Lo primero que hay que entender es que el mercado es la relación de intercambio entre un oferente y un demandante, y que el resultado de esa relación siempre es eficiente, en el sentido de que los bienes terminan, gracias al intercambio, en la manos de quienes más los valoran, debiendo definirse así la eficiencia económica: situación en la cual los bienes y servicios acaban en las manos de quienes más los valoran. El comprador valora más lo que recibe del vendedor que lo que le da a cambio, y viceversa: el vendedor valora más lo que recibe del comprador que lo que le da a cambio. ¿Qué tenemos? Que después del intercambio los bienes terminan en  manos de quienes más los valoran.

Oferentes y demandantes hacen algo más que buscar la eficiencia, ¡la consiguen!, y ello por definición: todo intercambio es un juego de suma positiva, lo cual quiere decir que ambas partes ganan, aunque no necesariamente ganen lo mismo (ello dependerá de cómo se distribuya el excedente del intercambio). Pero esa eficiencia se logra a partir de la justicia, es decir, del respeto al derecho de propiedad privada, todo lo cual está relacionado con la división del trabajo, primera condición del progreso económico, definido como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios, para un mayor número de gente.

Por obra y gracia de la división del trabajo buena parte de los bienes y servicios que necesitamos para satisfacer nuestras necesidades son producidos por alguien más, lo cual plantea la cuestión de cómo acceder a ellos, habiendo varias maneras de conseguirlo, de las cuales cito tres: 1) pidiendo limosna; 2) robando; 3) ofreciendo algo a cambio. Si aceptamos que lo primero –pedir limosna– va contra la dignidad de la persona, y que lo segundo –robar– viola el derecho de propiedad privada, ¿qué queda para conseguir aquello que necesitamos y que, por obra y gracia de la división del trabajo, es propiedad de alguien más? El intercambio, es decir, ofrecer algo a cambio, lo cual parte del respeto al derecho de propiedad privada: si yo quiero algo que es tuyo lo que debo hacer para obtenerlo civilizadamente, ¡respetando tu propiedad!, es ofrecerte algo a cambio, con una condición: que ese algo que te ofrezco lo valores más que aquello que, siendo tuyo, yo necesito.

El intercambio, que supone la voluntariedad de las partes involucradas, no solamente da como resultado una situación eficiente, en la cual los bienes acaban en las manos de quienes más los valoran, sino que supone un acto de justicia, que parte del respeto al derecho a la propiedad privada, momento de recordar que, en economía, lo que es justo es también lo eficiente, tal y como lo muestra el intercambio, que parte de la justicia y logra la eficiencia.

Si, para obtener lo que se quiere, y que es propiedad de alguien más, se recurre al robo en vez de al intercambio, ¿qué pasa? En primer lugar se viola la propiedad privada, es decir, se comete una injusticia. En segundo término no se logra la eficiencia ya que el bien robado, desde el momento en el que el ladrón no pagó un precio por él, no necesariamente terminó en las manos de quien más lo valora, eficiencia que se logra, si y sólo si, se paga un precio por aquello que se necesita, para lo cual hace falta el intercambio, que parte del respeto al derecho de propiedad privada, respeto que es justicia.

El mercado, es decir, la relación de intercambio entre dos personas, es síntesis de justicia y eficiencia, al grado de poder afirmar que el resultado es la eficiencia (los bienes acaban en las manos de quienes más las valoran) porque el punto de partida es la justicia (el respeto al derecho de propiedad privada y, ¡obviamente!, a la libertad individual para poder llevar a cabo el intercambio).

El mercado no busca la justicia porque no necesita buscarla: ya la encontró.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.