El segundo debate, el que sí incluirá a todos los candidatos a la Presidencia de la República, se llevará a cabo este martes 6 de junio en un momento en que la carrera se encuentra más cerrada que nunca.

Si bien Felipe Calderón rebasó a Andrés Manuel López Obrador en todas las encuestas a fines de abril, en las últimas semanas ha sido el panista el que ha venido perdiendo terreno mientras que el perredista lo ha ganado.

Incluso Roberto Madrazo, el priísta, a quienes todos daban ya por muerto hace algunas semanas, se ha fortalecido y ahora parece estar a tiro de piedra de sus rivales.

En este contexto, el debate bien puede ser definitorio. De por sí los debates presidenciales se han convertido en México, como lo han sido durante décadas en otros países, en el hecho que provoca mayores cambios en las intenciones de voto. Cuando una contienda está tan pareja como la actual, esas discusiones frente a las cámaras de televisión se vuelven realmente cruciales.

Queda ya muy claro que López Obrador cometió un error grave al no acudir al primer debate presidencial. La decisión, tomada en un momento en que el perredista tenía una ventaja de 10 puntos porcentuales sobre su más cercano rival, sólo adquirió su dimensión total cuando semanas después se llevó a cabo el debate en un momento en que Calderón estaba ya alcanzando a López Obrador.

Pese a la resistencia de Andrés Manuel a aceptarlo, hay buenas razones para pensar que fue el primer debate lo que dio el impulso a Calderón que le permitió alcanzar el primer lugar en las encuestas. Pero si bien López Obrador perdió una batalla por no querer presentarse en el World Trade Center el 25 de abril, dista mucho de haber sido derrotado en la guerra.

Calderón no tuvo rival en el primer debate. O más bien la única rival, Patricia Mercado, estaba –y está- tan alejada de los punteros que no le podía hacer ningún daño.            Madrazo demostró entonces una abierta incapacidad para persuadir y generar empatía. Calderón cuando menos fue claro en sus planteamientos, y no recurrió al tono de político antiguo que usó el tabasqueño, aunque tampoco hizo gala de gran carisma.

López Obrador parecería en principio ser un mejor polemista. Muy presente está todavía el debate en que se confrontó en el 2000 con Diego Fernández de Cevallos en la televisión. Pero el pecado de orgullo muchas veces se convierte en el principal enemigo de Andrés Manuel. Recientemente lo vimos en su insistencia en llamar chachalaca al presidente o en su posición de que todas las encuestas que se hacen en México están manipuladas para perjudicarlo.

López Obrador ha tenido sus principales momentos de auge cuando se le ha visto como víctima. Su mayor popularidad, en efecto, coincide con el proceso de desafuero al que lo sometió la Cámara de Diputados. Sus principales problemas surgen cuando se le percibe como arrogante.

¿Podrá el tabasqueño dominar su temperamento y evitar una imagen de arrogancia en el debate de este martes? Es difícil saberlo. A pesar de que busca proyectar una imagen de humildad, con el Tsuru y el departamento de Copilco, López Obrador resulta chocante a ojos de muchos por su evidente convicción de que él representa todo lo bueno mientras que sus rivales son todo lo malo.

Si López Obrador logra controlar ese aspecto de su personalidad posiblemente prevalecerá en un debate en el que sus rivales ya han demostrado sus limitaciones. Pero si cae en el pecado de arrogancia, podría sufrir un tropezón el cual, a estas alturas del partido, sería fatal.