La visión ingenua, que algunos todavía comparten, es que los gobernantes son la encarnación de Dios, capaces de lograr lo que solamente Dios, toda bondad, toda ciencia y todo poder, es capaz de conseguir: conceder todos los bienes y preservar de todos los males. Esa visión supone que los gobernantes son, esencialmente, personas distintas a los gobernados, movidas únicamente por su aspiración al bien común, incapaces de valerse del poder político, que es el poder para eliminar o limitar la libertad individual y la propiedad privada, no para garantizar derechos, sino para defender intereses, mucho menos los suyos. La visión ingenua supone que el gobernante, a diferencia de los gobernados, nunca falla. Ya se ve por qué, a esa visión, la llamo ingenua. Los gobernantes, si comparamos aquello a lo que se comprometieron, con lo que logran, resultan los grandes fracasados.

Esa visión ingenua fue cuestionada por James Buchanan y Gordon Tullock, fundadores de la Escuela de la Opción Pública, que aplica las herramientas de la ciencia económica al estudio del comportamiento de los agentes políticos, llegando, entre otras, a la conclusión de que los políticos, los gobernantes, los burócratas, los legisladores, y en general los funcionarios públicos, son seres humanos como cualquier otro, y por ello con intereses propios, que defenderán usando para ello el poder político, que es el poder para eliminar o limitar la libertad individual y la propiedad privada de los gobernados (por ejemplo: cobrando más impuestos para redistribuirlos entre sus clientelas presupuestarias, a cambio, ¡obviamente!, de alguna retribución, comenzando por las políticas, de las cuales las más valiosa, para quienes detentan el poder político, es la incondicionalidad).

Para la Escuela de la Opción Pública gobernantes y gobernados están hechos del mismo barro, sujetos a las mismas pasiones, pero con una diferencia que no se debe pasar por alto: el poder político con el que cuentan los primeros para eliminar o limitar la libertad y la propiedad de los segundos, poder que, más allá de cierto límite, degenera en la violación de los derechos de los gobernados, tal y como sucede en todo el mundo.

Quién iba a decir que fue Montaigne, en el siglo XVI, en sus famosos Ensayos, el precursor de la Escuela de la Opción Pública, al señalar que gobernantes y gobernados son el mismo tipo de ser, humano, movidos los dos por los mismos motivos, pero con una diferencia que, lo repito, no debe pasarse por alto: los gobernantes pueden más que los gobernados, al grado que un pleito entre dos gobernados no pasará de ser eso, un pleito entre dos personas, mientras que un pleito entre dos gobernantes puede desatar una guerra entre dos naciones. ¿Por qué? Porque el gobernante puede más, ¡y en algunos casos mucho más!, que el gobernado, comenzando porque el gobernante puede obligar al gobernado a entregarle parte del producto de su trabajo (que en eso consiste cobrar impuestos), entrega de la cual depende la sobrevivencia del gobernante.

El gobernante debe poder, nada más, lo que debe poder: garantizar la seguridad contra la delincuencia y, de fallar, impartir justicia, para lo cual se requiere del liberalismo, definido como el arreglo institucional que hace hincapié en los derechos de la persona a la vida, la libertad y la propiedad, y en la necesidad de limitar los poderes del gobierno a reconocer plenamente, definir puntualmente y garantizar jurídicamente, dichos derechos, lo cual hace de cualquier gobernante un antiliberal, porque ningún gobernante quiere limitarse a garantizar la seguridad contra la delincuencia y, de fallar, a impartir justicia. Esa tarea se les hace poca cosa.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.