A los liberales nos interesa la libertad, nos preocupa cómo una y otra vez la misma se ve limitada arbitrariamente por los gobiernos, y nos ocupa definir en qué casos se justifica limitarla, y cuál debe ser el arreglo institucional que garantice que el gobierno no vaya más allá de los límites establecidos por dicho arreglo, lo cual, la historia así lo muestra, no ha sido fácil.

De acuerdo, eso es lo que nos interesa, preocupa y ocupa a los liberales, momento de preguntar ¿por qué ese interés por la libertad?, pregunta que nos lleva más allá de los distintos ámbitos en los cuales se practica la libertad –desde el económico hasta el político, desde el de expresión hasta el de culto, desde el de tránsito hasta el de residencia, y todos los demás– para llegar a la libertad misma: esa capacidad para decidir y elegir, para decidirse y elegirse, que es un hecho que toda persona ha experimentado: la decisión y elección y, por paradójico que parezca, la necesidad de decir y elegir. La vida del ser humano es un proceso de decisiones y elecciones, siendo que una decisión es una elección simple, que involucra un sí o un no (sí o no voy al cine), al tiempo que una elección es una decisión compleja, que involucra un esto, un aquello, o un aquello otro (si ya decidí ir al cine entonces ¿cuál de todas las películas en cartelera elijo, qué cine escojo, y a qué hora prefiero?).

La libertad es la facultad de decisión y elección por la cual la persona se encuentra en sus propias manos, porque esa facultad supone, antes que cualquier otra decisión o elección, la facultad para decidirse o elegirse, sin pasar por alto que toda decisión y elección supone un decidirse y elegirse: en cualquier decisión o elección que hacemos estamos total y definitivamente comprometidos. Al decidir, lo que sea, nos decidimos, y al elegir, independientemente de qué elegimos, nos elegimos. Tal es el poder y la trascendencia de la libertad: decidimos y nos decidimos, elegimos y nos elegimos, inclusive frente a Dios, al grado de poder afirmar que la libertad nos sirve para, libremente, oponernos a Dios, quien nos propone su plan, pero no nos lo impone. ¡Tal es el respeto que Dios le tiene a la libertad de la persona! o, dicho de otra manera, ¡tal es el respeto que Dios le tiene a la dignidad de la persona!, dignidad que consiste, precisamente, en esa capacidad de la persona para decidirse y elegirse, aún frente a la voluntad de Dios, quien, como lo señala Ratzinger, por obra y gracia de esa libertad se vuelve dependiente de la persona, y dependiente en algo, de tal importancia para Dios, y de tal trascendencia para la persona, como es la salvación de su alma, misma que el Primero deja en manos de la segunda. Dios propone, pero no impone.

Se trata del misterio de la libertad, y de un misterio todavía mayor: el del respeto de Dios por la libertad de la persona, respeto que llega al grado de que, no queriéndolo y pudiéndolo evitar con un simple No, Dios permite el mal moral, el mal ocasionado por el hombre a sus semejantes, mal que tantos males ha ocasionado a lo largo de la historia.

Si tal es el respeto que Dios le tiene a la libertad de la persona, ¿quién es, quien sea, para limitarla más allá de lo mínimo necesario para garantizar la convivencia civilizada, límite que supone tres, y nada más que tres, prohibiciones: no matarás, no esclavizarás y no robarás? Cumplidas las tres prohibiciones, que cada quien haga, en pleno ejercicio de su libertad, lo que le dé la gana, que es, dicho sea de paso, la razón más sobrenatural que existe para hacer las cosas.

El respeto a la libertad de la persona es el respeto a la dignidad de la persona, respeto que, al final de cuentas, es el que los liberales exigimos.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.