Para poder ejercer una efectiva defensa de nuestros derechos es necesario abandonar la Declaración Universal de los Derechos Humanos, la cual pretende una universalidad imposible, un fatuo concepto de dignidad y una sociedad donde los “derechos” de unos se ejerzan a costa de otros.
Este mes
se cumplen sesenta años de la ratificación de la Declaración Universal de los
Derechos Humanos (DUDH). Un documento con el cual, tras el horror
nacionalsocialista de la Segunda Guerra Mundial, se buscó establecer un código
ético compartido por todo el mundo. Sin embargo y pese a las buenas intenciones
que pudieron tener los que la redactaron la Declaración supone, por su
contenido, un grave error.
Es un
documento que está lejos de limitarse a reconocer a los hombres como iguales
ante la ley y dotados de derechos individuales (vida, libertad y búsqueda de la
felicidad) como se hizo en la Declaración de la Independencia de Jefferson. Por supuesto, la sociedad estadounidense de 1776,
celosa de sus libertades, nada tiene que ver con el mundo de la postguerra sumido en el totalitarismo político y en el
intervencionismo o socialismo económico.
La DUDH
rechaza la concepción de derechos individuales basada en el principio de la no
agresión, en el principio de que todo hombre tiene derecho a hacer consigo
mismo y con sus propiedades lo que quiera siempre y cuando trate a sus
semejantes mediante relaciones voluntarias y no mediante la agresión. Por supuesto, a simple vista esto parecería
no ser así. De hecho, los primeros veinte artículos reconocen, en lo general,
los derechos individuales. La igualdad de derechos y ante la ley, el derecho a
la vida, la libertad, la imparcialidad de la justicia, la propiedad privada, la
circulación y la avocación.
El
problema radica en los últimos diez artículos que no hacen otra cosa que
eliminar los primeros. En ellos encontramos un completo aval al colectivismo, a
la idea de que los hombres son siervos de la sociedad y que reviste estas ideas
de un carácter universal.
El
articulo 22 afirma que toda persona tiene derecho a obtener “mediante el
esfuerzo nacional y la cooperación internacional (…) la satisfacción de los
derechos económicos, sociales y culturales, indispensables a su dignidad y al
libre desarrollo de su personalidad”. Es decir, que una persona tiene derecho a
obtener la satisfacción de sus necesidades mediante el esfuerzo que han
realizado otros. Los que le siguen no hacen sino confirmar eso al pugnar por el
derecho a estar empleado o recibir una pensión, a recibir una educación y
servicios sanitarios gratuitos o a tener vacaciones pagadas. En definitiva el
derecho a ser un parásito, a consumir lo que otros han
producido.
Además no
dudan en insistir en el uso del adjetivo “digno” para referirse a todos
aquellos servicios y bienes a los que uno tiene aparentemente derecho. Sin
embargo, hay dos problemas con el uso del mismo. El primero surge al
preguntarnos ¿qué es una vida digna?, ¿qué es un salario digno?, ¿qué es una
vivienda digna? Alguien tiene que decidirlo y eso otorga a los políticos un
enorme poder. El segundo problema es el de que es imposible compatibilizar la
dignidad con la universalidad de los derechos, ¿acaso una vivienda “digna” hace
tres mil años sería considerada digna hoy?
Como
conclusión, para poder ejercer una efectiva defensa de nuestros derechos es
necesario abandonar esta declaración que pretende una universalidad imposible,
un fatuo concepto de dignidad y una sociedad donde los “derechos” de unos se
ejerzan a costa de otros. Defender nuestros derechos es en cierto sentido
defender el lema de la bandera de Gadsden “DON´T TREAD ON ME” (“déjame en paz”). Es decir, defender
nuestro derecho a vivir libres de las agresiones de terceros.
EntrarTanta sociedad como sea posible, tanto gobierno como sea necesario.