Si por comunismo entendemos una economía centralmente planificada, sin libertad individual para trabajar, emprender, invertir, producir, intercambiar, consumir y ahorrar, y sin propiedad privada sobre los medios de producción y los ingresos, de tal manera que el gobierno es el propietario de dichos medios, y el que redistribuye el ingreso tomando de cada quien su capacidad para generarlo y dándole a cada cual según sus necesidades insatisfechas, y por ello es el gobierno el que ordena a qué hacer y cómo hacerlo, y dada la incapacidad de ese sistema para lograr, para la mayoría, algo más que niveles de sobrevivencia, el comunismo está derrotado. Lo derrotaron, parafraseando a Marx, no sus contradicciones internas, sino su inherente incompetencia para lograr progreso económico, definido como la capacidad para producir más y mejores bienes y servicios, para un mayor número de gente.

El comunismo real, el que se llevó a la práctica, está derrotado, pero el socialismo, ese que siguen practicando, en mayor o menor medida (tendiendo siempre a mayor), de una u otra manera (pero siempre de alguna), todos los gobiernos (todos: de derecha, de centro, de izquierda), sigue vigente, y no tanto con su idiotez, ¡que vaya que la tiene!, sino con algo más grave: su arbitrariedad, que consiste en creer que el gobierno tiene el derecho de obligar a los contribuyentes a entregarle parte del producto de su trabajo para redistribuirlo a favor de los más necesitados o, dicho de otra manera, de quitarles a unos lo que es de ellos para darle a otros lo que no es de ellos, lo cual, ¿puede negarse?, es un robo, que no por realizado por el gobierno, y no por estar avalado por leyes, deja de serlo. Una acción hay que calificarla, no por la identidad del agente, sino por su propia naturaleza, y obligar a alguien a entregar parte del producto de su trabajo, al margen de quién imponga esa obligación, y también al margen de para qué se imponga, es un robo. Una acción injusta, no por estar avalada por la ley, deja de serlo, y que la ley avale acciones injustas es una de las mayores desgracias que puede padecer el ser humano, sobre todo si se termina por creer que es la ley, ¡y por lo tanto el legislador!, el que define lo justo, y no lo justo, ¡y por lo tanto el derecho natural!, lo que debe determinar el contenido de la ley.

El socialismo, es decir, la creencia de que el gobierno tiene la obligación de satisfacer, ¡por lo menos!, las necesidades básicas de los pobres, y que por ello tiene el derecho de quitarle a unos para darle a otros, sigue vigente, y lo que le conviene al socialismo es una economía de mercado, al menos en su parte laissez faire (dejar hacer), en la que se produzca la mayor cantidad de riqueza posible, y por ello se genere la mayor cantidad de ingreso posible, lo cual hace posible una mayor redistribución del ingreso y la riqueza: un socialismo más exitoso.

El problema es que la economía de mercado no sólo es laissez faire (dejar hacer), sino también laissez avoir (dejar poseer), lo cual se logra en la medida en la que cada quien pueda quedarse con el producto íntegro de su trabajo, salvo la parte que el gobierno necesite, y que obtenga por medio del cobro de impuestos, para garantizar la seguridad contra la delincuencia y, de fallar, impartir justicia, cobrando a todos el mismo impuesto para darles a todos los mismos bienes: seguridad y justicia, lo cual no supone redistribución alguna y, por ello, tampoco socialismo de ningún tipo, algo que está muy lejos de ser la regla, por la razón ya señalada por Ayala: la (¿aparente?) inmortalidad, ¡y sobre todo arbitrariedad!, del socialismo, mismo que hoy es practicado por todo tipo de gobierno, lo cual quiere decir que el mismo no es, ¡ni remotamente!, exclusivo de la izquierda.

Hoy gobernar es sinónimo de redistribuir. Hoy todo gobierno es socialista.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.