La pregunta por la conveniencia de la intervención del gobierno en la vida de los gobernados, más allá de la estrictamente necesaria para garantizar la seguridad contra la delincuencia e impartir justicia, se plantea, por lo general, en términos prácticos, tal y como lo señala Roche III: ¿debe el gobierno intervenir en las vidas de los ciudadanos para asegurar el mayor bienestar colectivo? Supongamos, por un momento, que la intervención del gobierno en la vida de los gobernados sí da como resultado, medido objetivamente, un mayor bienestar colectivo. ¿Se justificaría entonces dicha intervención, que siempre supone eliminar o limitar la libertad individual y la propiedad privada, por lo menos de algunos gobernados? Si la pregunta por la conveniencia de la intervención del gobierno en la vida de los gobernados se plantea en términos prácticos, entonces la respuesta es que sí se justifica dado que el resultado es un mayor bienestar colectivo. El problema es que lo práctico no es la única consideración, y ni siquiera la más importante, que hay que tomar en cuenta a la hora de buscar la respuesta a tal pregunta.

Supongamos, para empezar, que una persona tiene diez mil pesos y que la utilidad que recibe, a cambio de los bienes y servicios que compra con ese dinero, es la siguiente: de los primeros mil pesos, diez unidades de utilidad; de los segundos, nueve; de los terceros, ocho; de los cuartos, siete; de los quintos, seis; de los sextos,  cinco; de los séptimos, cuatro; de los octavos, tres; de los novenos, dos, y de los décimos mil pesos, una unidad de utilidad. Lo anterior supone que esta persona destina los primeros mil pesos a la satisfacción de sus necesidades más apremiantes y los últimos mil a la satisfacción de las menos urgentes, razón por la cual la satisfacción que recibe de los primeros mil pesos es mayor que la que obtiene de los últimos. La utilidad total es de cincuenta y cinco unidades.

Supongamos, para continuar, que otra persona no tiene dinero y que, si tuviera mil pesos, estos le reportarían, a cambio de los bienes y servicios que compraría con ese dinero, y que destinaría a la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, diez unidades de utilidad. Por lo pronto, antes de recibir los mil pesos, su utilidad total es cero.

Supongamos, para terminar, que el gobierno le quita a la primera persona mil pesos, por lo que ésta deja de satisfacer la necesidad menos apremiante, perdiendo una unidad de utilidad, y que esos mil pesos se los da a la segunda persona, dinero que destinará a la satisfacción de sus necesidades más apremiantes, por lo que recibe una utilidad de diez unidades.

Es un hecho, primero, que la utilidad perdida por la primera persona es menor que la utilidad recibida por la segunda y, segundo, que la utilidad “social” es mayor una vez que el gobierno redistribuyó: antes de la redistribución la utilidad “social” era de cincuenta y cinco unidades, resultado de sumar las cincuenta y cinco unidades de la primera persona con las cero unidades de la segunda; después de la redistribución la utilidad “social” es de sesenta y cuatro unidades, resultado de sumar las cincuenta y cuatro de la primera persona más las diez de la segunda, de tal manera que, gracias a la redistribución, es decir, a la intervención del gobierno en la vida de los gobernados, el bienestar colectivo es mayor. Si tal es el resultado de la intervención gubernamental, ¿se justifica? No, porque la misma no debe calificarse desde la perspectiva de sus resultados prácticos, sino de los principios que viola, siendo tal principio, en este caso, el respeto a la propiedad. Para entenderlo preguntémonos ¿qué justifica, más allá de las consecuencias prácticas de dicho acto, que el gobierno le quite a uno para darle a otro?

Por ello, pongamos el punto sobre la i.