Ya Aristóteles señaló el efecto pacificador del comercio, que es, no un juego de suma cero, en el que lo que uno gana es lo que otro pierde, sino uno de suma positiva, en el que ambas partes ganan. Si no fuera así no se entendería el intercambio comercial, es decir, no se comprendería por qué una persona está dispuesta a comprar o vender una mercancía si, una vez realizado el intercambio, su condición va a resultar menos satisfactoria que antes de haberlo llevado a cabo. La persona que vende una mercancía pretende estar mejor después de haberlo hecho que antes, de la misma manera que la persona que la compra pretende estar mejor después de haberla adquirido que si no la hubiera comprado. Si ello es así, y así es, ¿quienes ganan con el intercambio? Ambas partes, lo cual confirma lo dicho: el comercio es un juego de suma positiva, razón más que suficiente para permitirlo, ¡sin ningún de tipo de traba!, mucho menos cuando la traba tiene como fin evitarle a algún oferente los inconvenientes de la competencia, por ejemplo, de las importaciones.

Todo se inicia con la división del trabajo, que, tal y como su nombre lo indica, divide a los agentes económicos en dos grandes grupos, oferentes (productores) y demandantes (consumidores), lo cual da como resultado que buena parte de los bienes y servicios que cada uno necesita para satisfacer sus necesidades son, de entrada, propiedad de alguien más, de aquellos quienes los produjeron, hecho que da lugar a la siguiente pregunta: ¿cómo adquirirlos? Las posibilidades son tres: recurrir a la benevolencia (pedir limosna), hacer uso de la violencia (robar), u ofrecer algo a cambio de aquello que necesitamos (producir; trabajar productivamente).

¿Cuál es la manera correcta, tanto ética como económica, de adquirir aquello que necesitamos y que, por obra y gracia de la división del trabajo, es propiedad de alguien más? Produciendo algo que aquel valore y por lo cual esté dispuesto a dar, a cambio, parte de su producción. Con una palabra: intercambio, que es la actividad económica central de la economías basadas en la división del trabajo, en torno al cual todo lo demás gira. Intercambio, un juego de suma positiva, en el cual ambas partes ganan.

¿Qué supone la división del trabajo? Que la satisfacción de las necesidades de cada cual depende de la capacidad para satisfacer las necesidades de alguien más o, dicho de otra manera, del trabajo productivo de cada uno, definido como el talento para producir bienes o servicios que los demás valoren, razón por la cual estarán dispuestos a pagar un precio por ellos, es decir, a dar algo a cambio. En el mercado lo único que importa es la capacidad de cada uno para ayudar a la satisfacción de las necesidades de los demás, estableciéndose entre unos y otros una red de interdependencias que, no solamente a la hora de satisfacer necesidades básicas, sino al momento de alcanzar mayores niveles de seguridad económica y de bienestar material, es mucho más eficiente que la más eficiente acción redistributiva del Estado Benefactor.

La distribución de bienes y servicios que se lleva a cabo, voluntariamente, en el mercado, es mucho más eficiente, y no digamos mucho más moral (suponiendo que en dicha materia haya grados), que la redistribución impuesta por los gobiernos, misma que no pasa de ser, por más que se la disfrace con el ropaje de la justicia social, caridad institucionalizada.

En el mercado lo único que importa es la capacidad de cada uno para contribuir a la satisfacción de las necesidades de los demás. Cualquier otra cosa sale sobrando, sobrante en el que consiste la gran ventaja del mercado. ¿Puede haber algo más respetuoso de la dignidad humana y, por si fuera poco, más potenciador de la economía?

Por ello, pongamos el punto sobre la i.