Al progreso económico se le puede definir como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios, para un mayor número de gente, lo cual supone que, en las preferencias de los consumidores, lo bueno sustituye a lo malo, lo mejor a lo bueno, y lo excelente a lo mejor, en un proceso continuo de, como lo llamó Schumpeter, destrucción creativa. Creativa porque se inventan y producen, no solamente nuevos, sino mejores, bienes y servicios. Destrucción porque, ante la aparición de nuevas y mejores mercancías, las viejas y peores se dejan de producir y ofrecer. Ese proceso, la destrucción creativa, supone el cambio, con todos los retos que el mismo trae consigo, sobre todo cuando de la producción de bienes y servicios se trata, con todo lo que ello implica, comenzando por los puestos de trabajo que, de pronto, salen sobrando, sin olvidar la generación de ingreso que, consecuencia de la pérdida de aquellos puestos de trabajo, deja de darse, con las consecuencias que ello trae consigo sobre el bienestar de la gente (momento de recordar que si bien es cierto que el progreso económico supone la perdida de ciertospuestos de trabajo también supone la creación de otros).

Progreso económico significa cambio, y cambio significa adaptación o muerte, siendo la adaptación el reto y la muerte el riesgo, muerte y adaptación que serán, dependiendo del caso, las de las empresas que, por obra y gracias del progreso económico, definido como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios, enfrentan más y mejor competencia, enfrentamiento que se da por dos caminos: el de la adaptación o la muerte.

¡Que bueno sería, a la manera en la que lo desea Twain, tener progreso sin cambio o, dicho de otra manera, conseguir beneficios (más y mejores bienes y servicios) sin costos (destrucción creativa)! Que bueno sería, ¡pero no puede ser: nunca ha sido y nunca será! El progreso, entendido no solamente como un avance, sino como algo todavía más importante, como un perfeccionamiento, supone el cambio, es cambio, no se da sin cambio, mismo que, en el caso del progreso, siempre resulta positivo, y no solamente porque, en el ámbito de la economía, ese cambio pone a disposición de los consumidores más, y sobre todo mejores, bienes y servicios, que elevan el nivel de vida, sino porque obliga, a quienes producen y ofrecen esos bienes y servicios, a ser más productivos (hacer más con menos) y también más competitivos (hacerlo mejor que los demás), todo lo cual, dado que el problema económico de fondo es el de la escasez,  resulta por demás conveniente.

Por lo general, quienes se oponen al progreso económico (por ejemplo los globalifóbicos: el libre comercio hace que más y mejores mercancías lleguen a más consumidores), no se oponen a las consecuencias directas del progreso (por ejemplo: la oferta de más y mejores bienes y servicios), sino a sus efectos indirectos (por ejemplo: el cierre de empresas, la pérdida de puestos de trabajo, la pérdida de ingresos, consecuencias de la competencia que las más y mejores mercancías traen consigo), afirmando, como lo hace Twain, que están a favor del progreso (¿de entrada quién no lo está?), pero en contra del cambio (mismo que, si bien trae consecuencias positivas, sobre todo para los consumidores, también las ocasiona negativas, sobre todo para los productores que enfrentan más y mejor competencia, con la amenaza que ello representa).

La pregunta es si, en aras de evitar las consecuencias negativas del progreso económico, por la parte destructiva que supone, se vale impedir sus consecuencias positivas, por la parte creativa que sin duda tiene. Para responder preguntémonos qué hubiera pasado si, desde hace siglos, en aras de evitar sus consecuencias negativas se hubiera abortado todo intento de progreso económico. ¿Cuál sería hoy nuestro nivel de bienestar?

Por ello, pongamos el punto sobre la i.