Para nuestra mala fortuna, los conocimientos de la mayoría de nuestros economistas, así como la cultura económica de los mexicanos, en general, dejan mucho que desear. Ello explica, en muy buena medida, el comportamiento mediocre, con una que otra crisis, de la economía mexicana a lo largo de las últimas décadas. Ni lo que los economistas saben, ni la cultura económica del mexicano, son propicios al progreso económico. Se reconocen los problemas, pero se proponen soluciones falsas que, en el mejor de los casos, benefician a unos cuantos en el corto plazo, pero terminan perjudicando, a la larga, a la mayoría. Existe un doble dique que impide más progreso para más gente: los conocimientos, equivocados, de la mayoría de los economistas, y la cultura, errónea, de empresarios, capitalistas, inversionistas, consumidores, ahorradores, sindicalistas y demás agentes económicos.

Muestras de lo anterior las encontramos en el Acuerdo Nacional para la Unidad, el Estado de Derecho, el Desarrollo, la Inversión y el Empleo, suscrito por varias personalidades, sobre todo del ámbito empresarial, Acuerdo que tiene, entre sus objetivos generales, lograr mejores resultados económicos, para lo cual se han propuesto catorce líneas de acción, que incluyen desde la manutención de finanzas públicas sanas, pasando por el fortalecimiento del ahorro interno y el estímulo a la inversión, sin olvidar la reforma fiscal y el fortalecimiento de la presencia de los productos mexicanos en los mercados extranjeros, todo lo cual es necesario, a todo lo cual le falta, como lo señalé en el último Pesos y Contrapesos, el cómo.

Al margen del tema del cómo, lo primero que me llama la atención es la ausencia de la que es condición necesaria del progreso económico: la competencia. Solamente dos veces, en las catorce líneas de acción antes mencionadas, se hace referencia a algo relacionado, y cito. Primera: Hay que “mantener finanzas públicas sanas, estabilidad financiera, inflación reducida y tasas de interés nominal y real competitivas, tanto a corto como a largo plazo”. Segunda: “La política fiscal no debe ser meramente recaudatoria y debe orientarse al crecimiento económico, y promover la inversión, el empleo, la producción competitiva y con calidad”. Son las dos únicas ocasiones en las cuales se menciona, no la competencia, sino algo relacionado con la misma, la competitividad. Se menciona el efecto, competitividad, pero no la causa, competencia.

Si aceptamos que el objetivo general del Acuerdo es conseguir un mayor bienestar material, para un mayor número de gente, vale la pena recordar lo escrito, en 1957,  en su libro Bienestar para Todos, por Ludwig Erhard: “Si el fin es un mayor bienestar material para un mayor número de gente, el medio es la competencia”. ¿Cuántas veces se menciona, en el apartado dedicado a la economía, la palabra competencia en el Acuerdo? Ninguna, lo cual, ante la presencia de monopolios, gubernamentales y privados, en nuestra economía, debería ser la principal línea de acción. No lo es ni por equivocación. ¿Por qué? Porque la cultura económica de quienes lo han suscrito, y los conocimientos de los economistas que los asesoraron (suponiendo que así haya sido) no dan para tanto, sin olvidar que algunos de los suscriptores, comenzado por Carlos Slim, son beneficiarios de algún monopolio.

Por cierto, ¿quién fue Erhard? El arquitecto del milagro económico alemán de la segunda posguerra, economista que tuvo la oportunidad de poner en práctica sus ideas, mismas que, para la buena suerte de los alemanes de aquel entonces, fueron las correctas. ¿Cuántos economistas mexicanos conocen esas ideas? ¿Cuántos empresarios mexicanos, suponiendo que las conozcan, comulgan con ellas?

Por lo pronto, en el Acuerdo ni siquiera se menciona uno de los principales problemas económicos de éste país: los monopolios, razón por la cual tampoco se hace mención de la solución: la competencia. Y así simple y sencillamente no se va a poder.