Hay de calores a calores. Una cosa, por ejemplo, es el “calentamiento global”, nueva versión del cataclismo cósmico dizque causado por el progreso (la mejor recomendación que he oído para combatir ese demonio es bañarse con agua fría, como dicen que hace Al Gore), y otra cosa, muy distinta, es el calorcito antiliberal: esa sensación de amparo, como de vientre materno, que nos prometen si nos abandonamos confiados al cuidado de los bondadosos gobiernos.
Ayer
en este foro Roberto Salinas León se refería al desagradable sentimiento de
“desamparo moral” que dicen experimentar algunos ante el énfasis dado por el
liberalismo a la libertad individual y a su concomitante responsabilidad, también
individual.
Por lo que se ve y se oye la sola mención de que por
encima del Estado está la libertad de cada individuo, causa escalofríos en
muchas conciencias. En contraste, esas mismas almas piadosas experimentan un
tibio regocijo al pensar que el gobierno, el Estado y hasta entidades
supranacionales, como las Naciones Unidas (ONU), llenas de sabiduría y bondad,
están aquí para cuidarnos aún a nuestro pesar.
Esa arraigada afición al calorcito de la seguridad –que
lisa y llanamente es miedo a la libertad y a sus consecuencias- explica el entusiasmo
con que algunos proponen el resurgimiento de patrañas tales como la acción del
Estado contra los acaparadores y “hambreadores del
pueblo”.
También ayer, pero en otras páginas, otro opinante –al
que caritativamente llamaré Mínimo Gorki, en memoria
del escritor que devino en propagandista de las bondades del socialismo
soviético- arrojaba con fruición adjetivos en contra de esos “malvados” que
incurren en el “delito” de comerciar con granos, almacenarlos y obtener -¡qué
barbaridad!– alguna utilidad por su trabajo de acuerdo a las “malignas” leyes
de la oferta y de la demanda.
Máximo
Gorki se envileció cantando las loas del terror
implantado tanto por Lenin como más tarde por Stalin en de contra los “kulaki”, que no eran otros que los campesinos que
osaban oponerse a la colectivización y que guardaban para su propio consumo, o
para comerciar con ellos, los frutos de sus cosechas. Millones murieron de
hambre en esa lucha que el Estado soviético decía llevar a cabo en contra del
hambre. Al final, el objetivo se logró: Los graneros quedaron vacíos, los “acaparadores”
muertos o presos en los helados campos siberianos y el hambre asoló todo el
territorio soviético. Ah, el calorcito del Estado protector.
Mínimo Gorki, el nuestro,
no va tan lejos. Sólo califica de “ruines”, “ratas”, “traidores a la patria” a
los presuntos acaparadores de maíz y, ya en plena efusión calorífica, propone:
“Yo no digo que debamos ahorcar a los acaparadores, pero sería formativo darles
una arrastradita por el primer cuadro, unas buenas cachetadas guajoloteras, diez mil zapes estilo maestro de primaria…”.
El calorcito incluye un poco de faramalla –“charla
artificiosa encaminada a engañar”- como ésa. Nada terrible, sólo efusiones
demagógicas para darle al pueblo tortillas y circo. Calorcito.
EntrarTanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.