El capitalismo se basa en individualismo, interés personal y autoestima. Es un sistema “superlativamente moral” que los estatistas proponen modificar sobre bases de legislación aplicable sólo por excepción, oleadas de burócratas hambrientos de dinero y sabiendo que la mejor forma de conseguirlo es obstaculizando el proceso, y el ancestral sistema de intimidación.
Hace años recuerdo de un viaje que
hice con mi abuelo a comprar ganando a Texas. Cuando regresábamos le pregunto:
¿por qué compras el ganado en Texas y no en México? Me responde; “porque es el
mejor y en México no hay.” ¿Porqué no hay en México? pregunto de nuevo. Me
responde ahora: “El gobierno queriendo proteger la ineficiencia, no ha dejado
que se desarrolle una buena ganadería.” Aun cuando en esos momentos no entendí
su respuesta, sus palabras se gravaron en mi mente. Años después ya yo como
ganadero, con asombro veía cómo el gobierno nos cancelaba las exportaciones de
becerros para surtir al DF de carne—a la mitad del precio internacional.
La protección del consumidor contra
las “prácticas de negocios deshonestas y sin escrúpulos,” se convirtió en
cimiento del Estado intruso y, sobre todo, la raíz más profunda de la
corrupción. El argumento para el nacimiento de las monstruosas burocracias que
participan en este asalto, es que los hombres de negocios sin regularlos se
dedicarían a vender productos defectuosos, valores fraudulentos, construirían
edificios que con el soplo del viento se derrumbarían. Con esa bandera los
gobiernos se han dedicado a edificar sus agencias, fideicomisos, comisiones tan
“indispensables” para proteger al pueblo de la “voracidad” de los negociantes.
Sin embargo, es la ambición, como
bien lo señalaba Adam Smith—o
más bien la búsqueda de su ganancia, lo que verdaderamente garantiza la
protección del consumidor. Los colectivistas no entienden que el interés que
mueve a los hombres de negocios, es lo que los impulsa a construir una buena
reputación—sobre bases morales—para poder subsistir en el mercado. El mercado
es ciego y valúa las empresas de acuerdo a su capacidad para generar
utilidades, es por ello que una buena reputación puede y debe ser un activo más
valioso que sus activos físicos y financieros. Desafortunadamente en México se
desarrolló el concepto de la familia revolucionaria en donde, más que el
prestigio, lo importante eran las conexiones con el establishment.
El prestigio y la reputación en una
economía desburocratizada es la más efectiva herramienta para competir. Los
participantes con la mejor reputación son siempre los que se llevan los mejores
negocios. Cuando Mike Milken
era el Rey de los bonos chatarra, con una llamada telefónica lograba que sus
inversionistas le situaran ese mismo día billones de dólares. El caso de este
hombre que democratizó el mercado financiero en EU es un buen ejemplo. A Milken sus “enemigos” con ayuda del gobierno, lo tuvieron
que enviar a la cárcel con juicios fraudulentos, arruinar su reputación para
sacarlo del mercado que él había creado.
Las regulaciones gubernamentales no
protegen al consumidor. No fabrican productos de calidad ni proporcionan
información confiable. Su única contribución es la de sustituir los verdaderos
incentivos por el hostigamiento asumiendo su papel de “redentores” de la
sociedad. Cuando hacemos a un lado la montaña de papeles que producen esas
burocracias, lo único que encontramos primero es la aniquilación de la
competencia—la base de las economías sanas. Segundo; la burocracia ofrece una
garantía que el consumidor es el que debería de establecer haciendo sus propios
juicios. A través de pasar por su colador a las empresas que cumplen con “sus
requisitos” o estándares de su calidad, le afirma al consumidor que su juicio
no es necesario.
El propósito de un gobierno
regulador, como el que siempre hemos tenido en México, es el de no permitir en
lugar de crear algo. La estructura mental de los reguladores es la de López
Obrador y su grupo de cortesanos; “no pasa.” Eso se traduce en una serie de
obstáculos para el desarrollo de nuevos y mejores productos y una economía
moderna. Alguien que trate de construir algo en el DF se enfrentará a un
ejército de inspectores, estándares de construcción que datan de la época de
los aztecas cerrando así la puerta a las nuevas tecnologías. Los constructores
deben dedicar su tiempo a cumplir con esas anacrónicas regulaciones en lugar de
buscar nuevas técnicas. De esa forma, es más fácil simplemente dar la requerida
mordida para poder seguir adelante.
Esto perjudica seriamente al
consumidor, pero la víctima más afectada es el productor. Regulaciones retiran
de la competencia la reputación que ha tomado años construir. Es una forma especial
de expropiación de algo más valioso que sus activos; su integridad. El valor de
una empresa depende de su capacidad para producir utilidades, así el acto de un
gobierno para despojar negocios de sus activos físicos o devaluar su reputación
“nivelando el terreno,” permanecen en la misma categoría: ambos son actos de
expropiación. La legislación proteccionista es lo llamado ley preventiva. Los
productores están sujetos a la coerción gubernamental antes de cometer algún
delito. En una economía libre, el gobierno sólo interviene cuando se ha
cometido fraude, o se ha producido algún daño al consumidor; en esos casos la
protección es la ley criminal.
El gran problema de los
colectivistas es esa desconfianza a la libertad y al mercado libre; pero es su
cruzada de “protección al consumidor” lo que expone la naturaleza de sus
premisas. Al preferir la fuerza y la intimidación en lugar de incentivos y
recompensa como medios de motivación, ellos declaran su concepto del hombre
como un ser bruto sin capacidad para pensar, actuando en el nivel instintivo. De
esa forma muestran su ignorancia del papel de la inteligencia en el proceso
productivo, y de la visión a largo plazo requerida para mantener una economía
moderna. Ahí declaran su incapacidad para entender la crucial importancia de
los valores morales que es el verdadero poder motivador de un capitalismo
democrático.
En un país como EU en el que un
asesino violador puede escapar el castigo de la justicia declarándose enfermo,
el mercado no perdona. El capitalismo se basa en individualismo, interés
personal y autoestima; “sus pilares son la confianza y la integridad
consideradas como las virtudes cardinales y son extraordinariamente redituables
demandando que el hombre viva a base de virtudes y no de vicios.” El que no lo
hace; por más rehabilitado, el mercado no lo acepta de nuevo. Este es un
sistema “superlativamente moral” que los estatistas
proponen modificar sobre bases de legislación aplicable sólo por excepción,
oleadas de burócratas hambrientos de dinero y sabiendo que la mejor forma de
conseguirlo es obstaculizando el proceso, y el ancestral sistema de
intimidación.
EntrarTanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.