El libre comercio, es decir: la ausencia de cualquier obstáculo o lastre impuesto por el gobierno al intercambio comercial entre personas de distinta nacionalidad, e impuesto con el fin de proteger a los productores nacionales de la competencia que traen consigo las importaciones de mercancías, no es condición suficiente para el progreso económico –previo al intercambio hay que producir lo que se va a intercambiar– pero qué duda cabe de que sí es condición necesaria, y ello por dos razones, la primera relacionada con la justicia, la segunda con la eficacia, sin olvidar que en economía lo que es justo es lo eficaz.

El proteccionismo, la antítesis del libre comercio, es injusto porque les prohíbe a los consumidores comprar los bienes y servicios que quieran, en donde quieran, limitando sus posibilidades de consumo, eliminando su libertad de elección, es decir, violando el derecho natural a la libertad individual. Pero además de injusto es ineficaz porque, al disminuir la competencia a la que podrían estar sujetos los productores nacionales, de poder importarse todo lo que los consumidores estarían dispuestos a comprar, promueve la incompetencia –mayores precios, menor calidad, peor servicio– todo lo cual supone, uno, un mal uso de los factores de la producción, que por ser escasos y de uso alternativo deben usarse de la mejor manera posible y, dos, un menor bienestar de los consumidores, todo lo cual afecta más a quienes menos tienen.

Llegados a este punto se puede argumentar que a los pobres, en su calidad de consumidores, sí les conviene el libre comercio, porque ello supone más y mejores opciones de consumo, lo cual quiere decir que con el mismo ingreso se puede comprar más. Sí, si consideramos a los pobres en su calidad de consumidores, ¿pero qué pasa si los consideramos en su calidad de trabajadores? En tal caso, ¿también los beneficia el libre comercio? Si el producto de su trabajo se exporta, y gracias a esas exportaciones ellos “van” a competir con éxito a otros mercados, ¡claro que los beneficia! ¿Pero qué sucede si son ellos quienes, en su país, enfrentan la competencia que traen consigo las importaciones, competencia que siempre es una amenaza? En tal caso, y si no logran hacer, de manera productiva, frente a esa competencia, el libre comercio los perjudica, momento de recordar algo importante: la eficacia de la competencia a favor del progreso económico, en general, y de la trilogía de la competitividad –menores precios, mayor calidad y mejor servicio–, en particular, reside en la amenaza que representa, misma que motiva a que los productores se vuelvan más productivos y más competitivos, comenzando por los trabajadores, mayor productividad y competitividad que es la única manera de elevar, de entrada, los salarios.

En la medida en la que el libre comercio supone más competencia obliga al aumento en la productividad y la competitividad, lo cual tiene un doble efecto. Primero: más y mejores bienes y servicios, en beneficio del consumidor. Segundo: mayores salarios, en beneficio inmediato del trabajador y con provecho mediato para el consumidor. No se trata, al considerar al trabajador y al consumidor, de agentes económicos antagónicos, de tal manera que lo que beneficia a uno perjudica al otro, como puede ser el caso del libre comercio, que beneficia al consumidor con más y mejores opciones de consumo, y amenaza al trabajador con más competencia. No, se trata de las dos caras de una misma moneda, de tal manera que lo que beneficia a una también, aunque de manera distinta, y no sin costo, beneficia a la otra, y vuelvo al ejemplo de libre comercio, que beneficia al consumidor al ofrecerle más y mejores opciones de consumo, y también al trabajador al obligarlo, si quiere sobrevivir, a volverse más productivo y competitivo, momento de preguntar si esa obligación a favor de la productividad y competitividad que impone el libre comercio es cuestionable. ¿Lo es? No, claro que no.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.