Cuando no se tiene, la democracia aparece como el mejor de los sistemas (¿electoral?, ¿político?, ¿legislativo?, ¿de gobierno?) posibles. Cuando se tiene, tarde o temprano surge la decepción, y con ella las críticas y la búsqueda de alternativas. Tal vez sea verdad lo señalado por Churchill en el sentido de que la democracia es el menos malo de los sistemas políticos, debiendo definir –en términos reales, no sólo literales– los dos conceptos involucrados: democracia y sistema político.

Definir literalmente a la democracia no tiene problema: demos, pueblo; cratos, poder; democracia, el poder del pueblo, definición literal que inmediatamente plantea dos preguntas: ¿quiénes son el pueblo?, ¿cuál es ese poder? Hoy respondemos, relacionado con la democracia, que pueblo es todo ciudadano con derecho para votar y que, por ello, su poder consiste en la facultad de elegir a sus gobernantes, nada de lo cual, si se acepta que esas son las reglas para elegir gobernantes, y si el conteo de votos se hace correctamente, plantea mayor problema, problemas que surgen de las posibles respuestas a la siguiente pregunta: elegir gobernantes, ¿para qué?, pregunta que remite a la pregunta esencial de la filosofía política: ¿qué debe hacer el gobierno?, subrayando que la pregunta es por lo que debe hacer, no por lo que puede hacer, el gobierno, siendo que los gobiernos, aquejados por el síndrome de la expansión, hacen mucho más de lo que deben hacer, síndrome que muchas veces se ha justificado de manera democrática: el gobierno hace, no lo que debe hacer, sino lo que la mayoría quiere que haga, y dado que es la mayoría la que lo quiere entonces queda justificado, momento de recordar que una acción no se justifica por el número de gente que la apoye, sino por su naturaleza, y nada más que por su naturaleza, afirmación que apunta hacia los límites de la democracia, es decir, hacia los límites del poder del pueblo (en realidad se trata del límite del poder de cada uno con relación a todos los demás), límites establecidos por los derechos de la persona.

Lo anterior quiere decir que se puede decidir democráticamente sobre cualquier asunto que no implique la violación de los derechos de la persona, y que ninguna decisión mayoritaria justifica dichas violaciones, que hoy son la regla, aceptadas acríticamente por haber sido decididas democráticamente. Los defensores de la democracia han logrado centrar la atención en el cómo dejando en segundo término el qué. Lo que importa es cómo se decide y no qué se decide, y el cómo (mayoritariamente) termina justificando el qué (violación de derechos). Buen ejemplo de lo anterior lo tenemos en las legislaciones tributarias y en el cobro de impuestos, mismo que ha degenerado en un robo con todas las de la ley.

La trampa de la democracia, como lo señala Gómez Dávila, consiste en hacer creer que, con la condición de que haya sido decidido, directa o indirectamente, por la mayoría, todo se justifica, desde cobrar impuestos con fines redistributivos (obligar a A a hacerle el bien a B) hasta prohibirle a la persona el consumo de determinadas sustancias (prohibirle a A hacerse daño a sí misma), centrando la atención en el cómo se decidió tal medida, dejando en segundo término el tema del qué es lo que se decidió.

Lo importante, con relación al gobierno, no es quién decide, tampoco cómo se decide, sino qué se decide, y todo lo que se decida a favor de la violación de los derechos de la persona, independientemente de quién lo haya decidido y/o de cómo se haya decidido, debe ser rechazado por principio, principios que, sobre todo los relacionados con los derechos de la persona, no deben ser objeto de la democracia, del poder del pueblo, tal y como lo son hoy.

Por ello, pongamos el punto sobre la i.