo y empecinarse con seguir haciendo lo mismo que el año pasado asegura otro año perdido.

*Artículo publicado originalmente en El Economista