Decía Federico Bastiat, el gran economista francés del siglo XIX, que la diferencia entre un buen y un mal economista consiste en que el primero toma en cuenta, solamente, los efectos visibles de las políticas económicas, mientras que el segundo considera tanto las consecuencias visibles como las invisibles. Por ejemplo: con relación al cobro de impuestos el mal economista toma en cuenta, únicamente, el monto recaudado y la manera de gastarlo del gobierno, mientras que el buen economista considera, además de lo anterior, lo que, y en lo que, los contribuyentes dejaron de gastar, ¡o de ahorrar!, por haberse visto obligados a ceder una parte de sus ingresos al gobierno.

Henry Hazlitt, uno de los mejores economistas del siglo XX, desafortunadamente no uno de los más conocidos, retomando la idea de Bastiat, apuntó lo siguiente: "Una de las más graves falacias económicas es la tendencia del hombre a ver sólo los efectos inmediatos de una determinada política, o sus efectos sobre un grupo especial, olvidándose de los efectos a largo plazo para toda la sociedad". Por ejemplo: con relación al proteccionismo, el mal economista considera, únicamente, el efecto del mismo sobre el sector de actividad económica protegido, como lo puede ser, por ejemplo, la industria del vestido, que, gracias a la protección que le brinda el gobierno, no tiene que competir con las importaciones, ofreciendo su mercancía a una calidad menor, y a un precio mayor, con relación a lo que haría si tuviera que competir. A corto plazo esta industria generará una ganancia extraordinaria, a costa de los consumidores, pero a la larga, por no estar sujeta a la competencia, degenerará en incompetente, nuevamente a costa de los consumidores. El buen economista, por el contrario, toma en cuenta, no solamente el beneficio que a corto plazo recibe la industria protegida, sino las consecuencias inmediatas de la protección sobre los consumidores (menor calidad y mayor precio), así como los efectos a largo plazo sobre la industria (menor competitividad o mayor incompetencia).

Lo anterior viene a cuento, de nueva cuenta, por la CETU que, de ser aprobada tal y como la presentó el Ejecutivo, dará como resultado, para las empresas, un aumento promedio en el pago de impuestos del 17 por ciento en 2007 y 2008, y del 39 por ciento a partir del 2009. ¿Cuál sería, de darse el caso, el efecto inmediato de tal medida? Un aumento en la recaudación. ¿Quién se beneficiaria? En primer lugar el gobierno y, en segundo término, aquellos que reciban los bienes y servicios proporcionados por el gobierno. ¿Cuáles serían las consecuencias secundarias, de mediano y largo plazo, de tal aumento en el pago de impuestos de las empresas? Menos utilidades o, en el mejor de los casos, no mayores ganancias; menos recursos para invertir o, en el mejor de los casos, no más recursos para hacerlo; menos empleos o, en el mejor de los casos, no más empleos; una menor producción de bienes y servicios o, en el mejor de los casos, no una mayor producción de los mismos, todo lo cual afectaría desde los trabajadores hasta los consumidores.

El problema con la CETU no es el que sea un impuesto de tasa única, lo cual supone que, una vez calculada, ya no es posible deducir nada, tal y como debe ser. El problema es que la CETU supone un aumento promedio, en el pago de impuestos de las empresas, del 13.7 por ciento actual, al 16 en 2007 y 2008, y al 19 en 2009, lo cual puede tener efectos negativos sobre las utilidades, las inversiones, el empleo y la producción. Entonces, ¿qué es lo correcto? Que la CETU sustituya el ISR, pero a una tasa más cercana al 10 que al 20 por ciento. ¿Qué para conseguirlo el gobierno tendría que ajustar sus gastos? ¡Que lo haga! Los contribuyentes no tenemos por qué pagar, ni la deshonestidad de muchos funcionarios públicos, ¡que roban!, ni la ineficiencia de buena parte del gasto gubernamental, ¡que sirve para muy poca cosa!