Esta pregunta, que es la central de cualquier filosofía del Estado, entendida como reflexión en torno a la justificación del poder político, la encontramos en la tercera de las diez cartas que, en 1787, Bentham dirigió a Adam Smith, quien proponía que el poder político impusiera un límite a la tasa de interés, con el fin de evitar que los deudores se hicieran daño a sí mismos, pidiendo prestado a tasas de interés usureras. Ante la propuesta de Smith surge la pregunta de Bentham, quien, dicho sea de paso, en las mentadas cartas, compiladas bajo el nombre En defensa de la usura, se muestra como economista de primera línea y claro precursor del análisis económico del derecho.

La tarea del poder político debe ser prohibir (ojalá y pudiera realmente evitar) que nos hagamos daño los unos a los otros, pero no prohibir (por fortuna, por más que lo intente, nunca lo logra del todo) que cada uno se haga daño a sí mismo. Lo primero marca el límite de dicho poder y, como lo señala Bentham, el interés de la tranquilidad y existencia misma de la sociedad exige ese sacrificio. ¿Cuál? El de no hacerle daño a los demás. Ahora bien, si prohibir que nos hagamos daño unos a otros marca el límite del poder político, el prohibir que nos hagamos daño a nosotros mismos supone la violación de ese límite, por obra y gracia de la criminalización de conductas que, siendo nocivas para la salud y la vida, no son actividades delictivas por su propia naturaleza. No confundamos crímenes (hacerle daño a otro) con vicios (hacerse daño a uno mismo), y hagámonos la siguiente pregunta: ¿Tiene el poder político el derecho de prohibirnos hacernos daño a nosotros mismos? No. Entonces, ¿por qué lo hace? No porque tenga el derecho, sino porque tiene el poder, ¡algo muy distinto!

Vale la pena citar a John Stuart Mill, discípulo de Bentham, quien en Sobre la libertad escribe lo siguiente: “El objeto de este ensayo es afirmar un sencillo principio destinado a regir absolutamente las relaciones de la sociedad con el individuo en lo que tengan de compulsión o control, ya sean los medios empleados la fuerza física en forma de penalidades legales o la coacción moral de la opinión pública. Este principio consiste en afirmar que el único fin por el cual es justificable que la humanidad, individual o colectivamente, se entremeta en la libertad de acción de uno cualquiera de sus miembros, es la propia protección. Que la única finalidad por la cual el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás. Su propio bien, físico o moral, no es justificación suficiente. Nadie puede ser obligado justificadamente a realizar o no realizar determinados actos, porque eso fuera mejor para él, porque le haría feliz, porque, en opinión de los demás, hacerlo sería más acertado o más justo”.

Hoy los gobiernos no se limitan a prohibir que nos hagamos daño los unos a los otros, sino que, dando dos pasos por el camino de la arbitrariedad, nos prohíben hacernos daño a nosotros mismos (por ejemplo: nos prohíben consumir drogas) y nos obligan a hacerle el bien a los demás (por ejemplo: nos cobran impuestos para, con parte del producto de nuestro trabajo, tratar a los drogadictos), lo cual genera sociedades de irresponsables y promueve los males que pretende evitar.

Ya pregunté si el poder político tiene el derecho de prohibirnos hacernos el mal a nosotros mismos y di la respuesta. Ahora pregunto si tiene el derecho de obligarnos a hacerle el bien a los demás, y respondo de igual manera: no. Entonces, ¿por qué lo hace? Porque tiene el poder, no el derecho.

A la pregunta de Bentham de por qué habría de ponerse trabas a que los hombres se hagan daño a sí mismos, hay que agregar ésta: ¿por qué habría de obligarse a que los hombres se beneficien unos a otros?, aclarando que no estoy en contra de que los hombres se ayuden unos a otros, ni a favor de que se hagan daño a sí mismos, sino en contra de la obligación impuesta, en uno y otro sentido, por el poder político, obligación que es el pan nuestro de cada día, aunque la mayoría de los obligados no esté consciente de ello.