I.-

En México tenemos gobernados peticionarios y gobiernos dadores. La gran mayoría de las veces, sobre todo en el ámbito de la economía, cuando alguien enfrenta algún problema, que puede ir desde el alza en el precio de alguna mercancía, hasta la falta de productividad y competitividad en la producción de algún bien o servicio, la reacción es demandar del gobierno la solución del problema, misma que puede ir desde el control de precios, en el primer caso, hasta el otorgamiento de subsidios, en el segundo. ¿Qué tenemos? Gobernados peticionarios y gobiernos dadores, relación que, llevada hasta sus últimas consecuencias, desemboca en una situación en la cual el gobierno se vuelve responsable de todo y los gobernados de nada. A esta relación no escapan los creadores, los hombres y mujeres dedicados a la cultura, cualquiera que sea su manifestación. ¡Qué vergüenza!

II.-

Imaginemos un músico que dedica su tiempo a la composición de una sinfonía: meses y meses de trabajo, dedicación, esfuerzo, privaciones, y por fin, un día, la nota final. Ha terminado el trabajo del creador: el producto cultural está listo. A partir de este momento, y sobre todo si el compositor pretende explotar comercialmente su música, empieza una etapa totalmente distinta: la etapa de mercado.

Supongamos que, con el objetivo de explotar comercialmente su obra, el compositor organiza el concierto de estreno, al cual deberán seguirle muchos más, aquí, allá y acullá. Pero resulta que ese día, el del estreno, nadie se para por la sala de conciertos. ¿Qué tenemos? Un rotundo fracaso. Entonces el compositor, no dándose por vencido, decide grabar la sinfonía y poner los cd´s a la venta: lo hace y nadie compra. La grabación, al igual que el estreno, resulta un rotuno fracaso. En un último intento por explotar comercialmente su obra, el compositor decide publicar y poner a la venta la partitura de su sinfonía. Lo hace y, para su mala fortuna, nadie compra un ejemplar de la misma. La publicación de la partitura, al igual que la grabación del cd y el estreno de la sinfonía, resulta un rotundo fracaso. ¿Por qué? Porque no hay consumidores a quienes les interese la mercancía. No hay consumidores que la valoren.

III.-

Seguramente que, llegados a este punto, más de un lector ya puso el grito en el cielo, preguntándose cómo es posible que un sitio, como Asuntos Capitales, publique tal barbaridad: igualar a los melómanos con los consumidores y, la más grave de todas, equiparar una sinfonía con una mercancía. ¡Por favor! Pero antes de que el grito llegue al cielo permítanme explicar lo siguiente.

Al momento en el cual el compositor coloca la nota final de la sinfonía termina la parte artística (creadora, si se prefiere) de su trabajo, y si pretende explotar comercialmente su música comienza una etapa distinta, la de mercado, en la cual hay que participar bajo las reglas de la oferta y la demanda, la primera de las cuales señala que hay que darle gusto al consumidor, así se trate de un saco de azúcar, un par de zapatos, un litro de gasolina, un reloj de pulsera, una raqueta de tenis, un frasco de mostaza o una sinfonía. ¡Por favor!, volverán a poner el grito en el cielo quienes ya lo hicieron: ¿cómo es posible que se igualen azúcar, zapatos, gasolina, relojes, raquetas y mostaza con sinfonías? ¿¡Cómo!?

Me queda claro, ¡faltaba más!, que, considerada en sí misma, una raqueta de tenis no es lo mismo que una sinfonía. Pero igualmente me queda claro que, desde el momento en el cual la raqueta se le ofrece al tenista, y la sinfonía al melómano, ofertas que se realizan en el mercado, ambas son mercancías: el fabricante de raquetas pretende venderlas, de la misma manera que el compositor tiene la intención de vender su sinfonía, ya sea en conciertos en vivo, ya grabada en un cd, ya en la partitura. Insisto: al momento de colocar la última nota finaliza la parte artística del asunto y comienza la etapa de mercado, en la cual la sinfonía se convierte en una mercancía y, como tal, de la misma naturaleza que cualquier otro bien o servicio ofrecido al consumidor: cajas de cereal, cepillos de dientes, ropa interior, embutidos, frascos llenos de ostiones, videojuegos, latas de conservas, periódicos amarillistas, barras de mantequilla, ceniceros, etc., etc.

