Con la fineza que le caracteriza el señor Andrés M. López calificó el miércoles pasado a sus dos principales adversarios –los candidatos del PRI y del PAN- como “chachalacas” por exigir que el propio López participe en cuando menos cuatro debates. Cito al preclaro tabasqueño: “Por ahí andan dos candidatos gritando como chachalacas que quieren debate”.

En esa misma ocasión el próximo purificador de la patria (el “peje-purific” o la versión pirata de esas pastillitas desinfectantes y coloreadas que se ponen en los excusados) desempolvó del arcón de sus gracejadas la denominación de “mafia de cuello blanco que domina el país” para caracterizar a la entidad malvada que lo quiso desaforar y que, por lo tanto, en la lógica de este folclórico agitador, son los culpables de todos los males –reales o imaginarios- que azotan a México. (Nota 1: Razonamiento circular de un demente: “Quienes me contradicen son los enemigos de la patria, porque yo soy la patria”), (Nota 2: En el futuro si uno no quiere ser motejado de “mafioso” deberá  renunciar al uso de camisas o blusas de cuello blanco; se recomienda para evitar bochornosas acusaciones, por ejemplo, el modelito que lucía el propio López en ese mitin: camisa amarilla color yema de huevo pintada con flor de zempaxóchitl).

Empecemos por lo de las chachalacas. Aunque la columnista Katia D’Artigues dice que nunca encontró en el diccionario la palabra, ésta sí se encuentra fácilmente en el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, bajo la entrada: “Chachalaca”. Se trata, explica el mamotreto (Nota 3: Si usted es hijo del pase automático busque en el diccionario qué quiere decir mamotreto, pero búsquelo bien), de un vocablo coloquial que se usa en México y en Centroamérica para referirse a un “ave galliforme de plumaje café verdoso y vientre blanco; el macho tiene cresta y barbas. Es voladora y vocinglera y su carne es comestible”. También tiene “chachalaca” la acepción de “persona que habla en demasía” y, específicamente en Guatemala, de “charla en voz alta, insistente y molesta”.

Tiene su gracia, justicia poética le llaman, que el candidato más vocinglero (Nota 4: Se repite el consejo de la nota 3 para los hijos del pase automático, pero ahora busquen, no se confundan, “vocinglero”)… Tiene su gracia, repito, que el más vocinglero se refiera a sus adversarios como “chachalacas”; este fenómeno permitiría acuñar una variante del famoso dicho “el burro hablando de orejas” que dijera algo así: “La chachalaca quejándose de escuchar gritos”. Y tiene aún más gracia que el motivo de esta puntada folclórico-lingüística del señor López sea, precisamente, que no le encuentra objeto o justificación a debatir varias veces con sus adversarios electorales  (Nota 5: Pasemos por alto que el propio señor López hace menos de un año había propuesto que para evitar campañas costosas y vacuas tendrían que celebrarse nada menos que diez debates entre los candidatos), porque un debate, precisamente, es una discusión de opiniones contrapuestas entre dos o más personas, no un intercambio de ruidosas majaderías entre pájaros o gallinas vocingleras. Esto es: Con una chachalaca no se debate, se le manda callar para que no interrumpa la conversación entre las personas racionales. Más claro, para que lo entiendan aún las víctimas del pase automático: No hay nada que debatir con un sujeto que, a la primera oportunidad, insulta a sus interlocutores calificándolos de chachalacas.

Por otra parte, encuentro que el señor López –quien promete purificar y aromatizar el país (cosa que, por cierto, nunca hizo con el sufrido centro de la Ciudad de México, cada día más apestoso y sucio)- parece gozar cuando provoca gritos de algarabía en sus seguidores (algo así, como el “Luis mi rey” de la política), recurriendo a motes torpes para referirse a quienes no piensan como él o son sus adversarios en la polvorienta arena política. Al día siguiente, por ejemplo, sacó de su arcón de curiosidades lingüísticas el vocablo “camajanes” (Nota 6: Inútil buscar la palabrita en el diccionario) para denominar a quienes, según él, encabezan la temible mafia del cuello blanco (Nota 7: Vamos progresando, hace casi un siglo quien asolaba a los habitantes de la Ciudad de México era “la banda del automóvil gris”). Camajanes es vocablo caribeño, usado especialmente en Cuba para referirse a los jefes, a los hombres duros, a los abusados y abusivos.

No es nuevo que el candidato purificador (Nota 8: No confundir a los “puros” de la Revolución Francesa, amantes de la guillotina, con los tabacos que ostentan en la boca los ricachones en las plazas de toros) hable de “camajanes”. Lo hizo antes, en noviembre de 2004, cuando dijo que Carlos Salinas de Gortari encabezaba “la pandilla de camajanes que urdió el complot en contra del gobierno del Distrito Federal” (Nota 9: Y dijo el rey sol: “El gobierno soy yo”), y ya en ese entonces con gran atingencia sus voceros (los de López) en el gobierno del D.F. precisaron, para ilustración de los perplejos, que tal palabra es “utilizada en forma recurrente por el escritor colombiano Gabriel García Márquez en obras como ‘Los funerales de la Mamá Grande’, y la más reciente ‘Memorias de mis putas tristes’” (Nota 10: Los voceros del GDF le dan así carta de naturalización en México a este vocablo caribeño, dándole lustre y esplendor literario –se supone- citando a García Márquez, aunque lastimosamente jamás dan una definición de la palabrita).

Tan pronto gallo de plumas incólumes como chachalaca de alharaca vocinglera, el purificador –como el coronel de García Márquez- no tiene quien le debata si de cacarear se trata. Mierda (Nota 11: Palabra ésta última con la que termina la obra “El Coronel no tiene quien le escriba” del muchas veces citado García Márquez, vocero oficioso del tirano barbón de Cuba).