"No hay ningún hombre absolutamente libre. Es esclavo de la riqueza, o de la fortuna, o de las leyes, o bien el pueblo le impide obrar con arreglo a su exclusiva voluntad."
La libertad
absoluta, entendida como el hacer en todo momento lo que a uno le venga en
gana, considerando solamente lo que uno quiere, sin tener en cuenta cómo ese
querer afecta a los demás, solamente es deseable en una situación de autarquía
(se vive aislado de los demás: Robinson Crusoe), y únicamente es posible, y no para todos sino solo
para uno, bajo condiciones de autocracia (la voluntad de una sola persona es la suprema ley: Enrique
VIII). Pero si no se ha de vivir en autarquía (las desventajas de la autarquía,
sobre todo en términos de bienestar, son enormes), y si se ha de evitar la
autocracia (las amenazas de la autocracia, sobre todo para la libertad
individual y la propiedad privada, son considerables), la libertad no debe ser
absoluta, ya que el querer de cada cual debe tener en cuenta los derechos de
los demás, derechos de los demás que deben se reconocidos como límite de la
libertad de cada quien, reconocimiento que, asumido de manera voluntaria, es
paradójicamente producto de la libertad absoluta.
Lo anterior quiere decir que el ser
humano debe decidir respetar los derechos de los demás, reconociéndolos como el
único límite legítimo de sus acciones. La convivencia civilizada supone que
cada ser humano reconoce, como único límite legítimo de sus acciones, el
respeto al derecho de los demás, reconocimiento que lo lleva a actuar en
consecuencia, actuación consecuente que es producto de una decisión consciente,
es decir, de la libertad, entendida y practicada como la facultad de todo ser
humano para imponerse límites a sí mismo, imposición en la cual consiste el
ejercicio más radical de la libertad, mismo que, dada la naturaleza caída del
ser humano, y por lo tanto su tendencia a violar los derechos de los demás
(naturaleza caída que, independientemente de cuál sea su causa, es evidente),
debe inducirse por medio de las leyes redactadas y promulgadas por el mismo ser
humano, leyes que deben prohibir que unos violen los derechos de otros,
limitando así, en función de las exigencias de la convivencia civilizada, la
libertad de cada cual.
A esto es a lo que se refiere Eurípides al señalar que el ser humano es esclavo de la
ley, esclavitud que se justifica, únicamente, si la ley es justa, es decir, si
reconoce plenamente, define puntualmente y garantiza jurídicamente el derecho a
la vida, la libertad y la propiedad de la persona, ley que, de ser respetada,
libera al ser humano del daño que pueda hacerle a sus semejantes, ley
esclavizante que termina siendo liberadora, para lo cual se requiere, ¡esto hay
que repetirlo una y otra vez!, que sea justa.
Absolutamente libre, en el sentido
en el que Eurípides usa el término, lo debe ser Robinson Crusoe (no le queda de
otra forma), y lo puede ser Enrique VIII (no lo quiere de otra manera),
libertad absoluta que, efecto de la autarquía, es inevitable en primer caso y,
consecuencia de la autocracia, resulta reprobable en el segundo, autocracia
que, si bien ya no encarnada en la persona de un monarca absoluto, y definida
como el sistema de gobierno en el cual la voluntad de una sola persona es la
suprema ley, sigue estando presente, siendo esa una sola persona el grupo de legisladores que, no por haber sido
electos en las urnas, y no por operar en un sistema republicano, dejan de
redactar y promulgar leyes que expresan su voluntad como si ésta fuera la ley
suprema, sin consideración alguna a los derechos naturales del ser humano que
son anteriores y superiores al Estado, sus gobiernos y sus leyes, mismas que,
si han de ser justas, deben reconocerlos
plenamente, definirlos puntualmente y garantizarlos jurídicamente.
La autocracia no es un problema de cuántos hacen las leyes, sino de cómo se hacen, y hoy, por obra y gracia
del positivismo jurídico (es ley justa lo que legislador dice que es ley), la
manera de hacerlas es autocrática.
Por ello, pongamos el punto sobre la i.
Tanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.
Tanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.
Si necesitamos un Estado para combatir otro Estado, por regresión, ¿cómo se justifica la existencia del primer Estado?
Los enemigos de la libertad –de izquierda, derecha o centro– tienen un denominador común: la fe en el Estado.
De la ley nace la seguridad.