Los empresarios no pueden comprar favores si los políticos no tienen que vender.
Existen seis actividades económicas, divididas en dos grupos: producción, oferta y venta; demanda, compra y consumo.
El consumo es la actividad económica terminal, la que les da sentido a las demás, desde la producción hasta la compra de bienes y servicios, paso previo para su consumo, no debiendo pasar por alto que consumidores somos todos, aunque no todos consumamos lo mismo.
El que el consumo sea la actividad económica terminal, y el que todos seamos consumidores, quiere decir que el arreglo institucional de la economía (las reglas del juego, comenzando por las normas jurídicas), debe ser tal que lo producido se ofrezca al menor precio posible, con la mayor calidad posible, y con el mejor servicio posible, trilogía de la competitividad que es condición necesaria para que los consumidores eleven lo más posible su bienestar.
Menores precios, mayor calidad y mejor servicio es lo que le conviene a los consumidores. ¿Cómo conseguirlo? Creando las condiciones para que, en todos los sectores de la actividad económica, y en todos los mercados de la economía, se dé la mayor competencia posible, tanto en la producción como en la oferta, competencia que cualquier empresario desea evitar, lográndolo de dos maneras. La lícita: sacando, gracias a una mayor competitividad, y sin ningún privilegio del gobierno, a sus competidores del mercado. La ilícita: sacando, pese a una menor competitividad, y gracias a algún privilegio gubernamental, a sus competidores del mercado. En el primer caso, el lícito, la causa del monopolio es la competitividad. Éticamente no es cuestionable. En el segundo, el ilícito, es el privilegio, que puede ir desde la concesión de un subsidio hasta la prohibición de la competencia en el sector o mercado en el cual participa el empresario privilegiado. Éticamente sí es cuestionable.
El contexto en el cual el político otorga privilegios al empresario es el del capitalismo de compadres, el del contubernio entre los poderes político y económico, mismos que, en beneficio de los consumidores, ¡que somos todos!, deben estar separados. El problema para los consumidores, cuyo interés es que lo producido se ofrezca con la trilogía de la competitividad: menores precios, mayor calidad y mejor servicio, es que la atracción entre estos dos poderes es fuerte, muchas veces irresistible, por lo que los políticos acababan otorgando a los empresarios privilegios que, o los convierten en monopolio, o les garantizan una posición dominante en sus sectores o mercados, en detrimento del bienestar de los consumidores porque el único resultado posible de una menor competencia, o del monopolio, es mayor precio y/o menor calidad y/o peor servicio.
¿Quién es el culpable del capitalismo de compadres? ¿El empresario que pide o el político que otorga? Y si otorga, ¿lo hace gratuitamente? Obviamente no: no se trata de una graciosa concesión, sino de un intercambio de favores, de un quid pro quo, que se lleva a cabo entre los miembros de la cúpula del poder, que siempre es el poder político y el económico. Se trata, como lo insinúa Milei, de una compra – venta de favores. ¿Qué le aporta el político al empresario? La eliminación o limitación de la competencia. ¿Y el empresario al político? La incondicionalidad. Con lo primero pierden los consumidores. Con lo segundo los ciudadanos.
Por ello, pongamos el punto sobre la i.
Tanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.
Tanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.
Si necesitamos un Estado para combatir otro Estado, por regresión, ¿cómo se justifica la existencia del primer Estado?
Los enemigos de la libertad –de izquierda, derecha o centro– tienen un denominador común: la fe en el Estado.
De la ley nace la seguridad.