Chicago, EUA.- Esta semana pasada los estadounidenses celebraron el 4 de julio, el aniversario de su independencia, y lo hicieron como lo hacen todos los años: con alegría, fervor y patriotismo.

Pero algo ha pasado con este festejo que lo hace diferente a los que se llevaban a cabo hace apenas unos cuantos años. El despliegue de seguridad en edificios públicos y residencias de dignatarios es cada vez mayor. El temor a atentados terroristas abruma a los ciudadanos comunes y corrientes. La conciencia de ser la mayor potencia del mundo, quizá de la historia, se ve templada por el miedo a otras naciones y organizaciones terroristas.

Parecería que ha pasado mucho tiempo desde la caída del muro de Berlín en 1989 o el desmoronamiento de la Unión Soviética en 1991. Esos dos acontecimientos marcaron el fin de la guerra fría, el largo período comenzado en 1945 en que el poderío estadounidense se definió siempre en contraste con su gran rival comunista. Después de 1991 los estudiosos empezaron a hablar del surgimiento de un mundo “unipolar”, un mundo con una sola gran potencia militar y económica. América, como gustan de llamar los estadounidenses a su país, parecía no tener ya rival en el planeta.

El tiempo ha demostrado otra cosa, sin embargo. Como la antigua Roma, el imperio americano se ha dado cuenta de que el poder absoluto no existe. Los enemigos se encuentran por doquier. Uno de ellos procede del propio éxito económico. El territorio estadounidense se ha llenado de inmigrantes. Éstos hacen tareas indispensables, aquellas que los nativos no quieren llevar a cabo, pero cambian de manera inevitable la estructura cultural y étnica del país. Los políticos estadounidenses se han sentido amenazados por el ingreso de millones de trabajadores indocumentados y se han negado a promulgar leyes que les permitirían convertirse en residentes legales o incluso, con el tiempo, en ciudadanos. El resultado, sin embargo, es que 12 millones de personas viven en territorio estadounidense sin residencia legal y sin sentirse identificadas con el país al que entregan su trabajo. Seis millones de ellos son mexicanos. A pesar de que muchos llevan años o décadas en la Unión Americana, no pueden integrarse a una sociedad que los rechaza. Y, por lo tanto, se siguen sintiendo mexicanos.

El poderío militar estadounidense es por mucho el mayor del mundo. Pero como los generales de la antigua Roma, los estadounidenses se han dado cuenta de que eso no les da invulnerabilidad ni les permite hacer lo que quieran en el planeta. Los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 demostraron lo frágil que puede ser la mayor potencia del mundo. La guerra de Iraq ha ratificado que es fácil para las fuerzas armadas de la mayor potencia entrar a un país, causar una enorme destrucción y capturar y ejecutar a su gobernante, pero no conquistar y pacificar su territorio.

Desde el siglo XIX, el poderío militar de Estados Unidos se fundamentó en la gran pujanza económica del país. La Unión Americana podía triunfar en una guerra tras otra debido a su capacidad industrial y financiera. Pero hoy las cosas están cambiando. Otros países del mundo pueden competir, cada vez con mejores resultados, con la economía estadounidense. China, de hecho, se perfila cada vez más como una potencia económica que puede doblegar a Estados Unidos.

Los estadounidenses siguen teniendo muchos motivos para celebrar. Pero como los ciudadanos de la antigua Roma, deben tener cuidado con sus decisiones de los próximos años. No está escrito que Estados Unidos deba entrar ya a su fase de decadencia. Como imperio es relativamente joven. Pero al crear en su interior una clase social desprotegida y resentida, y sobreextenderse en sus aventuras militares en el mundo, puede estar generando las condiciones que lleven a su declinación.