Lo llamaban el “ya merito” cuando fallaba el último penalty. Cada cuatro años un genio televisivo le inyectaba entusiasmo porque no había mejores piernas en el mundo. Cada seis años sentía ilusiones de grandeza que le contagiaba Papá, malandrín que se fugaba con su dinero pero lo hacía soñar con administrar la abundancia, o con su inminente ascenso al Primer Olimpo.

Sísifo parecía víctima recurrente de algún jinete que se le olvidó, en su refugio isleño de Patmos, al apocalíptico San Juan: el de la resignación al absurdo; o quizá de un simple y más proletario duende chocarrero que le decía, al último momento, “¡siempre no!”.

Un egregio observador coetáneo suyo —los hay en todo tiempo— describió, en estado puro, su mal espiritual. Así se narraba la creíble y penosa narración de Sísifo y su absurdo despiadado:

“Los dioses habían condenado a Sísifo a rodar sin cesar una roca hasta la cima de una montaña desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Habían pensado con algún fundamento que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza. Si se ha de creer a Homero, Sísifo era el más sabio y prudente de los mortales. No obstante, según otra tradición, se inclinaba al oficio de bandido.

“Homero nos cuenta también que Sísifo había encadenado a la muerte. Plutón no pudo soportar el espectáculo de su imperio desierto y silencioso. Envió al dios de la guerra, quien liberó a la muerte de manos de su vencedor”.

Y se lo llevó a los apretados infiernos, con su piedra para cargarla. Pero Plutón, el mero mero de ese lugar, parecía tener manga ancha en esos tiempos, y alguna vez le concedió permiso al buen Sísifo de regresar a la Tierra, para castigar la mala conducta de su esposa. ¡Faltaba más!

“…cuando volvió a ver este mundo, a gustar del agua y el sol, de las piedras cálidas y el mar, ya no quiso volver a la sombra infernal. Los llamamientos, las iras y las advertencias no sirvieron para nada. Fue necesario un decreto de los dioses. Mercurio bajó a la tierra a coger al audaz por el cuello, le apartó de sus goces y le llevó por la fuerza a los infiernos, donde estaba ya preparada su roca”.

Seguro que, dados esos antecedentes, no le faltaba habilidad a Sísifo para ganar influencias con los dioses, de manera que, con labia y diplomacia, acabó como uno de ellos, a condición de que no abandonara la famosa pena de hacer un trabajo inútil que nunca pudiese terminar. En el nuevo arreglo, propuso a Plutón que lo dejara cambiar de look a cambio de reclutarle nuevos clientes para el Averno. Los tentaría a cometer el pecado mortal de jamás creer en sí mismos ni hacer obras que pudiesen concluir. Eso sí, cuidado con regresar a los reinos de Mercurio, dios alado que podría cogerlo de nuevo por los pelos para llevarlo a cargar piedras. Sagazmente, prefirió una piedra volcánica negra que pulió como espejo —la llamó “obsidiana”— para que quien se mirara en ella quedara tan condenado como él; y, para seguir engañando a los antiguos dioses del Olimpo, aparte de mudarse de continente se puso un apellido más acorde con la nueva tierra: Tezcatlipoca.

De forma que el antiguo Sísifo Tezcatlipoca empezó a merodear por latitudes donde conoció a nuevos colegas: Huitzilopochtli, Tláloc, y especialmente Quetzalcóatl. Se hicieron buenos amigos. Cuando emprendía una empresa como todas las suyas —fallida— solía invocarlo a gritos. Cuando reencarnaba entre fuego y oro negro, con encendida y pirotécnica oratoria, ante decepcionados y aterrorizados compatriotas, oyó a Quetzalcóatl vociferar:

“Los mexicanos nos hemos visto en el espejo negro de Tezcatlipoca. Todo nuestro fatalismo desgarrante emergió suspicaz y autodestructivo. La Malinche salió a aullar, pidiendo sacrificios humanos para apaciguar al dios del fuego”.

Recientemente había reemergido ese fatalismo suspicaz cuando Sísifo y su cohorte de seguidores desdeñaron los colores no tricolores y eligieron al viejo por conocido, al sabido y consabido, al feo de siempre, con un clamor de susto que a grandes trancos se arrimó a la cobardía. Y habrían de arrepentirse tres meses después, mientras otros se burlaban “a mí no me culpes, yo no voté por ese...”.

En realidad, Sísifo llegó a inspirar a una legión de seguidores que creían en la reencarnación de las esperanzas mudas y reemergían, nostálgicos de los proyectos frustrados. Se convirtió en una especie de milusos, que durante su larga vida le hizo a todo. De profesión futbolista y seleccionado nacional, en otras épocas se dedicaba a petrolero, maistro mecánico, intelectual, economista, forajido revolucionario. Y cambiaba de oficio cuando, con ánimo contrito, escuchaba atento alguna canción como, “¿A qué le tiras cuando sueñas, mexicano?” y cuando, como siempre, le fallaban los proyectos en que se metía, le echaba la culpa a su mujer —la Malinche— y confirmaba que la vida es sueño, y los sueños, sueños son: sigue soñando, al fin que será en vano... y cambiaba de carrera, de chamba y de ilusión. A veces se convertía en el más sabio y prudente de los mortales. Otras, regresaba al oficio de bandido. Siempre, sin embargo, se le caían las piedras.

Nunca podré, decía. Sólo suben las piedras al monte los güeros o los amarillos de ojitos rasgados. Mi destino es nunca llegar primero; tampoco saber llegar... ¡qué suerte la mía, estar tan perdido y volver a perder! La vida no vale nada, pero es mi orgullo haber nacido en el barrio más humilde, dinero maldito que nada vales, como no tengo dinero tengo mucho corazón.

La música lo consolaba, y cantaba a voz en cuello: desdichado en los amores soy borracho y trovador, pero cuántos millonarios quisieran vivir mi vida, pa cantarle a la pobreza sin sentir ningún dolor... no cabe duda, yo nací con el santo de espaldas... no cabe duda, la pobreza la traigo en el alma... ¡ah, pero sigo siendo el rey!