Schettino tiene razón: el Estado, en general, y el gobierno, en particular, hace todo lo necesario para permanecer y, hasta ahora, lo ha logrado de manera por demás sobresaliente, porque no solamente ha permanecido, sino que se ha multiplicado, tanto en amplitud como en profundidad. Hoy el gobierno, además de serlo, ¡si es que realmente lo es!, es desde ángel de la guarda (pretendiendo preservarnos de todos los males) hasta hada madrina (con la intención de concedernos todos los bienes).

Partidos políticos van y vienen, los políticos vienen y van, sobre todo en las democracias, pero el Estado y los gobiernos permanecen y, en la mayoría de los casos, multiplican sus tareas. Basta revisar los presupuestos de egresos de los gobiernos para comprobar que hoy, en la mayoría de los casos, esos gastos representan una mayor proporción del Producto Interno Bruto de la que representaban hace solamente algunas décadas. Los ciudadanos conciben que cambie el partido político en el poder, y que cambien los políticos que ejercen ese poder, pero la gran mayoría no concibe, no digamos la desaparición del Estado y los gobiernos, sino la eliminación de algunas de las tareas que realizan, como puede ser desde el mecenazgo para con las artes hasta la promoción del deporte, tareas ante las cuales debemos preguntarnos si realmente corresponden al gobierno.

Los partidos políticos pueden quedar fuera de la jugada, los políticos pueden ser desplazados del poder, ambos pueden perder la permanencia, pero lo que permanece, para frustración de los anarquistas, es el Estado y los gobiernos y, para frustración de los miniarquistas, no solamente permanece sino que se expande ante al aplauso, que bien puede convertirse en rechifla, de los ciudadanos, sobre todo cuando el gobernante en turno no es capaz de cumplir todo lo que prometió, algo que no es la excepción, sino la regla, sobre todo cuando se promete cada vez más.

El bien primordial del Estado es permanecer y, todavía mejor (desde el punto de vista de los gobernantes, burócratas, políticos y funcionarios públicos) expandirse. ¿Y cuál es el bien que el ciudadano espera recibir del Estado y sus gobiernos? La seguridad y, en concreto, la seguridad contra la delincuencia (porque, si lo dejamos en seguridad, a secas, entonces desembocamos en el Estado Benefactor, que intenta garantizar todo tipo de seguridad, desde la física hasta la emocional, pasando, ¡obviamente!, por la social).

¿Cumplen el Estado y sus gobiernos con la seguridad que, contra la delincuencia, le deben a los gobernados? En ningún caso al cien por ciento, porcentaje imposible de alcanzar en tales menesteres, razón por la cual, además de garantizar dicha seguridad, el Estado y sus gobiernos deben impartir justicia y hacerlo en sus dos facetas: castigar a quien delinque y resarcir, en la medida de lo posible, ¡pero nunca por debajo de esa medida!, a la víctima del delito. ¿Cumplen el Estado y sus gobiernos con la impartición de justicia? En ningún caso al cien por ciento, porcentaje inalcanzable.

Así las cosas, hemos llegado a la siguiente conclusión: el Estado y sus gobiernos son incapaces de cumplir, al cien por ciento, con las dos únicas tareas que justifican su existencia y, muy importante, el cobro de impuestos: garantizar la seguridad contra la delincuencia e impartir justicia. Y pese a ello el Estado y los gobiernos no solamente permanecen sino que se expanden, entrometiéndose cada vez en la vida de los ciudadanos, limitando, en un grado intolerable, la libertad individual y la propiedad privada, la gran mayoría de las veces cobijados por el aplauso de aquellos cuya libertad y propiedad limitan arbitrariamente.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.