Del cielo llegó la destrucción. No fue realmente una tragedia provocada por un huracán. Los intensos vientos de Stan no llegaron realmente a Chiapas. El problema fueron las lluvias, unas lluvias de una intensidad inusitada, provocadas por la confluencia de Stan y de una tormenta tropical en el Pacífico.

Es natural que frente a una tragedia de esta naturaleza se busquen responsables. Y en éste, como en tantos otros casos, no es difícil encontrarlos. Así, he escuchado algunas voces que acusan al gobierno federal y otras que responsabilizan a los mandatarios de los estados. Faltó previsión, dicen unos, o era necesaria una reacción más rápida, afirman otros. La deforestación facilitó los aludes y el desgajamiento de los cerros. Y los asentamientos irregulares sembraron de viviendas muchos lugares donde nunca debió haberse asentado construcción alguna.

Pero si somos honestos, tendremos que reconocer que aun con una mayor previsión o una reacción más rápida las consecuencias del desastre habrían sido similares. En una zona en la que llueve todos los veranos con enorme intensidad, este año la precipitación fue tres o cuatro veces mayor. La tierra se reblandeció como nunca. Y las aguas subieron a niveles nunca registrados. De hecho, el que el número de muertes sea relativamente pequeño, especialmente si se compara con el de otros países, es producto del hecho de que hubo cuando menos cierto grado de previsión y de reacción.

La tragedia, por otra parte, apenas empieza. Las inundaciones y la destrucción de viviendas, caminos y puentes es sólo el primer capítulo. El daño que las lluvias hicieron a los cultivos y a la economía de las zonas afectadas es de tal magnitud que la recuperación puede llevarse años. Se ha perdido buena parte del café de las laderas de los cerros. Se han anegado las cosechas de maíz de las zonas bajas. Hoy la tragedia provoca desazón. Mañana bien podría generar hambre.

La destrucción, sin embargo, ofrece también oportunidades. Las zonas afectadas por las lluvias, desde Chiapas hasta Hidalgo pasando por Oaxaca y Veracruz, se encuentran entre las más pobres del país. Si realmente se cumple la mitad de las promesas de llevarles recursos, y si éstos se emplean de manera productiva, habría la posibilidad de que las comunidades sacaran algún provecho de la tragedia.

Para que esto pueda ocurrir, hay que recordar el adagio milenario de la caridad: si al hambriento le das un pescado, lo alimentarás un día; pero si le das una caña y lo enseñas a pescar, lo apoyarás toda la vida.

A veces cuesta lo mismo llevar pescado a los lugares marginados para alimentar a los pobres unos días que proporcionar los instrumentos que permitirán edificar un futuro mejor. El problema es que la gente misma que se compadece de las víctimas de un desastre está más dispuesta a enviar unas latas de ayuda que en hacer el esfuerzo para generar soluciones permanentes a la pobreza que es abono de la destrucción.

No me cabe duda de que hay muchos responsables de la tragedia que vino del cielo. Pudo haber existido más previsión y más oportunidad en la reacción. Hubo funcionarios que no cumplieron cabalmente con su deber. Pero quizá también nosotros seamos en parte responsables. Después de todo, nunca hemos estado dispuestos a sustituir la vieja caridad, la que implica repartir pescados, con la proactiva responsabilidad de distribuir cañas y de enseñar a pescar.