Reed apunta a un hecho innegable, que en muchos países se ha vuelto constante: las reformas llevadas a cabo por los gobiernos, llámense estructurales o institucionales, cuyo objetivo es lograr que el gobierno haga mejor lo que, de mala manera y con malos resultados, ha venido haciendo, en muchos de los frentes en los que, sin tener porqué actuar, actúa, y en muchos de los ámbitos en los cuales, teniendo que actuar, no lo hace. Para corregir esos excesos (lo que el gobierno hace de más) y defectos (lo que el gobierno hace de menos) es que una y otra vez los gobernantes plantean la necesidad de reformas, frente a las cuales los ciudadanos debemos preguntarnos ¿ahora sí?

Se puede argumentar que, dado que nada es perfecto, por más que mucho sea perfectible, y dado que la realidad cambia constantemente, es necesario adecuar, a las nuevas circunstancias, las viejas estructuras, las viejas instituciones, para lo cual hay que reformar, lo cual es cierto, pero no en todos los casos, ni todo el tiempo, y pongo el ejemplo tributario. El mejor sistema tributario (tanto desde el punto de vista de la justicia, como de la eficacia) es el del impuesto único (ni uno más), homogéneo (la misma tasa en todos los casos), universal (sin excepción de ningún tipo), no expoliatorio (que no se recaude con fines redistributivos), a la compra de bienes y servicios de consumo final (no al ingreso, no al patrimonio, no a las inversiones de las empresas), de tal manera que, llevado a la práctica, no habría razón alguna para reformarlo, por más que, una y otra vez, haya habido docenas de sinrazones para hacerlo, reformas cuyo resultado han sido deformaciones, tal y como lo son la mayoría de los sistemas tributarios, verdaderos engendros por dos razones: por injustos (obligan al contribuyente a entregarle al recaudador más de lo estrictamente necesario para que el gobierno cumpla con sus legítimas funciones) y por ineficaces (promueven una asignación antieconómica de los recursos, tanto factores de la producción como bienes y servicios para consumo final y, por si fuera poco, se quedan cortos de la recaudación potencial).

Claro que, ante lo imperfecto y perfectible, y ante una realidad cambiante, hay que mejorar lo que haya que mejorar, comenzando por el gobierno: su quehacer, sus estructuras, sus instituciones. La pregunta es por qué, con buena parte de lo que hace el gobierno, es necesaria, una y otra vez, la reforma, y la respuesta es porque lo hace mal, y lo hace mal porque, en la mayoría de los casos, lo que hace no debería hacerlo, por no corresponder a sus legítimas tareas que son: 1) garantizar el respeto a los derechos de las personas; 2) castigar al que viole los derechos de otros; 3) proveer los bienes y servicios públicos, que realmente sean públicos, y que realmente deban proveerse (por ejemplo: alumbrado en las calles); 4) ordenar la convivencia en los espacios públicos (por ejemplo: poner semáforos); 5) corregir, cuando sea realmente sea posible, externalidades, sobre todo negativas, cinco tareas del gobierno que no suponen su actuación, ni como ángel de la guarda, encargado de preservarnos de todos los males, ni como hada madrina, encargada de concedernos todos los bienes, siendo que es entonces, cuando el gobernante quiere ser desde ángel de la guarda, y preservarnos de todos los males, hasta hada madrina, y concedernos todos los bienes, que empieza a actuar de manera injusta e ineficaz, razón por la cual debe reformar una y otra vez, reformas que, en vez de desandar el camino hacia el gobierno ángel de la guarda y hada madrina, para regresar al gobierno – gobierno, implican avanzar, más decididamente, hacia el gobierno hada madrina y ángel de la guarda, implican más de lo mismo, comenzando por la necesidad de volver a plantear la conveniencia de las reformas.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.