Confieso que mi relación con los libros es del mismo tipo que la relación del alcohólico con la copa. Así como éste siempre carga consigo, dentro del bolsillo de su saco, o en algún compartimento de su maletín, el botellín envuelto en la típica bolsa de papel estraza (me imagino a Jack Lemmon en Días de vino y rosas o a Ray Milland en Días sin huella, ¡qué películas!), yo siempre cargo, debajo del brazo, o si su tamaño lo permite en el bolsillo interior de mi saco, o en mi portafolios, un libro. De hecho, en mi portafolios siempre cargo más de uno, sin contar con las revistas, entre las que destacan, mes tras mes, Letras Libres e Historia y Vida.

Uno de los placeres que disfruta el lector es el descubrimiento de algún escritor, sobre todo si se trata de un escritor del pasado, ya fallecido, cuya obra, por las razones que hayan sido, no conocíamos, y cuya primera lectura tiene el efecto de una epifanía. Para mí, en lo que va del siglo XXI, esa epifanía se la debo a dos escritores, del pasado, ya fallecidos, y cuyo descubrimiento ha sido, hasta ahora, mi gran descubrimiento literario de ésta primera década del siglo XXI. Me refiero a Sándor Márai y a Irène Némirovsky, húngaro el primero, rusa la segunda, ambos víctimas, aunque de manera distinta, de las dos grandes atrocidades del siglo XX: el comunismo soviético (que no ruso) y el fascismo nazi (que no alemán). Némirovsky murió, a los 39 años, en Auschwitz, y Márai, cuya obra fue prohibida por el régimen soviético, terminó suicidándose, a los 89 años, en San Diego, California.

De Márai he leído La hermana, La mujer justa, La amante de Bolzano, La herencia de Eszter, Divorcio en Buda y la insuperable El último encuentro, sin olvidar Confesiones de un burgués y ¡Tierra, tierra!, estas últimas obras autobiográficas. También he leído, de Erno Zeltner, Sándor Márai, biografía del gran escritor húngaro, a quien hoy menciono, ya que el pasado fin de semana, en mi incursión por algunas librerías, encontré La extraña, hasta el momento la última novela de Márai publicada por Salamandra.

De Némirovsky he leído menos, y no por falta de ganas, sino de material: en primer lugar El baile y, en segundo término, David Golder, su primera novela. Por fortuna, en la misma incursión en la que conseguí La extraña, de Márai, encontré la que se considera la obra más acabada de Némirovsky, Suite francesa, publicada también por Salamandra, obra que constaba de cinco partes, de las cuales nos han llegado (historia de su llegada que por sí misma vale la pena de ser contada), solamente dos: Tempestad de junio y Dolce. Quedarán por leer, entre otras, y hasta donde yo sé: Los perros y los lobos, Jézabel, Las moscas del otoño, Le vin de solitiude.

Además de Márai y Némirovsky debo mencionar, entre los descubrimientos literarios epifánicos, de esta primera década del siglo XXI, a Vasili Grossman, autor de la enorme, en todos lo sentidos del término, Vida y destino, que junto con La guerra y la paz, de Tolstoi, y Doctor Zhivago, de Pasternak (enormes también, en todas las acepciones de la palabra), forman la gran trilogía de la novela sobre la guerra, en este caso centrada la narración en la batalla de Stalingrado, durante la Segunda Guerra Mundial, y en las peripecias de los miembros de la familia Sháposhnikov, atrapada entre el fascismo nazi, que los amenaza desde el exterior, y el comunismo soviético, que los amenaza desde el interior, novela que, como se podrá imaginar el lector, fue prohibida por el Jrushov, y que llega a nosotros de manera poco menos que milagrosa, de la misma manera que lo hace la Suite francesa de Némirovsky, que se salvó del holocausto (me refiero a la novela, no a la autora) de manera poco menos que milagrosa.

De todas las novelas antes mencionadas, ¿por dónde comenzar? Sin duda alguna, por El último encuentro de Márai, una de las grandes novelas de todos los tiempos.