Poco o nada se ha avanzado en la incorporación de México a la globalización, las escasas reformas que se aprobaron no han surtido el efecto deseado o se han visto impedidas de establecerse por la propia burocracia y los problemas legales que implican. Y esto me hace por primera vez compartir un punto de vista con uno de los beneficiarios de las inconsistencias del gobierno y uno de los que menos quieren cambiar la cosas, Carlos Slim, quién declaraba recientemente que no basta con nuevas leyes para cambiar al país, y vaya que tiene razón.

Si hacemos un recuento de los “avances” de esta administración nos encontramos con que se hicieron grandes fiestas para aprobar la Ley de Transparencia, la miscelánea de quiebras, el servicio civil de carrera o la Ley de Desarrollo Social, pero hasta ahí llegó la cosa. Todas esta reformas se vieron empañadas por las torpezas del aparato burocrático en su conjunto para implementarlas, por un lado fueron muy caras, por otro muy lentas, por otro muy burocratizadas y por último absolutamente ignoradas, violadas y dejadas de lado por la sociedad y sus gobernantes.

De esta forma la expectación por conocer los secretos de los oscuros años de administraciones priístas se vieron opacados por los largos procesos y los altos costos de obtener la información. También se frustraron hasta los más entusiastas porque no hubo resultados espectaculares, porque la información no estaba donde debería estar, entre otros motivos. Pero otros se rehusaron y rehúsan a hacer público nada o casi nada, se valen de toda argucia para hacer valer la vieja tradición del cacicazgo y donde nadie sabe nada y el que por saberlo se calla. De tal forma que hoy podemos saber qué llamadas hizo un funcionario federal desde su celular, pero no podemos saber cuánto se ha gastado en la construcción de los segundos pisos en el Distrito Federal, o lo mismo con las obras en Veracruz o en Chihuahua o en Jalisco, así, el ejecutivo propone, el legislativo dispone y cada quién hace lo que puede para no cumplir y lo consigue.

No tiene sentido hacer una reflexión puntual de cada una de las reformas que han pasado y no han pesado, que se han aprobado y no se han implementado, que se escriben en Ley y guardan para el recuerdo. Mucho de lo que es necesario para aumentar la competitividad del país, con ello el crecimiento y el bienestar de la población, no puede ser posible por miles de motivos de coyuntura, que si las elecciones, que no estamos listos, que no podemos porque no queremos cambiar, entre otros; pero queda claro que existen razones estructurales para concluir que no es posible una reforma de fondo sin cambiar a fondo al gobierno y sus burocracias, pero también a los políticos y sus inconfesables intereses, a los empresarios y su afán por conservar los privilegios y a nuestro sistema de justicia que usa y abusa del ampara por detener la reforma que sea.

El caso es que por más de primer mundo que hagamos nuestro marco jurídico o por más tecnología jurídica que importemos el país no se mueve, no cambia. En primero por lo anquilosado de nuestra burocracia, segundo por nuestro imposible e insalvable sistema de justicia que se ha transformado en el gran diletante, sólo ve pasar los cambios o lo mismo de nuestros legisladores. Pero lo más asombroso es el caso de los pequeños estados-nación–propiedad en que se han transformado los gobiernos estatales y municipales, donde la voluntad del gobernador lo es todo, o del presidente municipal, donde lo que digan las leyes, la lógica y la justicia no es operante pues cada uno de ellos tiene su propia visión y esa visión es prácticamente absoluta.

Lo cierto es que las reformas seguirán esperando a unos usos y costumbres de la política nacional que ya no tiene cabida en el mundo moderno, ni los mexicanos pueden seguir esperando.