¿Por qué en México la impunidad no ha sido atajada? Una posible explicación es que la policía distrital y el resto de la burocracia del distrito representan un electorado importante para el gobernante Partido de la Revolución Democrática. Si las bases del PRD prefieren el status quo, hacerle frente a la corrupción supone un alto riesgo político.
Mientras los ojos del mundo están
fijados en la fiebre expansionista de Vladimir Putin en Georgia, otro tipo de asalto contra la democracia
está recibiendo escasa atención. Pero es igualmente alarmante.
México está inmerso en una guerra a
muerte contra el crimen organizado. La semana pasada, otros seis agentes de las
fuerzas del orden fueron asesinados mientras cumplían con sus obligaciones en
la lucha contra los carteles de narcotráfico del país. Ya se han producido 4,909
muertes en la ofensiva del presidente Felipe Calderón contra el crimen
organizado desde diciembre de 2006.
Muchos de los fallecidos han sido
mafiosos, pero también han caído periodistas, políticos, jueces, policías,
militares y civiles. Para entender lo violento que se ha vuelto México,
recordemos que el total de estadounidenses muertos en Irak desde marzo de 2003
asciende a 4,142.
Los secuestros y el robo a mano
armada también se han disparado. En Tijuana, una epidemia de secuestros ha
provocado un éxodo de familias de clase media-alta que han cruzado la frontera
con Estados Unidos en busca de seguridad.
Tal y como esta columna ha señalado
en repetidas ocasiones, una razón por la que la seguridad se ha deteriorado
tanto en décadas recientes es la demanda estadounidense por narcóticos
ilegales, así como las severas medidas del gobierno estadounidense para cerrar
la ruta caribeña del tráfico. Los cárteles mexicanos han surgido para
satisfacer la demanda estadounidense y sus ganancias los han vuelto ricos y
bien armados.
Las víctimas de las matanzas de la
semana anterior incluyen al subdirector de policía del estado de Michoacán y a
uno de sus hombres, un detective del estado de Chihuahua y un subdirector de
policía del estado de Quintana Roo. Hasta julio, 449 policías y personal
militar habían muerto en la ofensiva de Calderón, algo que pone de relevancia
el precio que México está pagando por la "guerra contra las drogas"
estadounidense. Su costo, sin embargo, va mucho más allá de las pérdidas
humanas.
En un país desarrollado como Estados
Unidos, la prohibición representa una carga para el imperio de la ley, pero no
lo colapsa. En México, donde una democracia recientemente revivida trata de
reformar instituciones tras 70 años del gobierno autocrático del Partido
Revolucionario Institucional, la influencia corruptora del dinero de las drogas
es más perniciosa.
Según el Procurador General de la
República, Eduardo Medina Mora, parte de la explicación de la oleada de
secuestros se puede atribuir al éxito de las operaciones del gobierno contra
los que transportan drogas, conocidos como mulas. Medina Mora me contó en
febrero que esperaba que la presión produjera una fragmentación de los cárteles,
guerras entre grupos rivales y un incremento de otras actividades delictivas
para compensar los menores beneficios del tráfico de drogas.
De ser cierto, la ola de secuestros
podría ser una señal de que la estrategia de Medina Mora está funcionando. Sin
embargo, cuando los investigadores federales recientemente señalaron a un
policía de Ciudad de México en el secuestro y asesinato de Fernando Martí, el
hijo de 14 años de un rico empresario, la teoría de Medina Mora perdió parte de
su credibilidad. En lugar de ser el trabajo de criminales desmoralizados, los
secuestros, al menos en la capital, parecen ser tan sólo uno de los negocios
operados por una maquinaria bien engranada con enlaces institucionales.
Ricardo Medina, uno de los
principales editorialistas de México y el editor de El Economista, el principal
periódico financiero del país, me dijo el jueves que el caso demuestra que
"al margen de la guerra contra la droga a tiroteos, hay un problema de
infiltración en las instituciones por parte de criminales y corruptos. Incluso
los criminales capturados a menudo acaban en libertad", dice Medina, y
todas las ramas del gobierno comparten responsabilidad por la crisis de
impunidad. Es cierto que los jueces pueden ser intimidados o sobornados, pero
también es cierto, por ejemplo, que bajo la ley mexicana el secuestro no es un
crimen federal y, por lo tanto, es manejado por las autoridades locales. Con
frecuencia, las víctimas no quieren presentar cargos porque existe la
percepción de que la policía local y el gobierno local también están
involucrados.
Tal percepción ha resultado
fortalecida por el caso Martí, pero el problema de la impunidad no es nuevo. Tal
y como escribió Medina, "la impunidad está a la vista de todos, día tras
día. Todos la vemos incluso hasta el punto de responder con sonrisas de ironía
o encogernos de hombros".
¿Por qué no ha sido atajada? Una
posible explicación que circula en Ciudad de México es que la policía distrital y el resto de la burocracia del distrito
representan un electorado importante para el gobernante Partido de la
Revolución Democrática. Si las bases del PRD prefieren el status quo, hacerle
frente a la corrupción supone un alto riesgo político.
Las ganancias que representan las
drogas para el crimen organizado no hacen más que complicar la situación. En un
artículo para el Milken Institute
Review, el ex diplomático Laurence
Kerr toma una página prestada de la historia de
Estados Unidos. "Estados Unidos ha estado en los zapatos de México:
impregnado de la bonanza de las ventas ilegales de alcohol, el crimen
organizado penetró completamente el sistema judicial estadounidense durante la
Prohibición. Mientras los estadounidenses sigan enterrando en dólares a los
traficantes de drogas mexicanos, el progreso en la lucha contra su comercio
seguirá siendo limitado". Desgraciadamente, las reformas institucionales
en México también se verán limitadas y la cifra de muertes seguirá en ascenso.
*Artículo cortesía de Cato
Institute para Asuntos Capitales
EntrarDurante siglos se ha debatido quién debe detentar el poder y no los límites de ese poder.