Una de las razones que se exponen para justificar la existencia del gobierno es que los seres humanos somos imperfectos - podemos usar la libertad para hacer el mal y violar los derechos de los demás -, y que precisamente por ello necesitamos de una institución capaz, uno, de redactar las reglas de la convivencia civilizada, que son aquellas que prohíben violar los derechos de los demás; dos, de vigilar el respeto a esas reglas del juego, que no es otra cosa más que el respeto a los derechos de los demás; tres, capaz de castigar a quien viole esas leyes, que no es otra cosa más que la violación de los derechos de alguien más, antítesis de la convivencia civilizada, es decir pacífica, que es la consecuencia del respeto a los derechos de los demás.

Todo ello estaría muy bien de no ser por un pequeño detalle: los encargados de redactar las leyes, de vigilar que se respeten, y de castigar a quienes las violen, son seres humanos, con las mismas inclinaciones hacia los excesos y defectos que el resto de de los seres humanos, con las mismas imperfecciones que todos los demás, ¡pero con un poder mayor – el del gobierno -, que el de cualquier otro ser humano!, lo cual quiere decir que, si el gobernante está a cargo de vigilar el comportamiento de los gobernados, los gobernados deben, ¡por prudencia y conveniencia!, vigilar el comportamiento de los gobernantes, sin olvidar que más daño, ¡mucho más!, pueden hacer malos gobernantes que malos gobernados. Por ejemplo: puede hacer más daño una ley injusta de aplicación general que la conducta injusta de un particular.

Desde la perspectiva liberal, que tiene como común denominador limitar al gobierno a la mínima expresión necesaria para garantizar la convivencia basada en el respeto a la libertad individual, la propiedad privada y la responsabilidad personal - mínima expresión del gobierno que tiene como contrapartida la máxima expresión del gobernado -, la opción es la del minarquismo, o gobierno mínimo, que es la doctrina que afirma que el papel del gobierno en una sociedad, para que realmente se respete la libertad individual, la propiedad privada y la responsabilidad personal, debe ser mínimo, limitado a prohibir los actos delictivos y, de fallar la prohibición, a impartir justicia, reconociendo que en una sociedad en la que realmente se respeta la libertad individual y la propiedad privada la lucha en contra de todos los otros males, así como a favor de todos los otros bienes, es responsabilidad personal de cada cual.

El minarquismo supone, primero, que el gobernante prohíbe que un gobernado viole los derechos de otro gobernado y, segundo, que el gobernante no viole los derechos de los gobernados, es decir, que no se permita a sí mismo lo que le prohíbe  a los demás, ¡mínimo acto de congruencia que hay que exigirle a cualquier gobernante! Para lograr lo primero se requiere que el gobernante vigile la conducta de los gobernados. Para conseguir lo segundo hace falta que los gobernados vigilen el comportamiento de los gobernantes, teniendo muy presente que más daño, ¡mucho más!, pueden hacer los malos gobernantes que los malos gobernados, comenzando por el hecho de que el poder de los primeros, sobre todo si está secundado por el positivismo jurídico - es justo lo que el legislador dice que es justo, no lo que por su propia naturaleza lo es -, es mucho mayor que el de los segundos (por lo menos hasta que los segundos deciden armar la revolución).

LeFevre fue anarcocapitalista y como tal rechaza al gobierno. La postura anarcocapitalista le plantea a los liberales, cuya postura es a favor del gobierno mínimo, la cuestión de qué tan mínimo debe ser el gobierno liberal, liberales que siempre deben tener presente la frase del anarcocapitalista: “Si el ser humano es bueno, usted no necesita del gobierno; si el ser humano es malo o ambivalente usted no debería atreverse a tener uno”.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.