IV.-

Volvamos con nuestro compositor. Ya sabemos que la publicación de la partitura, al igual que la grabación del cd y el estreno de la sinfonía, resultaron rotundos fracasos. ¿Qué le queda? Pedirle al gobierno, ¡y en una de esas EXIGIRLE!, que lo subsidie. ¿Qué tenemos? En primer lugar un gobernado peticionario y, muy probablemente, un gobierno dador, sobre todo si el gobernante en turno no quiere que los creadores lo tachen de bárbaro, insensible a las manifestaciones más nobles del espíritu humano, que por una u otra vía (la del mercado o la de la política), deben llegar a la mayoría de la gente: si no se pudo por la vía del mercado, con los consumidores financiando libremente la producción de la sinfonía, entonces debe ser por el camino de la política, con los contribuyentes obligados a subsidiarla, lo cual no deja de ser una afirmación contradictoria: si la sinfonía es tan valiosa, digna de ser escuchada por todo el mundo, ¿por qué nadie estuvo dispuesto a pagar el boleto para asistir a su estreno, o a comprar el cd para escucharla una y otra vez, o a adquirir la partitura para interpretarla un día sí y otro también?

V.-

Llegados a este punto, y con el fin de justificar el grito en el cielo, quienes se escandalizan por haber igualado una sinfonía con una barra de mantequilla o un cepillo de dientes, pueden argumentar que, objetivamente, la sinfonía es más valiosa que cualquiera de las otras cosas mencionadas en los párrafos anteriores. ¿Será? Claro que no: el valor que para las personas tienen las cosas entre las que pueden elegir, sobre todo en el mercado, desde un manojo de ajos hasta una sinfonía, es subjetivo, y depende la valoración del sujeto, no de las cualidades intrínsecas del objeto. Si las sinfonías tuvieran un valor objetivo todos las escucharíamos una y otra vez, sin poder dejar de hacerlo, y es un hecho que no es así. ¿Por qué? Porque el valor de las sinfonías, de las novelas, de las pinturas, de las esculturas, de las películas, de los poemas, y de cualquier otro producto cultural, no es objetivo, por lo que no depende del objeto en cuestión, sino subjetivo, por lo que depende del sujeto. Esto es tan obvio que no necesita mayor explicación...

...y, sin embargo, la doy. No conozco persona que no esté de acuerdo con la siguiente afirmación, “leer es algo valioso”, pese a que, en la gran mayoría de los casos, no leen, menos por gusto, y mucho menos habitualmente, que es la lectura que define el verdadero lector, no al lector de ocasión, cuya lectura de esta primera década del siglo XXI fue El Código Da Vinci. Entonces yo les pregunto: “¿Cómo es posible que si leer es algo valioso no leas?” Las respuestas van desde la falta de tiempo hasta la falta de dinero, respuestas que, en la gran mayoría de los casos, son pretextos. La respuesta correcta es: “Porque la lectura no es valiosa para mí” o, dicho de manera coloquial: “Porque no me gusta”.

Para quienes disfrutamos (porque ésta se disfruta, no se padece) la concupiscencia por los libros (reconozco que mi relación con la literatura es igual que la relación del alcohólico con la copa), leer es un gran placer, pero de ello a afirmar que la lectura es objetivamente valiosa hay un gran trecho: si la lectura es objetivamente valiosa, si tiene valor por sí misma, ¿por qué la mayoría de la gente no lee?

VII.-

Entre los gobernados peticionarios encontramos a los creadores (escritores, cineastas, artistas plásticos, etc.), quienes, no como lo segundo, pero sí como lo primero, no pasan de ser presupuestívoros que exigen su tajada de recursos públicos. ¿Por qué? Porque como creadores podrán haber concluido su obra, pero como oferentes de la misma en el mercado fracasaron, lo cual quiere decir que no consiguieron que los consumidores, libremente, pagando el precio, la financiaran. Entonces, con el argumento de que la creación artística es objetivamente valiosa, razón por la cual no se le debe privar a nadie de disfrutarla, se le exige al gobierno que obligue a los contribuyentes a subsidiar algo que, libremente, como consumidores, no estuvieron dispuestos a financiar, lo cual me lleva a la pregunta central de todo este asunto: ¿qué justifica que el gobierno le quite a unos (los contribuyentes) para darle a otros (los creadores)? ¿El hecho de que la obra de arte es objetivamente valiosa, razón por la cual a ninguno se le debe privar de su disfrute? Pero si la mentada obra de arte es objetivamente valiosa, ¿por qué el consumidor no está dispuesto, libremente, a financiarla?

VIII.-

Como cinéfilo que soy estoy dispuesto a financiar la producción de películas, mexicanas y de cualquier otra nacionalidad, pagando el boleto en taquilla. Pero me niego a que el gobierno utilice un solo centavo de los impuestos que me cobra para subsidiar su producción, distribución y exhibición, así se trate de Del Toro, de Cuarón, o de González Iñárritu.

Me niego a que el gobierno me obligue a hacerle el bien a alguien más, sea un indigente o un artista, obligación que, llevada al extremo, desemboca en la esclavitud. Y eso, obligarnos a hacerle el bien a alguien más, es lo que el gobierno hace cuando, con parte de nuestros impuestos, subsidia la obra de los creadores, lo cual viola, en el ámbito de la economía, la propiedad y, por ende, la libertad. El gobierno debe limitarse a prohibirnos hacerle daño a los otros, y a castigar a quien viole tal prohibición.