Hoy en día, con más o menos veinticuatro siglos de por medio, la afirmación de Aristóteles resulta errónea. ¿Quién, hoy, se anima a suscribir lo dicho por El Filósofo (el otro filósofo que merece ser llamado El Filósofo es Tomás de Aquino)? Hoy, quienes defienden la democracia (yo tengo mis dudas con relación a sus bondades y mis seguridades con respecto a sus excesos y defectos), difícilmente lo harán argumentando que la misma se justifica ya que, si los seres humanos somos iguales en cualquier aspecto, entonces lo somos en todos los demás. Y si alguien usara ese argumento para defender la democracia, entonces deberíamos preguntarle ¿qué tienen que ver esas igualdades con la democracia?, pregunta que nos llevaría a esta otra, ¿qué se entiende por democracia?, pregunta que se puede responder desde distintas perspectivas que van, desde la etimológica (lo que la palabra quiere decir) hasta la empírica (la práctica de la democracia).

Si Aristóteles tuviera razón, y el surgimiento de la democracia se explicara por la igualdad de los seres humanos, ¡en todos los aspectos!, entonces los fundamentos de la democracia resultarían, bien vistas las cosas, inexistentes, e inexistente resultaría también la democracia misma. ¿Por qué? Porque los seres humanos distamos mucho de ser iguales en todos los aspectos. Es más, en la gran mayoría de los aspectos los seres humanos somos desiguales. Es cierto, compartimos una misma naturaleza, la humana, por lo que, desde el punto de vista esencial, sí somos iguales. Pero también es cierto que, desde el punto de vista existencial, los seres humanos no compartimos las mismas circunstancias, ¡ni siquiera en el caso de que compartamos el mismo tiempo y el mismo espacio!, por lo que, desde esta perspectiva, no somos iguales.

Es obvio que son más, y mayores, las diferencias que la igualdad. Es más, las diferencias son plurales, tanto como lo son las circunstancias existenciales, mientras que la igualdad es singular, tal y como lo es la esencia humana. La existencia humana es múltiple, la esencia humana es única, razón por la cual en lo único que somos iguales es en la esencia, motivo por el cual, en materia de existencia (que podemos definir como la oportunidad que se nos da para realizar, ¡de manera personal!, la esencia), somos desiguales, desigualdad que se da por naturaleza, siendo la que enriquece al género humano.

Aceptando la igualdad esencial y la desigualad existencial, debemos reconocer que, dada la primera, debe buscarse una determinada igualdad existencial, en el sentido de que todo ser humano debería encontrarla en su existencia, ya que es la que actualiza, existencialmente, la igualdad esencial. ¿Cuál es esa igualdad existencial? La igualdad ante la ley, ¡sin olvidar que dicha ley debe ser justa!

Dado que los seres humanos somos esencialmente iguales, debemos ser, en el ámbito de la existencia, iguales ante la ley, ¡siendo ésta la única igualdad existencial que debe ser impuesta por el poder político!, mismo que debe respetar todas las otras desigualdades existenciales, ya que tratar de eliminarlas da como resultado, siempre, la violación de los derechos de algunos.

¿Qué tiene que ver todo ello con la democracia, sobre todo si por ella entendemos, no la manera de que el pueblo se gobierne a sí mismo, tampoco una cierta manera de gobernar de los gobernantes, sino una determinada manera de que los gobernados elijan a sus gobernantes, democracia que difícilmente puede ser algo más que democracia electoral y, si lo llega a ser, resultando en una muy deficiente democracia indirecta? ¿La justificación de la democracia electoral, o inclusive de la indirecta, se encuentra en el hecho de que, dado que los seres humanos somos iguales en cierto aspecto, también lo somos en todos los demás? Es más, dado que efectivamente somos iguales en un aspecto, el esencial, ¿lo somos también en todos los demás, que son los que tienen que ver con la existencia? No.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.